En un periódico se escribe casi de un día para otro, pero cuando me asomo a mi columna en Nuestro Tiempo existe una distancia temporal entre el momento en el que redacto estas líneas y el momento en el que llegan a sus ojos. Hoy es 29 de abril, 10:10 de la mañana. Dentro de cincuenta minutos el presidente del Gobierno de España anunciará si por fin dimite. El misterio se iba a resolver a las doce, pero lo ha adelantado una hora. Me pregunto qué pasará por sus mentes al leerme meses después. La siguiente cuestión que me planteo es: ¿quiero saber ahora lo que ustedes, lectores del futuro, ya conocen? ¿Resulta mejor vivir en la ignorancia, si lo que está por venir no pinta bien? O a la inversa: ¿es bueno tener la certeza de un supuesto horizonte favorable?
Cuando nació mi primer hijo, el portero de nuestro edificio me animó a disfrutarlo mucho. «¡En nada te llega hasta aquí!», exclamó señalando el tope del carro en el que iba metido. Nuestra pulguita apenas ocupaba la mitad del espacio. Me quedé mirándolo con incredulidad. No es posible, me dije, que un ser vivo crezca tan rápido. Los dos teníamos razón. De una forma, digamos, objetiva, a los adultos se nos pasa el tiempo volando, al menos si lo comparamos con lo eterno que resulta, para los niños, el curso de las estaciones. Los primeros meses de mis hijos, sin embargo, sentí que transcurrían a cámara lenta, en particular con la pequeña. Padecieron problemas digestivos, necesitaban comer cada dos horas y mucho tiempo en brazos. Recuerdo que entonces deseé con todas mis fuerzas que llegara el día en que tuvieran horarios más normales. ¿Saben que una de las torturas clásicas consiste en no permitir el descanso a la víctima?
Este es un ejemplo un poco extremo, pero me sorprendo a mí misma en tesituras parecidas últimamente. En este pasado desde el que les escribo, el mes de abril toca a su fin. Un abril con trampa: ¡vivo en Pamplona! Nubes, viento y termómetros que rondan los diez grados. No puedo esperar a que llegue el cuarenta de mayo, aunque ha habido Sanfermines en los que el sayo y el paraguas no podían faltar. Deseo que pase rápido el tiempo, ¿es bueno? Sobre todo si consideramos que tengo niños que, en unos años, ya no lo serán tanto. Y aquí le doy la razón a Juan, el portero: ahora que no sufro la falta de sueño noto con dolor cómo se van haciendo mayores sin remedio. Quizá algún lector benevolente se diga: «Mujer, no te tortures, es normal que desees que llegue el verano; el clima de Pamplona, tanto frío, viento y ambiente gris, desespera». Si además supiera que soy de Valencia, me acabaría de compadecer.
Pero, ¡ah!, lo que ese lector tan majo desconoce es que también en verano he deseado que corra el tiempo. Ciertamente, no cuando vuelvo a Valencia, donde sopla la brisa de Levante y me baño en el Mediterráneo, no. Estoy pensando en ese par de semanitas —como mínimo— en que en Navarra llegamos a cuarenta grados y no hay brisita que valga. ¡Con lo que arrecia el viento el resto del año, caramba! Quizá la solución para mí consistiría en mudarme a Cuernavaca (México), que vive una eterna primavera de veinticinco grados. Pero, conociéndome, seguro que encontraría alguna pega (el narcotráfico es una relevante, a mi entender). Tendré que interiorizar el consejo evangélico: «No os afanéis por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su afán. Basta a cada día su propio mal». Pero, en mi caso, le daría un toque distinto: enfocarme en todo aquello por lo que debo dar gracias al Creador en lugar de andar fijándome en las pequeñas incomodidades. Les dejo, va a hablar el presidente del Gobierno.