Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Las paredes de casa

Texto: Juan González Tizón [Com 24]. Fotografía: Archivo Universidad de Navarra y Manuel Castells [Com 87]

Uno de los proyectos en los que Rafael Callejo más disfrutó es la central eléctrica de la Universidad, que, oculta tras los comedores, surte de energía a todo el campus de Pamplona. Como el trabajo de todo el Personal de Administración y Servicios, que sostiene en silencio la labor docente, investigadora y asistencial del centro académico. Callejo veló por el mantenimiento general y el crecimiento de la Universidad hasta su jubilación en 2017. La Universidad no ha dejado de expandirse desde que existe. Ingenieros, bedeles, arquitectos, administradores, jardineros… son el equipo eterno del campus.


 


«Los de la maleta»

En esta entrega número catorce  miramos a los profesionales no docentes de la Universidad y hablamos con Rafael Callejo, que estuvo cuarenta años al frente del servicio de Obras e Instalaciones. «Los de la maleta» es una serie de reportajes y entrevistas para conocer a los pioneros que levantaron lo que hoy es la Universidad de Navarra.

 

 

A Rafael Callejo siempre le fascinaron los aviones. Aún se sorprendía de vez en cuando, sentado a la mesa de su trabajo en Madrid, al pensar en lo bien que le había salido la jugada. Hacía nada que había terminado Ingeniería Aeronáutica y ya estaba en un empleo a la altura de sus estudios. Dentro de la empresa FMC Airline Equipment Europe, en la oficina de Hidráulica y Electricidad, Callejo diseñaba todos los equipos de pista necesarios para unas buenas instalaciones en aeropuertos. Desde los grandes fingers —las pasarelas de acceso a la aeronave— hasta los remolcadores, escaleras autopropulsadas, plataformas de carga y todo tipo de equipos hidráulicos. No era el trabajo de su vida, pero se lo pasaba bien. Vivía muy tranquilo en Madrid. Hasta la primavera de 1978, antes de la llamada de teléfono.

Eduardo Guerrero, el gerente de la Universidad de Navarra en esos años y conocido de Callejo, le llamó con la oferta de un puesto de ingeniero supervisor, como director del área de obras e instalaciones, mantenimiento, edificios, sistemas de energía e informática, trato y colaboración con arquitectos y vigilancia general. «Pero si yo no sé nada sobre el mundo de la construcción», le replicó Callejo. «Mi formación estaba orientada a los aviones, no a los edificios», añade. Guerrero le contestó que eso daba igual, que no les importaba la rama de estudios. En cuanto a Pamplona, él nunca había estado, y de la Universidad sabía poco o nada. Su primer encuentro con el centro fue a través de las páginas de un número de Nuestro Tiempo perdido por Madrid. Al final, nada consiguió disuadir a Guerrero, que logró su objetivo un fin de semana del verano de 1978. Callejo llegó a Navarra con curiosidad y ganas de entender mejor en qué iba a consistir su nueva ocupación. Pero también se mostraba escéptico. El mismo día de recalar en la capital navarra, Guerrero le presentó a Paco Montes, por entonces jefe de mantenimiento de la hoy Clínica Universidad de Navarra. En realidad, velaba, junto con un equipo pequeño, del mantenimiento general de la Universidad. «Eduardo pensaba que Montes me podría  acercar mejor al proyecto que se gestaba. Él me lo explicó todo», relata Callejo.

Largo recorrido. Mercedes, la mujer de Rafael, ha trabajado 42 años en la Universidad.

LAHUERTA Y LAS CANASTAS

Un plan ambicioso, una ciudad nueva y una vida por delante. El rector en persona, Francisco Ponz, colaboró en la captación de Callejo. Ponz era un hombre ilusionado y que sabía contagiar la pasión por las cosas. Nuevas facultades estaban por llegar. Eso significaba más alumnos, que necesitarían más terreno y más aulas, laboratorios, seminarios… La Universidad se había vuelto un ser vivo en constante cambio y expansión. Alguien tenía que gestionar aquello. La Universidad le ofreció un año de prueba y él aceptó. «Contaba con un buen trabajo, sí, pero en realidad nada me ataba a Madrid. Solo tenía 26 años».

