Historias mínimas
Una tarde de septiembre, por pura casualidad, descubrí el De profundis de Arvo Pärt, compositor contemporáneo de música antigua —aunque no solo—.
A Pärt me lo presentó Michael Moore, el robusto (ejem) director de Farenheit 9/11, mientras los aviones de Al Qaeda impactaban contra las Torres Gemelas. La mezcla de muerte y espiritualidad que rezuma esa escena golpea como un gancho directo al alma. Sientes entonces el dolor de los que mueren y la ira de los que matan.
La sencillez de la pieza, en la que las campanas tintinean con una delicadeza inaudita, puede rondarte muchas horas. Convertida ya en el reverso de pureza de un mundo que ha vendido su alma a la tecnología como Fausto se la vendió al diablo. Todo por ser como dioses, un deseo pueril. E imposible.
Así lo entendió también Sorrentino en La gran belleza, donde Arvo Pärt surge de nuevo, ahora con timidez, en una maravillosa terraza frente al Coliseo. Suena justo cuando Jep Gambardella se levanta impecable de su hamaca de lino y madera para asomarse a la infancia, que es un jardín como el de los Finzi-Contini. Allí juegan unos niños en la edad de la inocencia, tiempo lejanísimo que termina con un sorbo (otro) a su inseparable whisky, símbolo de lo efímero.
Gambardella, el náufrago, el rey de los mundanos, pasó el resto de su vida traicionándose. Justo al contrario que Pärt, nacido en 1935 en Estonia y criado en la rabia homicida del estalinismo. Sin embargo, Arvo encontró en la música un cielo nuevo y una tierra nueva y, cuando movía las manos, se le caían las notas como cae la gracia sobre el corazón de los justos.
El sistema no pudo tolerarlo: aquel muchacho era demasiado espiritual para el materialismo dialéctico. De modo que intentaron reeducarlo. En vano. Había algo en su arte que lo acercaba a Dios. Sin descanso. Irremediablemente. Una música extremada e inaprensible, tan celestial que solo los ángeles la entienden.
Arvo Pärt recorrió la siguiente década sin apenas salir de casa. Entregado a su misión con el furor de los iluminados. Compuso entonces para grupos de cámara instrumentales, un poco al estilo de Stravinsky, otro poco al de Sostakóvich. No le sirvió de nada. La jerarquía soviética despreciaba el neoclasicismo y lo despreciaba también a él. Así que, harto de estar harto, se marchó al exilio, ese hermano triste de la libertad.
Viena lo acogió y Berlín lo consagró, pero al precio incalculable de una profunda crisis personal. ¿Qué hacer? ¿Qué componer? Encontró la respuesta en la música sacra, una de las raíces de la cultura occidental e inseparable de la liturgia tridentina, tan vieja que parece nueva.
Consciente de su ignorancia, Pärt estudió canto gregoriano y la polifonía del Renacimiento. Ese viaje en el tiempo despertó su fe y lo transportó por el aire a la semilla de su niñez, la Iglesia ortodoxa, en la que le habían bautizado. Su crisis, por tanto, no era solo musical, sino también espiritual. Superó ambas.
A partir de entonces, compuso piezas radicalmente diferentes porque también él era otro. Un renacido. Llegaron las campanas con su ritmo simple e inalterable. Llegó la voz humana y llegó el latín. Todo ello para cantar la Pasión según san Juan, el Nunc dimittis del viejo Simeón y el Sancta Maria, Mater Dei.
Sin quererlo, pero sin evitarlo, escribió obras orquestales conmovedoras como La Sindone, Psalom o Trisagion llena esta última de ímpetu y de silencios. Alabanza inefable a la vida íntima de la Trinidad en el siglo de la shoá y el aborto, tragedia sobre tragedia.
Él compara su música con la luz blanca que se descompone al atravesar un prisma. Ese prisma es el alma del que escucha y se conmueve y reza entre acordes de otro tiempo, cuando los grises que liberó Pandora no se habían adueñado de todo.
Gil de Biedma escribió que lo sagrado nos devuelve una imagen completa y perdida de nosotros mismos. Arvo Pärt lo demuestra.
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Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.