Sostenibilidad Nº 695 Ciencia y tecnología
El clamor de la creación

Sostenibilidad Nº 695 Ciencia y tecnología
Diez profesores de la Universidad de Navarra reflexionan sobre la segunda encíclica del Papa Francisco y apuntan algunas soluciones para afrontar los actuales desafíos medioambientales.
«Alabado seas, mi Señor». Esta inicial referencia al Cántico de las criaturas de San Francisco de Asís sitúa a la encíclica Laudato si’ en el ámbito profano y sagrado de una casa común que hemos de respetar y cultivar. Desde hace años, el magisterio de la Iglesia reclama una «conversión ecológica», junto a cientos de voces libres, urgiendo a encontrar las condiciones morales de una auténtica ecología humana.
El Papa Francisco advierte de los peligros de la cultura del descarte. Ya no vale el espiritualismo de quien piensa que todas estas vicisitudes no afectan para nada a su vida cristiana. La «esperanza de la tecnología», ligada a las finanzas de alcance mundial, crea un mundo en el que todo está interconectado y no existen refugios a salvo de la contaminación. Por ello, la solidaridad no es un lujo: es una necesidad.
De hecho, vivimos abocados a esa galaxia social que denominaré «la era de la desconexión». Durante siglos, nos hemos relacionado en el marco del medioambiente. Actualmente, no solo nos hemos desconectado de ese entorno amigable, sino que casi todos nuestros intercambios con otras personas se realizan por internet o por móvil. El afecto, que ha de contar con el rostro y la corporalidad, queda sustituido por conexiones que desembocan en el anonimato. Se extiende así una sensación de soledad, de aislamiento. Esta frialdad influye también negativamente en la educación, cuando el abuso de tecnologías informáticas conduce a algo tan grave como prescindir de la comunicación personal con los maestros, los compañeros y los libros. Además, como dice el poeta T. S. Eliot en Cuatro cuartetos, una distracción nos distrae de otras, con el riesgo añadido de que las dinámicas de los medios del mundo digital no favorecen la capacidad de vivir sabiamente, de reflexionar en profundidad, de amar con generosidad.
«La cultura ecológica [§ 111] no se puede reducir a una serie de respuestas urgentes y parciales [...] en torno a la degradación del medioambiente […]. Buscar solo un remedio técnico […] es aislar cosas que en la realidad están entrelazadas y esconder los verdaderos y más profundos problemas del sistema mundial». Mientras no consigamos superar el paradigma tecnocrático reinante, no será posible abordar con amplitud y radicalidad esta grave cuestión. Se hace urgente y necesaria una auténtica revolución cultural, en la que se advierta que la supremacía de la técnica sobre la ética equivale al dominio de la materia sobre el espíritu. Todas las personas despiertas y conscientes, y especialmente los cristianos, deben proteger sobre todo al ser humano contra la destrucción de sí mismo.
Ahora que los desiertos exteriores se multiplican en el mundo, es en buena parte porque se han extendido los desiertos interiores. El amor personal requiere practicar un realismo esperanzado: un pensar meditativo que se abre agradecidamente a lo real. La filosofía y la poesía han reconocido, desde Platón al menos, que para entender y proteger al ser humano no basta la fría inspección: es necesaria la contemplación amorosa, un acercamiento a la persona querida que sea cognoscitivo y volitivo a un tiempo. Emerge, así, la necesidad imperiosa del cuidado, de un amor cuidadoso que se interesa por la vida del otro, porque lo considera único y parte indispensable de la propia vida.
Alejandro Llano, catedrático emérito de Filosofía de la Universidad de Navarra.
Laudato si’, su contenido y su nítida llamada a proteger el medioambiente —nuestra casa común—, se relaciona directamente con el derecho ambiental. Es decir, con el conjunto de principios y normas jurídicas que ordenan aquellas actividades humanas que provocan (o son susceptibles de provocar) un efecto negativo sobre la naturaleza.
