Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

El camino hacia la cumbre


Según su biógrafo, Deyan Sudjic, dos características definen al Norman Foster arquitecto: la intuición y la eficacia. ¿También ellas marcan su vida? Sin duda es así, aunque pueda añadirse una tercera: la ambición. Su trayectoria es un interminable camino hacia la cumbre y, una vez alcanzada, la permanencia en ella. El ascenso es la parte más inspiradora.

Norman Foster nació en 1935 en un barrio de Mánchester que hoy habitan paquistaníes. Hijo único, su padre tuvo varios empleos (peón, vigilante, pintor) y su madre trabajó como camarera. Al pequeño Norman lo bañaban en la cocina en un balde de zinc, y al crecer descubrió que en su casa no había libros. Con gran esfuerzo familiar, pudo estudiar en una pequeña escuela privada, al tiempo que pasaba muchas horas en la biblioteca municipal. Ya entonces le fascinaban los aviones y las bicicletas, pasión que conserva. Sin embargo, parecía estar predestinado a una existencia anónima «al otro lado de las vías». Las mismas que podía contemplar desde la ventana de su cuarto. 

Muy pronto, Foster demostró talento para los estudios, especialmente en Matemáticas e Historia del Arte. Esto le permitió acceder a la enseñanza media, algo asombroso en su entorno. A los dieciséis años suspendió Religión y Francés, y su padre decidió que debía trabajar. Lograr una plaza de cajero en el Ayuntamiento de Mánchester satisfizo enormemente a sus padres, con los que tenía una relación cariñosa, pero distante. Permaneció en ese empleo hasta 1954, año en el que se incorporó a las Fuerzas Aéreas para hacer el servicio militar.

Retornó a Mánchester en 1956, pero ya no era el mismo. Independiente y endurecido, declinó volver a su trabajo municipal y se presentó a un puesto de vendedor de fotocopiadoras. Lo rechazaron dos veces. Tras de un año sin empleo, logró un contrato como administrativo en una firma local de arquitectos. Solía entrar el primero y salir el último, aunque por un motivo personal: de noche se llevaba algunos bocetos de los delineantes, los copiaba en casa y los devolvía por la mañana. Poco a poco, elaboró un porfolio y, con todo el valor que pudo reunir, se lo enseñó a uno de los arquitectos. Impresionado por la mutación de ese semidesconocido empleado, el dueño del estudio afirmó: «Esto es increíble. Aquí debes sentirte como un pez fuera del agua.». Le asignó entonces un pequeño despacho compartido y le ofreció colaborar como dibujante. Aquel instante se convirtió un punto de inflexión vital.

Foster decidió entonces solicitar una plaza para adultos de la Universidad de Mánchester. Tenía veintiún años, pero ni un penique, así que compaginó sus estudios con diferentes empleos: jornalero, guarda o mecánico. Sus aspiraciones solo eran comparables con su tozudez, y ambas fructificaron en un premio nacional de dibujo y unas calificaciones excelentes. Gracias a su expediente obtuvo dos becas para estudiar en Estados Unidos: una Fulbright y la Henry Fellowship. Eligió la segunda porque también le concedía un permiso de trabajo. Se convirtió en el primer becario que no procedía de Oxford o de Cambridge. 

This Land is Your Land. Eligio la Universidad de Yale como destino, y allí descubrió que podía comenzar de nuevo, alejado de la clasista sociedad británica. Estados Unidos había acogido a algunos de los mejores arquitectos del mundo (Gropius, Van der Rohe, Breuer) y, a su manera, Foster también era un «refugiado». Yale era una olla a presión donde todo el mundo quería ser un genio. También Foster, aunque al final pesó más su pragmatismo, y optó por el diseño industrial, donde había menos competencia. De modo que, cuando su compañero Richard Rogers le propuso crear un despacho en Londres, Foster accedió. Lo bautizaron como Team Four, ya que otras dos arquitectas compartirían la aventura: Su Brumwell, también graduada en Yale, y Wendy Cheeseman, vieja amiga de la familia de Rogers.

En 1964, Wendy se convirtió en su esposa. Se casaron al mediodía de una jornada laboral, y a la boda solo asistieron cuatro invitados. El apartamento de los Foster se convirtió en la sede de Team Four: era tan pequeño que mostraban sus escasos proyectos sobre un armazón blanco… que cubría la cama de matrimonio. Como suele ocurrir, los primeros encargos procedieron de amigos y familiares, pero aquella aventura no duró. En 1967, cerraron la oficina por falta de proyectos y algunas desavenencias. El panorama era desolador: sin despacho, sin encargos y a la espera del segundo hijo. Los Foster decidieron darse una última oportunidad en Inglaterra, y crearon Foster Associates —embrión de la actual Foster + Partners—. «Teníamos dos problemas: no había ni encargos ni asociados. Éramos ella [Wendy] y yo». Su gran oportunidad llegó con el proyecto de una terminal para la naviera Fred Olsen, en Londres, el primer proyecto que firmó con su nombre. Esa obra supuso el despegue profesional de ambos, solo quebrado por el fallecimiento Wendy en 1989 debido al cáncer. 

Hasta ahí llega la primera parte de la vida de Norman Foster. La segunda, cuajada de obras deslumbrantes y premios de todo tipo, está disponible en libros y documentales. Todos coinciden en el mismo trasfondo de esfuerzo personal y talento desbordante. En la historia de un niño sin futuro que se convirtió en el arquitecto del futuro.