Grandes temas Crónica No ficción nº 722 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD Sociedad
Arranquen las amapolas

Grandes temas Crónica No ficción nº 722 EDUCACIÓN Y SOCIEDAD Sociedad
Los indígenas ingas de Aponte, en los Andes colombianos, plantaron amapolas en todo su territorio para enriquecerse con la heroína. Enseguida sufrieron la invasión de las guerrillas para apropiarse del negocio, los ataques de los paramilitares, las incursiones del Ejército… Esta comunidad de cuatro mil habitantes registró 120 muertes violentas entre 1991 y 2003. Ese año, jóvenes ingas constituyeron su primer Gobierno autónomo y anunciaron una rebelión pacífica: iban a erradicar las amapolas y daban ocho días a los grupos armados para abandonar el territorio.
Entre las docenas de asesinatos que desangraron este pueblo durante los años de la amapola, hay uno del que me hablan con más frecuencia, más detalle y más conmoción.
—Allá abajo fue —señala Elder Chindoy—, en esa curva.
Elder es un indígena de 30 años que se gana la vida criando vacas y que estos días me lleva en su moto, pista arriba, pista abajo, por el territorio autónomo de los ingas de Aponte. Es un chico de cara redonda color avellana, ojos divertidos y risa fácil, perilla fina y pelo encrespado con gomina, que viste chaqueta y pantalones vaqueros; un chaval dicharachero al que le gusta abrir gas y culebrear entre los socavones para impresionarme. Pero en estas alturas apaga el motor y se queda en silencio. Nos asomamos al barranco y me indica una pista de tierra que serpentea por los cafetales.
—En esa curva del río mataron a la profesora.
Habla en susurros, con pausas largas.
—Era la novia de mi hermano.
Estamos a unos 2500 metros de altitud. Alrededor se elevan los Andes tropicales con todo el muestrario de verdes: verde selva, verde potrero, verde chagra, verde cafetal, verde guineo, verde granadillo, verde aguacate... Es una cordillera trabajada. Por todas partes se ven pistas, trochas, cercas, plantaciones, huertas, ranchitos desperdigados de ladrillo y chapa que cuelgan en laderas verticales. En el fondo de los barrancos, en los ríos, nadan las truchas y la memoria de los asesinados.
—Ella iba caminando desde la escuela de Aponte hasta su casa en la vereda Fátima, allá mismo está, ¿la ve?, y la agarraron en la curva del río. Le faltaron cuatrocientos metros para llegar.
La profesora se llamaba Cecilia Ordóñez Córdoba, tenía 25 años, estaba afiliada a un sindicato de maestros, trabajaba con niños y niñas de preescolar, y el 20 de noviembre de 2002 salió tarde de una reunión.
—La guerrilla había implantado el toque de queda —me explicará Fernanda Villota, secretaria del cabildo indígena—. Cualquiera en la calle después de las seis era objetivo militar. La profesora Cecilia no llegó a su casa. Al otro día, la gente del pueblo organizó una marcha con banderas blancas, sábanas, camisas, manteles, todo blanco para que no nos dispararan, y salimos a buscarla. Yo tenía entonces siete años. Los niños de la escuela también marchamos, con el uniforme indígena blanco y negro, a por nuestra maestrita. Enseguida la encontramos, colgando de unos arbustos en el barranco. Yo vi que del bolso se le había caído un queso. No lo olvidaré nunca.
Villota tampoco olvida los juegos interrumpidos de su infancia.
—Los niños jugábamos a canicas en la calle y muchas veces salíamos corriendo porque se agarraban a tiros en mitad del pueblo. Nos escondíamos en la chagra detrás del colegio, entre los plátanos y los cafetales. A cada rato mataban.
Elder me lleva a los cultivos de amapolas del otro lado del río. De cada bulbo de esas flores rojas, rosas y violetas extraen medio gramo de látex con el que otros producirán heroína.
—Aquí ya no es territorio inga. En nuestro resguardo no queda ni una amapola, pero alrededor hay harta.
Los ingas son los descendientes de los incas en el extremo norte de su antiguo imperio. Hablan una variante del quechua y tienen un sistema propio de gobierno, justicia, educación, medicina y espiritualidad. En el censo de 2018, unas veinte mil personas del sur de Colombia se declararon ingas. De ellas, unas cuatro mil viven en Aponte, este territorio autónomo de 223 kilómetros cuadrados, departamento de Nariño.