La encíclica bien pudiera utilizarse como manual universitario de derecho ambiental, ya que describe todos los problemas ambientales actuales y la necesaria solución que debe abordarse desde una «ecología integral». Esta debe orientar la política y el derecho a través de las técnicas legales que cita la propia carta del Papa (evaluación ambiental, intervención pública, autorización y sanción incluso), de los derechos de información y de la participación ambiental. De todos ellos somos titulares los ciudadanos y los poderes públicos, obligados a defender el interés colectivo y a cumplir los principios del derecho ambiental (precaución; pensamiento global, actuación local; irregresividad, etcétera) que deben orientar las políticas de cada Estado en la protección del entorno natural.
En buena medida, el derecho va por detrás de la realidad. La profusa normativa internacional, pero también europea y nacional, está relacionada con la toma de conciencia del deterioro de la casa común y la necesidad de una solución. Ahora bien, las leyes por sí solas no solucionan los problemas, de modo que las normas sancionadoras —e incluso penales— no van a corregir comportamientos que perjudiquen el medioambiente porque, como señala Francisco, «cuando la cultura se corrompe y ya no se reconoce verdad objetiva alguna o unos principios universalmente válidos, las leyes solo se entenderán como imposiciones arbitrarias y como obstáculos a evitar.» [§ 123]
El concepto del hombre, de la técnica y del medioambiente determina en buena medida las políticas y las leyes, y se puede pasar del modelo antropocéntrico y tecnocrático dominante a otro biologicista, que esconda una errónea equiparación de la dignidad humana con la de un animal. Ninguno de ambos modelos es, evidentemente, la solución. El Papa propone una «ecología integral», en la que el hombre conoce y asume su dependencia e interdependencia con el resto de la naturaleza, y en la que ejerce su misión de administrador responsable. Francisco apunta que «no hay una ecología sin una adecuada antropología.» [§ 118]
La necesidad de su efectiva implementación y el cumplimiento convencido por parte de todos los actores —desde los estados al resto de sectores sociales— se nos presentan como el talón de Aquiles del derecho ambiental. Sin ahorrar críticas a la actual normativa, la encíclica alude a su carácter imprescindible y, sobre todo, envía un mensaje de esperanza: «La humanidad tiene aún la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común [§ 13] […] el ser humano es todavía capaz de intervenir positivamente [§ 58] […] no todo está perdido, porque los seres humanos, capaces de degradarse hasta el extremo, pueden también superarse, volver a elegir el bien y regenerarse [§ 205]». Por el bien de las generaciones futuras —poseedoras, en definitiva, del derecho a un desarrollo sostenible—, ojalá que así suceda.
Ángel Ruiz de Apodaca, profesor titular de Derecho Administrativo de la Universidad de Navarra.
La encíclica Laudato si’ plantea la cuestión ambiental con una mirada en busca de Dios y de la humanidad. El medioambiente no se considera un tema aislado, simplemente porque la realidad no es así: «Todo está conectado» [§ 16]. La tierra en cuyo seno y de cuyos bienes vivimos es madre y hermana [§ 1], lugar y ocasión de la vocación a la fraternidad universal [§ 11, § 228], y obra y don de Dios. «Nosotros mismos somos tierra» [§ 2], asegura el Papa. Al crear así la realidad, Dios establece dos deberes morales inseparables: el de cuidarla y el de distribuir sus dones con justicia.
Sin embargo, el modo de vida dominante en los países ricos daña gravemente la casa de todos [§ 50]. Las heridas que provoca esta doble injusticia —contra el planeta y los pobres— nacen de un mismo mal: rechazar que la naturaleza es una instancia situada por encima de nosotros. Lo recuerda Francisco citando a Benedicto XVI: «El hombre no se crea a sí mismo. Es espíritu y voluntad, pero también naturaleza» [§ 6]. Tanto la naturaleza ambiental como la que vive en cada ser humano demandan consideración. La «cultura de la vida» [§ 213], que defiende en particular las vidas humanas más frágiles, reclama del cristiano respeto ambiental y solidaridad [§ 140].