Si funcionaba bien, adelante. El primer proyecto en el que colaboró fue en el edificio del polideportivo, construido por Javier Lahuerta. Callejo se sentía intimidado. Acababa de empezar y lo habían puesto a trabajar con un catedrático de la Escuela de Arquitectura, de 68 años, especialista en cálculo de estructuras. Había que estar a la altura. El edificio se encontraba en la otra orilla del río Sadar, levantado sobre la antigua vaquería de Apasio. «Antes de que la Universidad le comprase el terreno, su leche se vendía por toda Pamplona», cuenta Callejo. Las instalaciones habían salido a flote por los ánimos incansables de la directora de Estudios del momento, María Luisa Astráin, que peleó el proyecto hasta el final. Gracias a su insistencia, se barajó la posibilidad de ponerle su nombre al edificio, pero nunca llegó a suceder.

«Uno de los problemas que hubo que resolver fue el de las canastas», dice Callejo. Una vez terminadas las instalaciones, con un suelo de madera y demás, les asaltó un obstáculo: las canastas que se pensaba utilizar estaban viejas. «Eran unas que se arrastraban con ruedas y me dije que estaban un poco trasnochadas», explica. Si se trataba de un edificio nuevo, tenía que tener un buen nivel en todos los sentidos. La decisión fue rápida: serían eléctricas y colgarían del techo. A Lahuerta no le gustó. Al parecer, el arquitecto veterano temía que la estructura de cerchas metálicas que soporta la cubierta se sobrecargase demasiado. «La duda que se nos planteó fue que si, por un casual, un tipo grande se colgaba de ellas, tal vez tendríamos un disgusto», preveía. Ese fue el primer cálculo de estructuras que Callejo realizaría en la Universidad. Al final, Lahuerta había diseñado un coeficiente de resistencia más que suficiente. Las canastas aguantaron.

Supervisando. En el año 2000 se colocó en el patio interior del Central la escultura de san Josemaría Escrivá de Balaguer.

RESULTADOS MILAGROSOS

Dos años más tarde de que Callejo hubiera aceptado el puesto, ETA atentó por primera vez en el campus. Los terroristas accedieron al edificio Central con bidones de gasolina y la intención de arrasar la instalación entera. Empezaron por el Aula Magna. Revestida de madera, el local prendió como una cerilla. «Yo estaba en Alfaro, pero regresé lo más rápido que pude. La imagen era desoladora», cuenta Callejo. Esto fue el 12 julio de 1980, en plenos Sanfermines. Una vez sobrellevados el duro golpe y la conmoción, los trabajadores solo tenían una cosa clara: había que dejar el edificio perfecto para antes del nuevo curso. La sesión de apertura solemne siempre se celebraba en el Aula Magna y se propusieron que la próxima no fuera distinta. Era un proyecto que rozaba lo inviable. Contrataron a Huarte y Compañía, una empresa de construcción, y se quedaron sin vacaciones de verano. Como también pasaría un año después, en el atentado del 24 de junio de 1981. «Pero se consiguió, eh. Aquí se han hecho cosas imposibles».

Cada edificio tiene sus historias, pero todos poseen algo en común: la rapidez. Cuando Callejo llegó a la Universidad, ya existían diez. Él trabajaría durante 39 años en quince proyectos nuevos. Eso viene a salir a un edificio cada dos años y medio. Un ritmo frenético. «Y hay que saber que, durante muchos años, la Universidad sufrió interrupciones urbanísticas y de terreno», relata. No siempre hicieron falta bombas para agilizar el ritmo de trabajo. La ampliación de la Biblioteca Central, proyectada por Araujo, tuvo como causa el inicio de una nueva facultad: Económicas. El proyecto trajo consigo dos sucesos sorprendentes. El primero fue la rapidez con la que se aprobaron las gestiones de la obra. La segunda sorpresa estaba relacionada con la fecha de finalización del trabajo. El edificio debía estar terminado para septiembre. «Estábamos en febrero», explica Callejo.