Al caer la tarde volvemos al modesto casco urbano de Aponte. Es un pueblo asentado en una repisa temblorosa de los Andes, atravesado por una grieta que en 2015 se abrió despacio, avanzó durante un kilómetro, se tragó decenas de casas, resquebrajó muchas otras y arruinó la iglesia, el cabildo y la escuela. Ahora solo queda una plazoleta con la iglesia reconstruida y una única vía pavimentada. A partir de aquí se extiende en todas direcciones una maraña de calles de tierra con socavones, que suben y bajan por barrios de casas humildes de una o dos plantas, algunas pintadas con alegría blanca, azul, verde o naranja.
—Acá mandaba la guerrilla, me dice Villota la mañana siguiente.
La secretaria del cabildo tiene 29 años, ojos claros y pómulos marcados, viste pantalones vaqueros, camiseta de rayas y chaqueta deportiva. Pertenece a una generación de jóvenes que consiguieron becas, estudiaron fuera y decidieron volver. Los guerrilleros controlaban las amapolas, su fuente de financiación para combatir al Estado.
—Ellos ponían sus normas y sus castigos —cuenta—. A unos los mandaban a abrir caminos con pico y pala. A muchas mamitas las obligaban a barrer la calle y les colgaban un cartel: «Castigada por pelear», «Castigada por infiel», cualquier cosa.
La guerrilla se ensañó con las mujeres que le salían respondonas, sobre todo con aquellas jóvenes que en los primeros años del siglo XXI impulsaron un movimiento incipiente de autonomía indígena.
—A la profesora Cecilia la mataron por romper el toque de queda… Pero esa fue la excusa —me dirá Maribel Flórez, 42 años, que entonces era alguacila de la guardia indígena y gobernadora suplente del territorio—. Ella participaba en nuestros proyectos de autonomía, eso no le gustaba a la guerrilla. La mataron para asustarnos a todas.
Una generación de ingas jóvenes estaba impulsando una recuperación audaz de su territorio, en contra de los guerrilleros, paramilitares y narcotraficantes. Recibían amenazas de muerte. Caminaban por el pueblo y se imaginaban los últimos minutos de la profesora Cecilia, cómo será que te aparezca un grupo de hombres armados, que te rodeen, te lleven bosque adentro, cómo será que te coloquen en el borde de un barranco mirando al río, que se aparten todos menos uno, cómo será intuir el brazo que se levanta a tu espalda y acerca la pistola a tu nuca.
Las guerrillas llegaron a Aponte a finales de los 80: primero el Ejército de Liberación Nacional (ELN), luego el Ejército de Liberación Popular (ELP) y las Fuerzas Armadas Revolucionarias de Colombia (FARC). Según el Centro Nacional de Memoria Histórica, las FARC y otros grupos de izquierdas mataron a unas 35 000 personas durante el conflicto colombiano. Obligaron a los campesinos a sembrar amapola en las zonas altas y coca en las bajas para producir la heroína y la cocaína con las que se financiaban.
En 2002 comenzó el contraataque paramilitar en esta región: las Autodefensas Unidas de Colombia (AUC) atacaron a las guerrillas y a las comunidades campesinas que consideraban sus cómplices. Estos grupos aplicaban una crueldad extrema: masacres, torturas, expulsiones masivas y 94 000 asesinatos en toda Colombia. Contaron con el apoyo de políticos, jueces y fiscales, la financiación de narcotraficantes y grandes empresarios y un «respaldo sin límites de militares y policías», según una sentencia de 2014. Querían destruir el movimiento social que se extendía guiado por las guerrillas, y controlar la producción de cocaína y heroína.
En abril de 2003, cuando los paramilitares ya controlaban la mayor parte de esta región, dejaron paso al Ejército para una ofensiva de trece días contra las FARC. 1400 personas huyeron y perdieron sus casas, tierras y animales. Era la época en la que la juventud se estaba organizando para expulsar a todos los grupos armados. No tenían más armas que los bastones de madera tallada que representan la autoridad comunitaria y un puñado de ideas claras y poderosas.
Los ingas jóvenes convocaban a los taitas, los hombres mayores dignos de respeto en la cultura quechua, chamanes que oficiaban rituales nocturnos en los que cientos de personas tomaban «el remedio»: el yagé, la ayahuasca, la planta sagrada amazónica con la que se elabora una bebida alucinógena. El yagé provoca vómitos: así uno se purga, dicen los ingas. Y enseguida empiezan las visiones. Los taitas las interpretan como mensajes de la madre tierra para orientar a la comunidad.