La cuestión ambiental es, así, decisiva también para el cristiano: «Algunos cristianos comprometidos y orantes [...] suelen burlarse de las preocupaciones por el medioambiente. Otros son pasivos, no se deciden a cambiar sus hábitos y se vuelven incoherentes. Les hace falta entonces una conversión ecológica, que implica dejar brotar todas las consecuencias de su encuentro con Jesucristo en las relaciones con el mundo que los rodea. Vivir la vocación de ser protectores de la obra de Dios es parte esencial de una existencia virtuosa, no consiste en algo opcional ni en un aspecto secundario de la experiencia cristiana» [§ 217].
¿Es posible reconciliarse desde el seno de una sociedad en la que anida la injusticia? Francisco propone cambiar el estilo de vida. Tanto con pequeños gestos cotidianos como edificando una cultura del cuidado [§ 231]. Ante el fracaso del mundo y del corazón que degrada la Tierra y excluye a sus iguales, el Papa nos invita a educarnos en una «austeridad responsable», en «la contemplación agradecida del mundo» y en «el cuidado de la fragilidad de los pobres y del ambiente» [§ 214]. La conversión a la felicidad requiere mirar mejor [§ 114, § 158], «valorar cada persona y cada cosa», saber «gozar con lo más simple» y «limitar algunas necesidades que nos atontan» [§ 223]. Vivir mejor con menos porque «menos es más» [§ 222] para quien aprende a contemplar. En este punto, Francisco dirige la mirada a Jesús: «Él sí que estaba plenamente presente ante cada ser humano y ante cada criatura, y así nos mostró un camino para superar la ansiedad enfermiza que nos vuelve superficiales, agresivos y consumistas desenfrenados» [§ 226].
Se trata, en definitiva, de recuperar «los distintos niveles del equilibrio ecológico: el interno con uno mismo, el solidario con los demás, el natural con todos los seres vivos, el espiritual con Dios [§ 210]». Volviendo al principio, «todo está conectado, y eso nos invita a madurar una espiritualidad de la solidaridad global que brota del misterio de la Trinidad [§ 240]».
Jordi Puig, profesor adjunto de Biología Ambiental de la Universidad de Navarra.
La encíclica Laudato si’ proporciona luz para pensar y actuar, en relación con los problemas del medioambiente y del hombre, en los diferentes ámbitos profesionales, pero también en el personal. El apartado «La ecología de la vida cotidiana» [§ 147-155] destaca la relación entre la arquitectura y el desarrollo humano.
¿Cómo impulsar desde esta disciplina el cambio que necesitamos? El primer reto al que nos enfrentamos es disminuir el impacto en el medioambiente de los edificios y la ciudad. El Banco Interamericano de Desarrollo estima que, en 2050, el 70 por ciento de la población mundial vivirá en ciudades. Las aglomeraciones urbanas suponen hoy el 1 por ciento de la ocupación del territorio, consumen el 75 por ciento de la energía y producen el 80 por ciento de las emisiones de gases invernadero.
Algunas de las medidas que se plantean requieren disminuir el consumo de energía y las emisiones en los edificios. De hecho, la Unión Europea ha establecido para 2020 nuevos estándares de emisiones —cercanos a cero— en las nuevas construcciones. En la práctica supone limitar el consumo de energía y cubrir la demanda resultante con energías renovables o reducir el consumo de materiales y la producción de residuos (mediante el reciclaje, la reutilización y el empleo de materiales ecológicos). También optimizar el consumo de agua (por ejemplo, recogiendo el agua de lluvia en las cubiertas de los edificios para destinarlo al riego de zonas verdes o descargas de inodoros, así como el uso de grifos aireadores); garantizar el acceso al agua potable, especialmente en los países en desarrollo; minimizar el consumo de suelo natural destinado a construcción (potenciar la ciudad intensiva frente a la extensiva) y crear zonas verdes junto a los edificios. Por último, disminuir el transporte que requiera consumo de energía y produzca emisiones de CO2 (mejora de la eficiencia del transporte público, compartir vehículos, itinerarios peatonales y/o para bicicletas), así como mantener la biodiversidad.
