Si no me preguntan, lo sé; si me preguntan, no lo sé. ¿Qué es el tiempo?
En La montaña mágica, Hans Castorp insiste en la distinción entre el tiempo exterior, el de «allá abajo» (él está internado en un sanatorio en los Alpes suizos) y el tiempo interior, el de «aquí arriba». Seis semanas en el Berghof, con sus grandes comidas, sus paseos tranquilos por el valle, sus horas de descanso en terrazas palaciegas, son apenas un suspiro. En cambio, los siete minutos que debe sostener en la boca, cada día, un termómetro de mercurio son una eternidad.
Si se abriera una madriguera y apareciera en el sanatorio el conejo de Carroll, no desentonaría. «Llego tarde, llego tarde, llego tarde». Conozco a un artista que tiró todos sus relojes: un radical.
Un clarinetista toca en una sala de conciertos en Japón la quinta sinfonía de Mahler y, de pronto, rompe a llorar. Ha comprendido qué es la música. Dos años después me lo contará. Será de noche, será la primera brisa que sopla en todo el día, se escucharán solamente algunos bichos que se queman a lo bonzo en la bombilla de la terraza. (Cuando es de noche no importa mucho qué hora es: es todo la misma hora, es la noche). «Asistir a un concierto de música clásica es lo más fácil del mundo —me dirá en nuestra lengua materna—. Solo tienes que sentarte en una silla y escuchar una hora y media. ¿Por qué la gente es incapaz?». Será verano, que es como decir que será en otra galaxia.
Una niña de pie frente al mar. La playa está vacía. (La Mar Océana). La niña se acerca y la mar le besa los deditos. Se alejan una de la otra, tímidas, y vuelven otra vez a buscarse. Dos infinitos enfrentados.
Miguel de Unamuno reza el rosario en Hendaya. En la posada Almayer, un científico determina dónde se acaba el océano.
Suena tu despertador lejos del verano, a años luz (delicadísima sinestesia), y se hace la luz antes del alba (endiablado milagro eléctrico). Empiezas con tu arritmia diaria y te vas precipitando como un compuesto químico por un agujero de gusano, bajo tierra. Te pesa en los hombros la bandeja de entrada, el autobús tenía que haber pasado hace un minuto, respondes una llamada mientras bañas a los niños, terminas el trabajo de ayer con cargo de conciencia y por fin te descerrajas sobre un sofá que levanta acta de tu defunción (y ni siquiera es París con aguacero). Te juzgan Thomas Mann y aquel poeta, D’Ors, cuyo verso te condena: «Y tú aquí, traidor, en un escalafón y un horario».
Sabes que, en estas veinticuatro horas, a otro ritmo, otro hombre habrá besado unos labios de mujer; habrá desentrañado en el silencio de una biblioteca un arcano precolombino; habrá paseado por la selva de Irati conociendo los nombres de las plantas; habrá saboreado, en fin, la urgencia del presente.
El abismo entre el endecasílabo y la prosa ordinaria se llama tempo.