Don Querubín Janamejoy dirigía aquellas ceremonias. Es un taita de 62 años, pelo entrecano, cara cobriza, nariz ancha y sonrisa mellada, que habla largo, indiferente a las repreguntas, con el aplomo de quien se sabe autoridad. Me recibe en su austera casa de una planta, en una salita oscura con tres sillones y paredes resquebrajadas, en el mismo borde de la grieta, vestido con la túnica negra tradicional, un sombrero de cuero de ala ancha y un collar de chaquiras: abalorios de colorines que componen el rostro de un tigre. Me aprieta la mano con fuerza.
—¿Cómo está, don Querubín?
—Vivo, gracias a Dios —y se ríe.
Se ríe porque lo han intentado matar media docena de veces y cree que cada uno lleva escrito el día de su muerte. Hasta entonces sigue un principio inga: kausankamalla, mientras sigamos vivos. Mientras sigamos vivos tenemos que dar lo mejor de nosotros para los demás.
—Llegó un momento en que vimos claro que no podíamos seguir plantando amapola, porque la violencia estaba arruinando la comunidad. Pero yo no le echo tanta culpa a los grupos armados… Mire, esto nunca lo digo, pero se lo voy a decir: yo mismo jui el que empezó con la amapola.
De joven trabajó dos años en los cultivos de coca de la Amazonía. En 1986, cuando se hundieron los precios, regresó a Aponte con la idea de la amapola, una planta que tenía éxito en Perú y prometía mucho dinero. Sembró las semillas en sus terrenos y al cabo de un mes ya habían crecido.
—Bien hermosas las planticas, todo retoñado, bien bonito. Fuimos seis amigos con los cuchillos, raspamos los bulbos y aquello chorriaaaba… Recogimos un kilo de goma entre los seis.
La noticia de aquel kilo pionero llegó a la región vecina del Cauca, el departamento colombiano más avanzado en la producción de heroína, y se presentaron en Aponte los primeros compradores. Ofrecieron mucho dinero por los terrenos y buenos sueldos para quienes quisieran trabajarlos.
—Todo el mundo empezó a echar semilla de amapola desde la montaña hasta el río, se propagó rapidito. Incluso en los patios de las casas se plantaba parejo .
Los ingas arrancaron huertas, frutales, prados y bosques para convertirlos en campos de amapolas, más campos y más campos de amapolas por los que enseguida sobrevoló una sombra.
—Las guerrillas incentivaron la amapola, pero la amapola ya la habíamos comenzado nosotros. Primero llegaron los elenos [el ELN]. Nos ayudaron a construir la escuela, el acueducto, algunas obras. Así se ganaron a la gente.
Los guerrilleros convencieron a varios líderes, incluido Janamejoy, para que asistieran a una asamblea de indígenas en el Cauca.
—Entramos a un salón grandísimo y vi unos cuadros en las paredes: Jesucristo; luego, Simón Bolívar; y luego todos los mártires de la guerrilla. Yo me quedé sorprendido: pero nooo, dónde estamos metidos —se ríe—. Vinieron representantes indígenas del Cauca, de Nariño, del Putumayo, de Caquetá, habíamos como más de mil personas allá. El comandante de los elenos nos dio una charla: ustedes no se van a asustar, ya conocen nuestras organizaciones y cómo trabajamos en sus territorios, nosotros queremos luchar por las comunidades marginadas por el Estado, que no tienen escuela, que no tienen energía, que no tienen carreteras, que no tienen ayudas para el campo. Nos pareció bien, ¿no?
Janamejoy cuenta que el primer asesinado fue un muchacho de Aponte que estaba prestando el servicio militar. Durante un permiso, los guerrilleros del ELN se presentaron en su casa, le dijeron que debía abandonar el Ejército y unirse a ellos, el chico se negó y lo mataron. Las cosas se pusieron cada vez peor.
—Se jueron los elenos y entraron las FARC. No sé qué se manejaron, pero se jueron unos y vinieron otros, más duros aún, sin ningún conflicto entre ellos.
A mediados de los noventa, los cultivos de amapola abarcaban ya 1800 hectáreas, daban varias cosechas al año y generaban miles de millones de pesos. Las FARC se quedaban con buena parte y pagaban a sus colaboradores con dinero, armas y droga.
El profesor Luis Hernando Carlosama recuerda la época de la amapola como la de la gran deserción: los chicos abandonaban la escuela en masa para trabajar en los campos. Se iban los de quince, los de doce, los de diez, incluso los de ocho años, porque los cultivadores apreciaban las manos pequeñas de los niños, sus deditos adecuados para raspar los bulbos con una cuchilla y recoger su fluido sin dañar la planta.