El segundo reto es responder a las necesidades del hombre en relación con el diseño de la ciudad y de sus edificios. Algunas ideas en las que trabajar son: acceso universal y efectivo a la vivienda como uno de los derechos fundamentales; diseño residencial que garantice un programa mínimo con límites entre lo público y lo privado con una superficie adecuada al tamaño familiar; diseño para la población vulnerable (ancianos, niños, personas con discapacidades); calidad de vida y cohesión social —diseño del espacio que fomente la dignidad de las personas, la familia y la relación con la sociedad—; lucha contra la pobreza (también la pobreza energética que sufren familias que no pueden pagar los suministros de su vivienda); y, por supuesto, un cambio de estilo de vida, al que el Papa Francisco alude en la encíclica. Todo esto nos debe llevar a un consumo responsable y austero, tanto en el uso de los edificios como en los productos que utilizamos.
Si «la humanidad aún posee la capacidad de colaborar para construir nuestra casa común» [§ 13], corresponde a cada uno de nosotros reflexionar, en nuestro ámbito profesional y personal, sobre cómo podemos ser partícipes de este cambio que el mundo actual reclama.
Ana Sánchez-Ostiz, directora del Máster de Diseño y Gestión Ambiental de Edificios de la Universidad de Navarra.
En su libro Jesús de Nazaret, Benedicto XVI escribe: «La irredención del mundo consiste precisamente en la ilegibilidad de la creación, en la irreconocibilidad de la verdad». La naturaleza se nos presenta como un «otro», como un don que nos supera y despierta preguntas sobre nuestro sentido más íntimo. Cuanto más avanzamos en el diálogo con la naturaleza, el cosmos se nos revela como una alteridad preñada de significado, pero a menudo oscuro e indescifrable, «ilegible».
El Papa Francisco aborda este problema en su encíclica cuando propone que la espiritualidad cristiana, si ha de renovar la humanidad, debe establecer una «sana relación con lo creado» para avanzar en la «reconciliación con la creación». Aún más, nos recuerda una conclusión fundamental de nuestro diálogo con la naturaleza: el universo todavía camina hacia su perfección última, porque Dios «de algún modo, quiso limitarse a sí mismo al crear un mundo necesitado de desarrollo» [§ 80]. Esto significa que la creación sigue en marcha, está haciéndose. De hecho, para Francisco, la presencia divina en el mundo no es otra cosa que «la continuación de la acción creadora».
Lo fascinante de un universo en desarrollo es que hace posible la existencia de futuro y de promesas, elementos centrales de la enseñanza cristiana: «El fin de la marcha del universo está en la plenitud de Dios, que ya ha sido alcanzada por Cristo resucitado, eje de la maduración universal» [§ 83]. En ese camino —y esto es lo central del mensaje de Francisco— «todas las criaturas avanzan, junto con nosotros y a través de nosotros, hacia el término común, que es Dios, en una plenitud trascendente [...]». Así entendido, el marco conceptual supera la «cuestión medioambiental»: el ser humano puede colaborar a embellecer la creación porque «está llamado a reconducir todas las criaturas a su Creador». Y únicamente en un universo que está en camino podemos cooperar con la acción creadora.