El proceso de construcción era el mismo de  siempre: plantear el proyecto, gestionar la contratación del personal y ejecutar la  obra. En el libro del profesor Carlos Soria Las casas del campus, se narra una apuesta que hicieron Callejo y Araujo respecto a la construcción del edificio. De todos era sabido que una de las características de Araujo era su gusto por fumar en pipa. Él era el optimista del trabajo, el que tenía una mentalidad de futuro que rozaba lo visionario. «Así que apostamos. Yo le dije: “Mira, te llenaré la mesa de trabajo con tabaco de pipa si este edificio se termina para el comienzo del nuevo curso”», recuerda Callejo. El joven ingeniero jamás vio construir tan rápido. En seis meses se terminó todo. Las noches anteriores ayudaron de forma personal a limpiar y habilitar la instalación. Muchas de ellas hasta la madrugada.

 

EL MOTIVO

Callejo nunca mencionó que había estado muy a gusto durante su primer año de trabajo en la Universidad ni que quería quedarse. Sencillamente se quedó. «Fue algo muy simple: a los pocos meses de empezar en Pamplona conocí a la que terminaría siendo mi mujer», relata. Callejo se sentía cada vez más a gusto y el trabajo iba en aumento. Su esposa, Mercedes Goena, también se quedó en la Universidad, inmersa primero en su doctorado en Farmacia y en diferentes puestos de gestión, después. Tuvieron doce hijos.

Con el Gran Canciller. En 2003 saludaron a don Javier Echevarría, en un encuentro con motivo del 50.o aniversario de la Universidad.

En el trabajo, Callejo hacía de representante de la Universidad, elegía, rechazaba o pedía ajustes en los proyectos. «Me encargaba de transmitir a los arquitectos y al resto del equipo las necesidades del centro y las indicaciones del Rectorado», cuenta. «Si querían ser un equipo tenían que trabajar como una unidad. En el campus han trabajado más de cuarenta arquitectos. Todos ellos con visiones distintas de su oficio y ganas de hacer una labor llena de personalidad y viveza. Lo que se les pedía era lo siguiente: sencillez. No una chapuza, pero tampoco algo complejo y poco práctico. Huir de lo vulgar sin perder de vista lo funcional». Callejo se encargaba, junto con su equipo, de dar luz verde, conseguir los permisos, corregir, ajustar y aprobar. «Nosotros éramos la estructura del proyecto», asegura. Pero eran los arquitectos los responsables de crear «edificios amables, lugares en los que se trabajara bien, con juegos de luz y vida propia». Los arquitectos debían estar enfocados en la vida estudiantil, en los alumnos y profesores, y establecer una relación con esta idea para poder proponer una obra. En este sentido, la Facultad de Comunicación es uno de los ejemplos y edificios favoritos de Rafael Callejo.

 

HORMIGÓN DE CALIDAD

Ignacio Vicens, padre de la obra, nunca pasó desapercibido. Cuando se planteó esta construcción, en la zona de la explanada solo existía el llamado edificio de Aulas, que es donde comenzó la Facultad de Derecho, cercada más tarde por el edificio Amigos. En aquel entonces se quería desarrollar algo nuevo y muy rompedor. Una señal que diera a entender la fuerza con la que crecía la Universidad. En 1995 se inauguró la representación de esos esfuerzos. Vicens era un arquitecto muy singular, difícil de prever y con ideas innovadoras y eficaces. Hasta el momento, los edificios de la Universidad habían reiterado una tendencia clásica o previsible, así que se presentó en el Rectorado con un plan fuera de serie.

Gratitud. En 2004, recibió la Medalla de Plata de manos del rector José María Bastero.

Se las ingenió para convencer al administrador general, José Luis Pascual, y hacer una obra entera de hormigón. Pero este material también debía tener una textura lisa y agradable. El edificio necesitaba estar muy tapado, como un búnker, sobre todo al sur, donde el sol pegaba más fuerte. «Protegió la planta baja, por ejemplo, con una especie de visera. Sus soluciones siempre eran originales y novedosas», explica Callejo. Uno de los elementos que más le gustó añadir, y de los pocos que tenía color en su proyecto, fueron los pequeños patios interiores. Vitrinas con árboles y piedras grises. «Los árboles combinan con todo», asegura Soria en Las casas del campus. En cada uno de estos patios había un arce japonés, árbol cuyas hojas varían de color a lo largo del año. «Vicens decía que, como casi todas las vitrinas no daban al exterior, con estas plantas los alumnos podrían sentirse en el campus y seguir las estaciones en las hojas multicolores», recuerda Callejo. Solo una cristalera, la más grande de todas, en la planta baja, ofrece una visión de la explanada y más allá: una panorámica impregnada de luz.