Carlosama es un hombre de 50 años, facciones cuadradas y fuertes, vestido con la cusma, el traje inga que ahora es el uniforme escolar de profesores y alumnos. Enseña Matemáticas en la Institución Educativa Agropecuaria Bilingüe de Aponte.
—En aquellos años, los jóvenes ganaron mucha plata, pero no tenían ninguna visión para mejorar su vida ni la de la comunidad. Se lo gastaron todo en carros de segunda mano, en equipos de sonido enormes, en armas, en farras... El pueblo se llenó de cantinas y prostíbulos. Hubo muchos ajustes de cuentas, mucha violencia en las casas, alcoholismo, drogadicción, prostitución, muchas madres solteras, muchos niños dejados a los abuelos. Esos problemas llegaban a la escuela y se hacía realmente duro.
Los estudiantes dejaban el colegio por la amapola… y los profesores también.
—En la escuela mi sueldo era de 40 000 pesos al mes. Me fui a la montaña a comprar y vender amapola, y en la primera semana gané 250 000.
Con ese dinero montó un negocio de bebidas alcohólicas.
—Funcionaba muy bien, demasiado bien, empecé a tener problemas de conciencia. Veía a los jóvenes alcoholizados, todo ese desastre, y sentí que estaba patrocinando la destrucción de mi pueblo. Algunos pensamos que era hora de cambiar aquello.
Aponte creció como una aldea del Lejano Oeste: llegaron cientos, llegaron miles, llegaron de repente.
—El pueblo se llenó de gente que no conocíamos, no había ni dónde colocarlos ya —dice don Querubín Janamejoy—. Vinieron a comprar tierras, a plantar amapolas, vinieron los compradores con sus guardaespaldas. Esto jue un escondite de sicarios. Muchos llegaban del Putumayo, del Caquetá, del Cauca, a huir de las cosas que habían hecho allá. Entre ellos había hartos ajustes de cuentas. Buscaban a uno que estaba tomando en la cantina y ahí mismo lo mataban. Algunas noches nos tocaba recoger cuatro o cinco cadáveres. Nosotros decíamos: bueno, esto es limpieza que se hacen entre ellos. Pero los jóvenes indígenas también empezaron a tomar tragos en la cantina. Uno sacaba el arma, tiraba al aire, y entonces la guerrilla decía: a este qué es lo que le pasa. Y lo mataban. Los padres enterraban a los hijos, eso ya no era normal. Vimos que teníamos que cambiar el rumbo, pero ¿cómo? No teníamos ningún poder.
En Aponte no mandaban las autoridades indígenas ni mandaba el Estado. En Aponte mandaban primero las guerrillas y luego los paramilitares. Implantaban toques de queda, ejecutaban a los ladrones, decidían qué vehículos entraban y salían, cobraban impuestos, extorsionaban a los tenderos.
En el año 2000, el Gobierno de Colombia firmó un acuerdo con Estados Unidos para la erradicación forzosa de los cultivos de coca y amapola. Así se presentó el Estado en Aponte: en forma de avionetas que fumigaban los campos con glifosato. Qué rápido se morían las plantas, me dirán varios vecinos, cómo se quedaban los campos secos y amarillos, cómo se perdían las plantaciones de granadillos y aguacates, porque las avionetas no discriminban: los campos de amapolas y los cafetales y las chagras y los potreros y hasta la gente de los ranchos fumigaban. Les daba igual.
Un poco más tarde irrumpieron los agentes de la Policía antinarcótica, que arrancaban a mano los cultivos de amapola que se habían librado de las avionetas.
—Vinieron a echar machete a los campos. Y de paso lo que encontraban se lo robaban: comida, ropa, botas, televisores, hasta un marrano que mataron y pelaron. Luego todo lo iban quemando. Nosotros estábamos organizados, los compañeros corrrrían a avisar de una vereda a otra, nos reunimos y nos juimos adonde los policías. Vimos que se llevaban gente detenida y no los dejamos. Les redondeamos el camión. Les dijimos que esto era territorio de autoridad indígena y que no se podían llevar a la gente como quisieran. Nos respondieron que nosotros plantábamos amapola, que éramos amigos de los narcos y los guerrilleros. Y nosotros pues que no teníamos recursos ni manutención ni escuela ni nada, que el Estado no nos ponía la mirada, y que la amapola era la única manera de conseguir plata.