En este contexto, el Papa llama a todos a una conversión ecológica que ha de «llevar al creyente a desarrollar su creatividad y su entusiasmo, para resolver los dramas del mundo» [§ 220]. Esta actuación humana no es, en el fondo, otra cosa que el trabajo, que «tiene detrás una idea sobre la relación que el ser humano puede o debe establecer con lo otro de sí» [§ 125]. De este modo, la actividad profesional se convierte precisamente en el camino para restablecer nuestra relación con la naturaleza y colaborar a llevar el cosmos a su plenitud. Por eso, «estamos llamados al trabajo desde nuestra creación» [§ 128]. Podemos poner esfuerzo, creatividad y entusiasmo para que nuestra labor diaria coopere realmente a alimentar la esperanza de que este mundo físico —tantas veces ilegible— cobrará sentido. Este es el llamamiento central de Francisco a todos los hombres y mujeres de buena voluntad: buscar, con nuestro esfuerzo y nuestras acciones ordinarias, una nueva relación con la naturaleza y así contribuir a que el cosmos avance hacia su culmen. De este modo, «al final nos encontraremos cara a cara frente a la infinita belleza de Dios (Cfr. 1 Corintios 13, 12) y podremos leer con feliz admiración el misterio del universo, que participará con nosotros de la plenitud sin fin» [§ 243].
Javier Novo, catedrático de Genética de la Universidad de Navarra.
Es evidente que algunas empresas han tenido mucho que ver en la creación de los problemas ecológicos actuales. Entre ellos, la contaminación en sus múltiples formas, el mal uso de los residuos y la falta de previsión en la eliminación de embalajes y productos obsoletos y su posible reciclado, el olvido de la «ecología humana» en la organización del trabajo, la explotación abusiva de recursos naturales, cierto despojo de las poblaciones indígenas afectadas por industrias extractivas y la destrucción de biodiversidad.
En la solución de estos problemas, la empresa ha de tener también un gran protagonismo. De hecho, un creciente número va asumiendo sus responsabilidades ecológicas, y está tomando decisiones más respetuosas con el medioambiente. Una reacción empresarial más vigorosa puede venir de leyes más exigentes, de la presión ciudadana, pero también de cambios internos en las empresas. Fijándonos en estos últimos destacaríamos los siguientes:
a) Asumir plenamente la sostenibilidad, sustituyendo una visión cortoplacista por otra que incluya una mayor sensibilidad ecológica en el impacto de sus actividades, así como sus consecuencias en el tiempo. Esto implica que la sostenibilidad impregne toda la actividad empresarial.
b) Buscar el enfoque productivo propio de la economía circular, frente al de la economía lineal que sigue el esquema «materias primas-producción-consumo-residuos». En contraste, la economía circular busca cerrar el ciclo, reciclando los productos obsoletos y los residuos, al tiempo que reduce el consumo y el desperdicio de materias primas, agua y fuentes de energía. Esto se relaciona con las tres erres ecológicas —reducir, reutilizar, reciclar—, también significativas para la empresa.
c) Introducir nuevos procesos técnicos, que van desde sistemas depuradores eficientes y, en su caso, cambios en materias primas, hasta nuevos procesos que compaginen la responsabilidad ecológica y un adecuado rendimiento productivo. Algunas tecnologías permiten ofrecer productos eficientes reduciendo el consumo o la contaminación urbana, un ejemplo son las lámparas LED o los coches eléctricos, respectivamente.
d) Utilizar energías renovables tanto como sea posible y evitar las fuentes más contaminantes: el carbón y los derivados del petróleo.
e) Un fuerte liderazgo ecológico en la empresa que impulse una cultura manifestada en convicciones y valores compartidos, y en el comportamiento diario.
No es tarea fácil, ya que la empresa se mueve en un entorno competitivo. Sin embargo, algunas compañías de vanguardia están demostrando que asumir la responsabilidad ecológica es necesario y también factible. Pensar solo en crear riqueza económica puede conllevar a destruir riqueza ecológica, y eso es malo para todos, también para la empresa. Una reacción adversa de la sociedad puede significar, además, riesgos que influirán en la generación de riqueza económica a largo plazo, y viceversa. Un creciente número de corporaciones aplican alternativas viables en los aspectos económicos, sociales y medioambientales y adquieren con ello reputación corporativa.
