«Esos jóvenes lloran porque nos dijeron que el éxito estaba asegurado, que la juventud sería eterna, que habían enterrado a Dios y que no hay límites. Pero sí que hay, y los hemos descubierto»
Los veo llorar a mis amigos, a los amigos de mis amigos, a otros desconocidos en el concierto. El sol acaba de ponerse. El Mediterráneo se oscurece, ajeno a los altavoces monstruosos del festival. Arde Bogotá ha cantado sus grandes éxitos cuando llega la última canción, La salvación. Y es ahí cuando lloran, cuando Antonio García canta lo que todos piensan y no saben decir: que tiene que haber una salida para tanto dolor. Que nos estafaron los dioses modernos. Que hay una salvación. Esos jóvenes lloran porque nos dijeron que el éxito estaba asegurado, que la juventud sería eterna, que habían enterrado a Dios y que no hay límites.
Pero sí que hay, y los hemos descubierto. Hay artistas jóvenes que ponen el dedo en la llaga. Lo digo en sentido literal. Señalan la cicatriz en la piel. Es paradójico que sea el cuerpo, después de todo —con esas cinco palabras se titula el último disco de Valeria Castro—, con lo que tiene de imperfección, el lugar desde el que nos pensamos nosotros, los nativos digitales. No vivimos en la pantalla: estamos aquí y ahora, en este cuerpo, en esta herida en la que adivinamos que, si nosotros no somos el infinito, el infinito es otra cosa. Tal vez Dios.
Esa pregunta no hay quien la acalle, y por eso no extraña que esta temporada hayan llegado a las librerías textos como Todo empieza con la sangre, de Aixa de la Cruz, una novela en la que una joven lesbiana criada lejos de la religión acaba entrando en un convento. De la Cruz no construye esas páginas —dolorosas, hechas de cuerpo— desde la fe, ni tampoco con ironía y sarcasmo, sino desde la sed. Un impulso parecido al del joven cubano Kevin Legrá, que ha ganado el prestigioso certamen de novela de Málaga con El precio de un ideal. En esa ficción, el protagonista, profundamente católico, trata de conciliar su fe con el mundo que le rodea: la revolución de Fidel Castro.
Florece una generación de escritores de marcada tendencia religiosa, más acá de Juan Manuel de Prada y Pablo d’Ors. Se ha hablado mucho de la conversión de Ana Iris Simón, pero no es ni mucho menos la única con inquietudes espirituales. La barcelonesa Núria Bendicho, por ejemplo, autora de Terres mortes, está ahorrando para cumplir un voto de peregrinar a Jerusalén y besar el Santo Sepulcro. Llegó al cristianismo desde el marxismo, vía Simone Weil. David Aliaga, en la lista de Granta de los mejores escritores de su generación, se convirtió al judaísmo después de leer a Zweig. Véase Y no me llamaré más Jacob. O los poetas Juan Gallego y Juana Dolores. Todos hablan de Dios. Hasta Aitana se ha marcado un tema, Música en el cielo, en el que la pregunta por el más allá no resulta en un cuento de fantasmas, sino que interroga directamente a la divinidad.
Los falsos profetas del bienestar no han podido callar el grito del cuerpo y la sed de Dios. Esta generación, que no es católica en un sentido confesional ni casi cultural, se acerca con reverencia y asombro a esos dos misterios. Porque tiene que haber, al fin y al cabo, una salida. Tiene que haber salvación.