LA REVOLUCIÓN DE LOS WUASIKAMAS
Hernando Chindoy me cita, antes de mi viaje a las montañas de Aponte, en una plaza muy concurrida de Bogotá. Tiene 48 años, fue el gobernador indígena que desafió a narcos, guerrilleros y paramilitares, y por eso me sorprende su aire de fragilidad: es un hombre pequeño con rasgos infantiles, de pelo negro espeso, ojos que se le achinan cada vez que sonríe, al tiempo que se le marcan surcos en las mejillas. Pienso fragilidad, probablemente sea cansancio acumulado.
—Los ingas vivíamos secuestrados en nuestra propia casa —dice—. Teníamos a las guerrillas mandando en nuestro territorio; luego llegaron los paramilitares; el mismo Ejército y la misma Policía entraban y violentaban nuestros derechos…
A finales de los noventa, en la época pujante de la amapola, Chindoy estudiaba Derecho y Ciencias Políticas en la ciudad de Pasto. No terminó la carrera, porque pasaba apuros para reunir el dinero necesario. Pero a partir de 1998, con 22 años y una buena base jurídica, viajó por Colombia asesorando a comunidades indígenas en la preparación de sus planes integrales de vida: una especie de constituciones, con sus principios y sus políticas para un desarrollo autónomo.
—Siempre me interesó la dignidad de los pueblos que mantienen su cuidado del territorio, su cultura, su espiritualidad, su idioma. Los ingas de Aponte vivíamos una situación terrible y yo tenía claro que para salir de ahí necesitábamos una identidad fuerte. Por eso me fui también al Amazonas, para aprender los conocimientos de los taitas.
Al cabo de un par de años regresó a Aponte. Desde joven había ocupado cargos públicos en el cabildo —había sido fiscal, secretario, tesorero— y los líderes comunitarios de aquella época lo vieron regresar con experiencia y nuevas ideas. En diciembre de 2002, la asamblea de Aponte nombró gobernador a Hernando Chindoy. Tenía 26 años y un objetivo.
—Recuperar nuestro territorio.
Para eso viajó a Bogotá todos los meses, a reunirse con funcionarios del Ministerio del Interior y del Instituto Colombiano de la Reforma Agraria. Obtuvieron un primer triunfo legal: el 22 de julio de 2003, el Estado colombiano aprobó la constitución del resguardo indígena de Aponte, con sus 22 349 hectáreas de propiedad colectiva de los ingas y sus instituciones autónomas.
Chindoy se rodeó de jóvenes que basaron su revolución en el saber de los ancianos. Una madrugada se reunieron cuatrocientas personas para tomar el yagé, guiados por cuatro taitas. Les preguntaron qué camino debía seguir el pueblo inga. El taita Ferlinto Piaguaje dijo que la vida dependía del territorio. Que no podían seguir tumbando bosques para plantar amapolas, porque sin bosques el territorio se reseca. Ya todos veían que los ríos bajaban con muy poco caudal y pronto no iban a tener agua para cultivar alimentos, que debían cuidar la madre tierra. Y que a partir de ahí encontrarían de nuevo la armonía y la paz.
Ese discurso tradicional coincidía con el discurso moderno sobre la sostenibilidad ambiental. El cabildo presidido por Chindoy adoptó medidas fuertes: establecieron una reserva natural de 17 500 hectáreas (el 80 por ciento de su territorio) para preservar montañas, bosques, tres páramos, dieciocho lagunas y las cabeceras de los ríos. El otro 20 por ciento lo dedicarían a la agricultura y la ganadería. Y aquí dieron el paso más arriesgado: erradicar la amapola. Esos cultivos ilegales constituían la principal fuente de ingresos para las familias de Aponte, pero la mayoría estaba harta de la tiranía de los grupos armados, de los tiroteos, los asesinatos, el alcoholismo, la drogadicción, de ese pozo negro que se estaba tragando a una generación de jóvenes. A las pocas familias que se opusieron al plan, el cabildo les compró los cultivos para sustituirlos por otros. Los agricultores perdieron muchos ingresos, pero Chindoy está especialmente orgulloso de que en Aponte nadie haya vuelto a plantar una amapola.
—Y eso es porque tenemos nuestro gobierno propio, nuestra economía, nuestra cultura, nuestra educación, nuestra salud, nuestra justicia; tenemos una conciencia fuerte de comunidad, nosotros decidimos ahora nuestro camino y no queremos que vengan otros a mandar en nuestra casa. Eso nuestra gente lo sabe: si volvemos a la amapola, vuelven los grupos armados y vuelve el horror.
En una de sus primeras asambleas tras la creación del resguardo indígena, en julio de 2003, el nuevo gobierno local hizo un movimiento arriesgado hacia la libertad.