Domènec Melé, Cátedra de Ética Empresarial de IESE Business School de la Universidad de Navarra.
¿Qué relación existe entre ser cristiano y cuidar el medioambiente? El Papa Francisco constata que los cristianos no siempre hemos recogido y desarrollado las riquezas que Dios ha dado a la Iglesia, donde la espiritualidad no está desconectada del cuerpo, de la naturaleza y de las realidades terrenas.
La relación del hombre con la naturaleza se asienta en una visión coherente de ambas realidades. «Para el cristiano —afirmaba San Juan Pablo II—, tal visión se basa en las convicciones religiosas procedentes de la Revelación» (8 de diciembre de 1989). La tarea, pues, consiste en estudiar con más profundidad las verdades que la Revelación ofrece sobre el mundo, para que se transformen en convicciones arraigadas y motivadoras de una conducta personal y comunitaria adecuada.
De ese modo, podremos realizar la «conversión ecológica» que nos pide Francisco, y de la que ya hablaban San Juan Pablo II y Benedicto XVI: los problemas ecológicos son, en última instancia, problemas morales y religiosos. Esa conversión se fundamenta precisamente en vivir todo lo que la fe cristiana nos enseña sobre el cuidado de la tierra, de la que somos administradores, no dueños.
Ser cristiano implica vivir las virtudes no solo cuando nos relacionamos con Dios o con los demás, sino también al interactuar con la naturaleza. Aunque todas las virtudes son importantes para el cuidado del medioambiente, el Papa subraya algunas que tienen una conexión más estrecha con la ecología: la templanza (sobriedad, desprendimiento), la humildad (moderar las ansias de dominio), la paz interior y el amor cívico y político, la fraternidad con todos los hombres. Para entender mejor la relación del cristiano con la naturaleza es necesario inscribirla en su verdadero contexto: el cuidado del medioambiente forma parte de la misión que el creyente debe cumplir, que es seguir la misión de Cristo.
¿Qué ha hecho Cristo respecto a la humanidad? Redimirla. Jesús inaugura un mundo nuevo y restablece la armonía entre el hombre y la naturaleza.
¿Qué debe hacer el cristiano? Colaborar con Cristo en la redención del cosmos. De modo análogo a como la Redención se debe a cada persona por medio de la Iglesia, también se proyecta a la creación material. Esta adaptación la realiza la Iglesia existencialmente a través de los fieles, que, con su vida y actividad, santifican todas las realidades terrenas.
Más en concreto: un aspecto de la misión de Cristo es reinar no solo en los corazones sino también en el mundo material. El hombre, a su vez, colabora con Cristo en el cuidado y administración de la tierra, de acuerdo con el plan original de Dios, para el bien propio y el de toda la humanidad.
Jesús, como Sacerdote, se presenta a sí mismo al Padre en el Espíritu Santo, por todos los hombres. Cuando el cristiano trabaja y perfecciona el mundo, poniéndolo al servicio de Dios, su trabajo y toda su actividad se convierten en ofrenda, que puede unir a la entrega del mismo Cristo en la Eucaristía.
Por último, el cristiano debe ser hoy la voz de Cristo, para que la verdad que vino a enseñarnos Jesús se difunda por el mundo. Y a esa verdad, no lo olvidemos, pertenece el deber de cuidar el medioambiente.
Tomás Trigo, profesor de Teología Moral de la Universidad de Navarra.
Armonía, serenidad, contemplación, paz, belleza, hermandad, solidaridad, autenticidad... Laudato si’ resulta inspiradora para cualquier persona. Por sus temáticas —pobreza, desarrollo, población, recursos, medioambiente, sostenibilidad, migraciones, etcétera—, además, ha conectado con mi disciplina académica... y me ha interpelado.
