Historias mínimas
«Balbona, tú, tranquilo»
Era grande como una montaña y tenía una voz de ceniza, ronca como un trueno. De perfil parecía un senador de la Roma imperial (con gafas de pasta negra, eso sí), aunque sospecho que en otra vida había luchado en los Tercios de Flandes. El padre Balbona —más conocido como «el Péndulo» por sus andares oscilantes— era un jesuita recio, de los de sotana y fajín, un superviviente en la Iglesia de los años ochenta. Su figura despertaba simpatía y temor a partes iguales, pero era un sabio con hábito de mil botones. Con él había que aprenderlo todo de memoria —ayer lo sufrí y hoy lo agradezco—, pero en sus clases volábamos del desierto de Los Bolsones al puerto del Havre. De la batalla de Zama —«¡Zama, oh, Zama!, 202 a.C.»— a las dietas de Worms, Spira y Augsburgo, donde Carlos V iba con «una estaca para el trasero de Lutero».
En aquellos años había muchas pintadas políticas, pero una fue muy celebrada por la muchachada colegial. Escrita con enormes letras azules, la consigna gritaba: «¡Curas rojos no!», toda una rareza en tiempos de cantautores con chaqueta de pana. A los responsables de la fechoría les molestaba el cambio de rumbo del clero… pero con excepciones. Por eso dejaron una posdata reveladora: «Balbona, tú, tranquilo».
La huella del Péndulo fue colosal en mi quinta, por eso no me extrañó su inesperado regreso. Andaba yo en una reunión familiar en la Dehesa de Mangas, generosa finca zamorana cerca de Tábara, la cuna de León Felipe. La casa es acogedora y tiene una biblioteca sorprendente en la que descubrí un viejo manual de Edelvives. Un libro apaisado de Historia con fotos amarillentas, que es el color del tiempo según Miguel Hernández.
Al ojearlo volví a los doce años y al enorme colegio de muros medievales donde me pulían a mi pesar. Estábamos en clase de Geografía y Balbona, puntero de madera en ristre, nos interrogaba con seriedad de juez militar: «Sr. Presedo, ¿qué estrecho separa el mar del Norte del mar Báltico?», dijo mientras señalaba un mapa mudo. «Estoooo…», dudó la víctima. Pasó un minuto y luego dos. «Se le acaba el tiempo», apremió el sacerdote. Presedo era un repetidor burlón y agudo, especialista en fugas. Y eso fue lo que hizo, huir como una rata: «Esa es tan fácil que hasta Uría se la sabe». En ese instante andaba yo a lo mío, cerbatana en ristre. Recuerdo oír mi apellido y sentir mi sangre helada.
El jesuita recogió el guante sin inmutarse. «Veamos, Sr. Uría, ¿quiere socorrer a este calavera?». El calavera sonreía como si fuese Yorick. «¿Qué dice, hombre?», insistió. «Hable». Los ojos del cura menguaron, pero su cara se alargó como una boa. «Bueno, yoooo…», dije con voz de florecilla. Ignoraba qué maldito estrecho separaba el Báltico del mar del Norte, pero, si me negaba a colaborar, las represalias llegarían en el recreo. Así que, cual protomártir oriental de la Compañía, me sacrifiqué: «Vale, le ayudo». «¡Bieeeeeen!», aulló el populacho. «Su generosidad le honra», concluyó el Péndulo. ¿Generosidad? ¿De qué hablaba? Mi colaboración era una bandera blanca, puro instinto de supervivencia, miedo con todas las letras. Miedo que me empujó a la locura. Locura que pronunció palabras suicidas: «¿Puede preguntarme otra cosa, padre?». No era yo el que hablaba, era mi espanto.
Cayó sobre nosotros el silencio. Un silencio monástico, pero de monasterio preconciliar. El Péndulo se giró hacia mí, flexible como una pantera, y cuarenta cabezas giraron con él: «¡Oh! Claro, otra cosa…». Para mis adentros imploré a Dios misericordia o en su defecto una muerte rápida. Entonces, el padre Balbona me guiñó un ojo. Lo juro. Lo hizo mientras se frotaba las manos. Igual que un verdugo antes de agarrar su hacha. Y muy despacio, sin alterarse, me preguntó: «¿Qué dos mares separa el estrecho de Skagerrak?».
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.