—Comunicamos a los grupos armados que las autoridades del territorio éramos nosotros y les dábamos ocho días para marcharse. Fue un momento muy tenso. Enseguida llegaron las amenazas: la guerrilla y los paramilitares nos consideraron objetivo militar a todos los miembros del cabildo indígena.
Organizaron mingas, grupos de trabajo comunitario, y empezaron a arrancar amapolas a machetazos ante la mirada atónita de los guerrilleros. Un par de años después ya no había amapolas ni guerrilleros ni paramilitares.
—¿Cómo pueden unos campesinos desarmados echar de su territorio a guerrillas y paramilitares?
—Con las ideas claras y con la unión —responde Chindoy—. Lo hacíamos todo en grupo: en mingas de pensamiento para escribir nuestro mandato integral de vida, en mingas de trabajo para erradicar las amapolas… Pero sobre todo las familias, las familias nos cuidábamos mucho unas a otras, estábamos atentos por si el vecino tenía un problema. Si llegaba un ataque de los grupos armados, salían todas las familias a defendernos y a echar a los agresores. El cuidado fue la clave. Y la espiritualidad: nos reunimos a tomar el yagé, escuchamos a los taitas, hablamos a través de las plantas, y la madre tierra nos escucha y nos protege. Esa es nuestra creencia.
Chindoy sorbe un poco de té, se queda un rato en silencio.
—A mí la reacción de la comunidad me salvó dos veces la vida.
Voy entendiendo por qué Chindoy me ha citado en Bogotá. Acaba de volver de una estancia de varios meses en Europa, me ha citado en una plaza concurrida de la capital colombiana, me ha presentado a su guardaespaldas y hemos buscado un rincón en el fondo de un bar. Chindoy y yo hablamos en una mesa, el guardaespaldas se queda en la otra vigilando la entrada.
Cada vez que Colombia da un paso hacia la paz, grupos armados responden con baños de sangre para reafirmar su poder. En 2011 se aprobó una ley para reparar a las víctimas del conflicto y devolver las tierras a las personas desplazadas por la violencia, una iniciativa que chocaba con los intereses de terratenientes usurpadores, narcotraficantes, explotadores ilegales de bosques, minas y demás recursos naturales… Ese mismo año se recrudecieron los ataques. Los sicarios asesinaron a 45 líderes sociales, incluidos diecinueve indígenas, que reclamaban los derechos de sus comunidades.
—Íbamos a la Policía a denunciar y a pedir protección —dice Chindoy—. Y luego nos enteramos de que el comandante avisaba a los paramilitares.
A las seis de la tarde del 25 de diciembre de 2011, Chindoy charlaba en la calle con un amigo. Dos jóvenes desconocidos se le acercaron caminando rápido, se echaron la mano a la cintura, a Chindoy se le encendieron las alarmas y en cuanto vio asomar las pistolas entró corriendo a la casa de su amigo, oyó un disparo, corrió por el pasillo, otro disparo, entró en una habitación del fondo, salió por la parte trasera de la casa, otro disparo, y corrió por el monte hasta ponerse a salvo. Los vecinos salieron rápido de sus casas y se lanzaron a por los agresores. Los persiguieron hasta bien entrada la noche, pero no dieron con ellos.
La comunidad ya había salvado a Chindoy unos meses antes: un grupo de paramilitares lo sacó del cabildo para llevárselo y asesinarlo en algún barranco, pero los vecinos se pasaron la alerta a gritos, llegaron corriendo desde todas partes del pueblo con hachas y machetes, rodearon a los paramilitares y no los dejaron marchar hasta que liberaron a Chindoy.
—Con el atentado de los sicarios ya me quebré. Sobreviví de milagro y sentí que no podía más.
Salió de Aponte con la ayuda de un programa estatal de protección de líderes sociales amenazados, y fue cambiando de residencia por varias regiones.
—Pero yo ya no puedo estar seguro en ninguna parte. Se mueven por toda Colombia y nunca me perdonarán.
Me sirven una sopa de carne y yuca. La madre se queda en un rincón de la cocina en penumbra y llora en silencio; el padre se aguanta las lágrimas en la mesa y dice que es una injusticia que su hijo Hernando tenga que vivir en el exilio, que llevan cinco o seis años sin verlo, que si viene hay algunos esperándolo y le quemarán el carro, que si yo hablo otra vez con él por favor le diga que su papá y su mamá se mueren de ganas de abrazarlo, y rompe a llorar. Los padres de Hernando Chindoy son campesinos ancianos, cansados, dos rostros de cuero agrietado. Viven en una casita arriba en la montaña, a la que se llega por una trocha empinada, y tienen una panorámica espectacular del atardecer que tiñe de naranja Aponte, donde falta su hijo.