El asunto del hormigón resultó ser lo más importante para Vicens y lo más curioso para los demás. «A nosotros nos horrorizaba la idea del hormigón. Tampoco pedíamos materiales nobles como el mármol, pero nos habría gustado valorar alguno intermedio», apunta Callejo. Pero al final les convenció.

Uno de sus argumentos se basaba en la necesidad de optimizar la limpieza y mantenimiento del edificio. El equipo no tenía muy claro cómo se iba a poder limpiar semejante mazacote. Vicens les dijo que no había por qué preocuparse, que él había conseguido un pavimento de fácil limpieza. El suelo de Fcom imita el utilizado en algunas estaciones de tren. Estas superficies cuentan con un gran número de grietas y muescas. «No plantean ningún tipo de problema estructural. Salen porque sí. Le dan mucho carácter al edificio. Un aspecto brutalista, potente, poderoso. ¡Qué contentos nos quedamos todos!», cuenta Callejo. Fcom se convirtió así en el edificio con mayor número de premios de la Universidad.

 

HUELLAS Y SECRETOS

Rafael Callejo se jubiló en el 2017. En su despedida, dejó la Universidad tal y como la había encontrado por primera vez: en cambio constante. Se fue orgulloso por su trabajo y agradecido por todo lo vivido. Recuerda con cariño algunos de los proyectos que, escondidos, son rastro de su paso por el campus. «La subestación eléctrica, por ejemplo —comenta—. Proporciona energía a toda la Universidad, incluida la Clínica. Oculta detrás de los comedores universitarios, lo mantiene todo en funcionamiento». También destaca la red de gas, que no hubo en Pamplona hasta los años 90. La estructura de regadío. Todo subterráneo. No se ve. Como la mayor parte del trabajo del Personal de Administración y Servicios, cuya misión es facilitar la labor docente e investigadora de la Universidad. «Y mira que cuando llegué no teníamos ni un solo tractor. Todo eran tierras de labranza y se contaba con unos pocos jardineros», señala Callejo. Cultivos que trabajaron hasta construir el jardín más grande de Pamplona. Y añade: «Los primeros tractores que conseguimos fueron unos Caterpillar americanos de la Segunda Guerra Mundial que rozaban la chatarra. Todo un hito».

Regalo de jubilación. Aunque dio un giro a su trayectoria profesional al venir a la Universidad, Rafael no ha abandonado su afición a los aviones.

Hacía muchos años que Callejo había abandonado el mundo de los aviones y las estructuras portuarias. Bajo su mando se edificaron quince construcciones (sin contar los colegios mayores), y la Universidad experimentó una transformación externa sin precedentes. Callejo, igual que muchos otros, fue uno de los constructores de este pequeño reino. Los que dieron cuerpo y forma a campos de cultivo y pisadas de peregrino. Recuerda con cariño la primera vez que se tomó algo en Faustino: «Un café y un garrote». De vez en cuando se acerca a saludar y a revisitar los edificios. Los nuevos cambios. Pasa la tarjeta como un alumno más y recorre con los ojos lugares llenos de anécdotas y secretos. Llenos de gente.

PARA VERLO DE CERCA

Si en su libro anterior —El campus de la Universidad de NavarraCarlos Soria proponía un acercamiento a las hectáreas verdes del centro académico, en Las casas del campus invita al lector a levantar el tejado de sus veintiséis edificios y mirarlos desde arriba, con toda la vida hirviendo en su interior. La prosa de Soria y la mirada y la cámara de Manuel Castells [Com 87] permiten observar de cerca estos «espacios para convivir», esta «geometría arquitectónica que estimula el afecto y el respeto entre las personas», en palabras de Soria.

 


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Categorías: Campus