El infinito es azul

Para Yves Klein, el azul no era solo un color: era la inmaterialidad y el infinito que tanto ansiaba capturar. Aunque su carrera fue breve, en esa década tuvo tiempo de convertir el color en la mejor de sus firmas.
Pocos artistas consiguen construir un sello distintivo. Muchos menos son capaces de hacerlo únicamente a partir de un color.
La historia de amor por el azul de Yves Klein (1928-1962) nació el verano de 1947 en las playas de Niza. Su fijación por aquel cielo, que en alguna ocasión reivindicó como «su primera obra de arte», marcaría para siempre su breve y febril carrera. El artista, hijo de los pintores Fred Klein y Marie Raymond y experto en judo, descubrió en aquel azul intenso el color de lo inmaterial, de lo infinito, de una realidad que anhelaba hacer suya. «El azul es lo invisible que se hace visible. Está más allá de las dimensiones de las que disfrutan otros colores», llegó a declarar en una conferencia en La Sorbona en 1959.
Pero hubo Klein antes de su azul. Su ardiente relación con el color le acompañó desde que eligió dedicarse en serio al arte, en los dos años previos a entrar en su «etapa azul», a la que él mismo bautizó así en referencia a Picasso. Esas primeras obras, creadas hacia 1955 —en su mayoría monocromías—, incluyen lienzos del todo blancos, rosas y hasta dorados. En el Reina Sofía de Madrid se conservan varias. Su búsqueda del infinito y del vacío, y en fin, su exploración espiritual le empujaron a desproveer su pintura de composición; no había forma, solo color y textura.
Su vacío azul, un infinito que le obsesionó de por vida, empezó a tomar su arte a través de pinturas y esculturas, además de acciones performativas. Podría situarse el origen de su «etapa azul» en 1957, cuando presentó once lienzos cubiertos de su característico tono eléctrico en una galería de Milán. Un año después, su constante búsqueda de la inmateria —a menudo provocativa y gamberra— le llevó a presentar su mítica exposición dedicada al vacío en París, que hizo coincidir con su treinta cumpleaños. Aquel 28 de abril, la sala de la Galería Iris Clert se mostró vacía. Solo una cortina en la entrada y unos cócteles azul Klein recibieron a los más de tres mil visitantes que se acercaron aquel día para conocer de primera mano lo que el artista prometía: la más absoluta nada.
Para Klein, aquel lugar estaba repleto de algo mucho más especial, el punto de partida de una de sus obras más polémicas: sus Zonas de sensibilidad pictórica inmaterial. Espacios intangibles que los coleccionistas podían adquirir, con su correspondiente recibo de compra, a cambio de una interesante suma de oro. Además, se les ofrecía participar de una experiencia insólita: quemar el recibo y presenciar cómo Klein arrojaba parte de su oro al Sena. Así cerraba el círculo de la inmaterialidad.
La polémica conceptualización de su obra y su delirio con el azul no fueron las únicas rupturas a las que el francés sometió a su audiencia. También jugó y experimentó con los soportes y con la infinidad de posibilidades para aplicar pigmentos. Reacio al pincel, Klein prefería utilizar rodillos e incluso optó por empapar esponjas, que integraba dentro de sus lienzos o convertía en esculturas. En marzo de 1960 presentó sus famosas Antropometrías, que pretendían crear «pinceles humanos»: tomaba a jóvenes atractivas y les cubría el cuerpo desnudo con azul para, justo después, oficiar toda una performance mediante la cual sus contornos quedaban impresos en el soporte. Una de ellas puede verse en el Guggenheim de Bilbao. Sin entrar en el debate de la cosificación y erotización de la mujer —más que evidente—, defendía estas actuaciones como un modo de esconder su mano. Así pasaba de ser un artista a una especie de maestro de ceremonias. Los pinceles vivos creaban bajo su dirección.
Toda su relación con ese azul, vibrante e infinito, llegó a su cúspide cuando patentó su emblemático color, en mayo de 1960: el International Klein Blue (IKB). Partía del pigmento más valioso del Renacimiento, el azul ultramar, y lo potenciaba con aglutinantes a base de una resina sintética mate que le ayudaba a suspender el color y que mantenía intacta su intensidad.
Incluso tras su muerte en 1962, el azul de Yves Klein y su visión radical del arte han dejado huella en disciplinas como la arquitectura o el diseño de interiores. Pero es en la moda donde su presencia resulta más poderosa. En 2012, Yves Saint Laurent lanzó el perfume Manifesto, a través de una campaña en la que la actriz Jessica Chastain pintaba con sus propias manos, evocando las Antropometrías. O el caso de Céline, que en 2017 presentó una colección en la que la impronta visual de Klein resultaba ineludible.
Todo su amor se resume en una cita que tomó del filósofo Gaston Bachelard y que utilizó en su conferencia en La Sorbona: «Primero hay nada, luego una profundidad de nada, luego una profundidad de azul».
Aunque tuvo una formación artística, Yves Klein no se dedicó a crear hasta cumplidos los 25 años. Fue tras su regreso de Japón, donde había logrado el cuarto dan de judo, el más alto de los niveles en Europa. El judo fue su primera relación con el espacio espiritual y dejó una irremediable impronta en su obra.
La carrera de Klein fue breve pero intensa. La muerte le pilló creando, con solo 34 años. Acababa de casarse y esperaba un hijo al que no llegó a conocer. Pero, en menos de una década, fue capaz de componer música a través del silencio, de saltar al vacío y capturarlo en una fotografía, de construir una escultura etérea lanzando al aire mil globos azules y de crear su propio movimiento artístico: el Nouveau Réalisme.
El azul ultramar, el tono que fascinó a Yves Klein, se obtenía del lapislázuli, una piedra semipreciosa. Los yacimientos se encontraban sobre todo en Afganistán, por lo que su llegada a Europa se daba a través de largas rutas comerciales de las que se cree que toma su nombre: el azul que viene de más allá del mar.
Por su rareza, su brillantez y el laborioso proceso de extracción, llegó a convertirse en un pigmento más valioso que el oro, reservado solo para las obras más importantes, en especial en contextos religiosos. Cualquier pintura que lo incluyera se elevaba a la categoría de objeto de lujo.
Siglos después, tomando como referencia una versión sintética del azul ultramar, Klein recuperó el legado de este color divino y, con ayuda de la tecnología, creó su propio azul absoluto, el International Klein Blue.
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