Luis Alberto Chindoy, el hermano pequeño, me acompaña de vuelta al pueblo. Recorremos una calle flanqueada por muros derruidos y solares abandonados: es la zona más afectada por la grieta que se abrió en 2015. Luis Alberto va señalando una geografía invisible del horror: «Acá estaba la casa con el surtidor de gasolina, una noche los paramilitares sacaron al propietario, lo acusaron de colaborar con los guerrilleros porque les servía gasolina, y lo mataron a tiros»; «a esa casita ahora en ruinas llegó un paramilitar herido, se derrumbó en el patio, nadie se atrevió a socorrerlo y murió desangrado. Y en ese hueco estaba la casa donde los sicarios dispararon a Hernando».
Aquí la tierra se hundió centímetro a centímetro hasta abrir una hondonada de cinco o seis metros de profundidad y un kilómetro de largo. No hubo muertes, porque fue muy lento, pero se quebraron las casas de cuatrocientas familias, la iglesia, el cabildo, la escuela de primaria, el acueducto y el alcantarillado. «Se agrietó el centro del casco urbano, justo la parte donde los grupos armados mataron a tanta gente, el suelo se hundió justo en esas calles, como si la tierra necesitara tragarse toda esa sangre y lavarse», me dice Hernando Chindoy en la cafetería de Bogotá. Los técnicos ya escogieron un terreno más seguro para levantar un pueblo nuevo, ya dibujaron los planos, pero no ha llegado ni un peso para construirlo.
—Nosotros intentamos levantarnos pero el Estado nos ignora —me dice Hernando Chindoy.
Para recorrer los ochenta kilómetros de Aponte a Pasto, capital de Nariño, los vehículos tardan cuatro o cinco horas a través de unas pistas terribles, interrumpidas a menudo por los derrumbes. A los productores de café, frutas y truchas les cuesta horrores sacar su mercancía. El centro médico es precario. Cientos de vecinos siguen hacinados en albergues provisionales. Los alumnos se apelotonan en una escuela diminuta. Muchos jóvenes emigran para buscarse la vida en las ciudades.
Al Estado le convendría que las comunidades indígenas fueran prósperas. «Los narcotraficantes no se asientan en comunidades fuertes con una economía sana, sino en las más vulnerables, donde pueden infiltrarse en el tejido social y controlar el territorio», explican los informes de las Naciones Unidas sobre la sustitución de cultivos ilícitos en Colombia. Es el mayor productor mundial de cocaína y las cifras crecen a toda velocidad: si en 2012 se cultivaban 48 000 hectáreas de coca, en 2023 alcanzaron las 253 000 (que dan para producir unas 2664 toneladas de cocaína). Y los cultivos se concentran de manera extraordinaria en los resguardos indígenas y afros. «Si las comunidades indígenas no tienen otros recursos, ninguna política antidrogas funcionará: volverán a la coca y la amapola», explicó Guillermo García, jefe de Desarrollo Alternativo de la Oficina de las Naciones Unidas contra la Droga y el Delito, en declaraciones a La Silla Vacía.
—Las bandas criminales nos han seguido presionando todos estos años para regresar a los ilícitos —dice Hernando Chindoy—, nos amenazan, nos atacan, pero nadie ha vuelto a plantar una amapola. Es nuestro mayor orgullo. Esa resistencia ya es parte de nuestra vida.
En 2016, el Gobierno colombiano y las FARC firmaron un acuerdo de paz que incluía, entre otros puntos, una reforma rural y la erradicación de los cultivos de coca y amapola. Las FARC se retiraron de muchos territorios a los que no llegó el Estado, de modo que el vacío lo ocuparon bandas criminales al servicio de narcotraficantes y explotadores de recursos naturales. Según la Defensoría del Pueblo, entre 2016 y lo que llevamos de 2025 han sido asesinados alrededor de 1500 líderes sociales. Las víctimas eran reclamantes de tierras, impulsores de la sustitución de cultivos ilícitos, autoridades de resguardos indígenas, defensores de espacios naturales protegidos, luchadores por los derechos humanos. En un país que empezaba a desmovilizarse tras un conflicto de seis décadas, miles de antiguos combatientes ofrecían sus servicios al mejor postor. «Por cien dólares podías contratar a un asesino a sueldo», explicó Michel Forst, relator especial de las Naciones Unidas en 2018. En su informe afirmó que el 95 por ciento de los asesinatos de líderes sociales queda impune.
El departamento de Nariño, al que pertenece Aponte, es uno de los mayores productores de coca y uno de los que siguen sufriendo la peor violencia: el ELN y varios grupos disidentes de las FARC combaten entre ellos, contra el Ejército y contra la población civil que se atreva a resistirse. Todos los años se cuentan muertos y desaparecidos por docenas. Según el Comité Internacional de la Cruz Roja, solo en 2023 más de veinte mil personas abandonaron sus hogares en Nariño.
Ahora el taita don Querubín Janamejoy representa a los ingas de Aponte ante los organismos públicos que atienden a las víctimas, les devuelven sus tierras y persiguen a los agresores. Los ingas denuncian, los agresores responden.
—Por suerte estábamos toda la familia en el piso de abajo —recuerda— porque la bomba pegó en el piso de arriba y lo voló enterito. Nos cayeron escombros pero no nos pasó nada grave. Ahí ya la UNP me sacó del territorio.
La Unidad Nacional de Protección (UNP), encargada de velar por los amenazados, le buscó un alojamiento discreto en Pasto y allí pasó varios meses. Volvía a Aponte cada dos o tres semanas para asistir a las reuniones de las autoridades o dirigir las ceremonias del yagé. Cuando regresó de manera permanente, le asignaron guardaespaldas. Siguió sufriendo ataques: le tendieron una emboscada a tiros mientras viajaba en moto, le lanzaron otro bombazo contra la casa, asaltaron otro edificio en el que pensaban encontrarlo y golpearon a su nuera hasta dejarla en coma. Me muestra una de tantas hojas que le deslizan bajo la puerta: amenazas escritas a mano, con calaveras pintarrajeadas: «Si uste no sale de su pueblo tendra muerte. Por el momento chucho queda arbertido» [sic].
—Hay muchas personas que me quieren matar, pero mientras Dios quiera que yo siga vivo, no me voy a morir así me descuarticen.
Después de abandonar Aponte para que no lo mataran, Hernando Chindoy consiguió el apoyo de universidades colombianas, británicas y suizas para crear el proyecto Wuasikamas: una alianza entre indígenas y campesinos de todo el planeta para abordar retos globales.
—Por ejemplo, la biodiversidad se ha preservado mucho mejor en las zonas donde viven pueblos indígenas, pero luego no participamos en los organismos mundiales. Tenemos experiencias que serían muy útiles. Nosotros frenamos la explotación catastrófica del territorio, expulsamos a los grupos armados, pusimos en marcha una economía justa y sostenible. Y por todo eso qué recibimos: atentados nada más. Nosotros cumplimos con el Estado; el Estado no cumple con nosotros.
Si los ingas quieren prosperar, Chindoy opina que deben prepararse para los nuevos contextos.
—Los bonos de carbono, por ejemplo.
Para compensar sus emisiones de dióxido de carbono, grandes empresas pagan a comunidades indígenas por el mantenimiento de los bosques que retienen ese gas de efecto invernadero. Es un mercado goloso para la corrupción: en el propio departamento de Nariño se dio el caso del resguardo indígena de Cumbal, cuyos líderes habían vendido bonos de carbono a la petrolera estadounidense Chevron sin que sus habitantes supieran adónde había ido el dinero.
—Debemos formarnos para negociar bien, para conseguir acuerdos que beneficien a todos, para que no entren actores externos con capacidad para corromper y dividir la comunidad —dice Chindoy—. Nosotros defendemos nuestra cultura ancestral, pero solo sobreviviremos si sabemos adaptarnos.
En Aponte, una parte de la juventud inga apuesta por cultivar café o criar ganado, aunque las dificultades son enormes en estas montañas remotas y muchos se marchan: los hombres, a trabajar en la construcción; y las mujeres, en el servicio doméstico. También emigran a los campos de coca y amapola en otras zonas de Nariño y el Putumayo. Ahí ganan mucho más dinero. Y a veces se lo reprochan al taita don Querubín Janamejoy.
—Algunos jóvenes me dicen: pero por qué ustedes abandonaron la amapola, con eso se ganaba harta plata, ahora estuviéramos bien… Y yo les digo: ustedes con la amapola estuvieran bien o seguramente no estuvieran, porque les hubieran matado al papá o a la mamá antes de nacer ustedes, o los hubieran matado a ustedes mismos. ¿Qué es más importante, los cultivos o la vida? Pero no sé si lo tienen claro. Yo no sé si empezaremos de nuevo la misma historia.
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