La ciencia geográfica sintoniza con dos de los ejes presentes en la encíclica: la convicción de que en el mundo todo se interrelaciona y la íntima unión entre los pobres y la fragilidad del planeta [§ 16]. El clamor de la tierra va esencialmente unido al clamor de los pobres: no se puede escuchar uno y desoír el otro. La «ecología integral» reclama que las soluciones a los serios problemas medioambientales se unan a decisiones que mitiguen la marginación, la pobreza y la injusticia.
Este enfoque, en el que el daño social y el daño ambiental son caras de una misma moneda, conlleva multitud de medidas, como las económicas: la asignación de recursos debe ser equitativa y distributiva. La lucha contra el cambio climático es clave, pero no puede eclipsar otras realidades también acuciantes, ni acaparar recursos en perjuicio de ayudas directas que alivien a las poblaciones más pobres.
Las agendas políticas, los organismos internacionales, las ONG, las instituciones y cada uno de nosotros debemos preocuparnos tanto por el cambio climático como por los refugiados que arriesgan su vida intentando llegar a sociedades donde vivir en paz. Si no queremos hacer un mundo mejor solamente para algunos, debe haber una apuesta sincera por mejorar en ambas direcciones.
Para lograr una ecología integral no se puede avanzar exclusivamente en un cambio del modelo energético, sino que es necesario un nuevo paradigma que supere las lógicas imperantes. Urge rescatar la solidaridad como motor de nuestro actuar, pero asumida como categoría moral o ética. Es preciso volver a sentir que nos necesitamos los unos a los otros, que tenemos una responsabilidad hacia los demás y hacia el mundo.
Como apunta el Papa Francisco, debemos reducir nuestro trepidante ritmo de vida para recuperar la capacidad de percibir, contemplar y valorar lo que nos rodea. Debemos librarnos de la indiferencia consumista que nos impide ver al que no tiene; del individualismo que nos aísla y adormila; de la superficialidad que nos impide soñar y trabajar por un mundo mejor; de la agresividad que paraliza el diálogo; de la irresponsabilidad, en fin, que nos empuja a ignorar las consecuencias de nuestros actos en el entorno natural y en las personas. Debemos volver a sentir ternura, compasión y preocupación por los demás para poder así amar con generosidad al mundo y a todas sus criaturas y recuperar las relaciones reales con los demás.
Francisco señala una de las claves para el cambio: disfrutar con poco, vivir con sobriedad y retornar a una simplicidad que nos permita valorar lo pequeño. Asimismo, apunta cuál es el mejor lugar para conseguirlo: la familia. Solo a través del amor incondicional que se vive en ella se puede aprender a incorporar en nuestra vida las dinámicas del don que transformen esta sociedad en una auténtica «casa común».
Dolores López, profesora de Geografía Humana e investigadora del Instituto de Ciencias para la Familia.
Consciente de la urgencia «de un cambio radical en el comportamiento de la humanidad» [§ 4], el Papa Francisco pretende mostrar en la encíclica Laudato si’ los valores que nos guíen para utilizar nuestra libertad de forma adecuada en todas nuestras acciones sobre la naturaleza. El documento enfatiza la vía educativa - como medio para reconstruir la deteriorada relación entre cada persona y el medioambiente. Sus contenidos legitiman y renuevan la educación ambiental —«educación para la alianza entre la humanidad y el ambiente» [§ 64] o «educación en la responsabilidad ambiental» [§ 65]—, especialidad que, desde los años setenta, trabaja para conseguir este fin.
La encíclica, a pesar de su brevedad, es un completo tratado ecológico. Pero sobre todo desarrolla una ética ambiental: cómo es el vínculo intrínseco e indisoluble entre persona y naturaleza, el sentido de la creación y su trascendencia. El Papa manifiesta que «la degradación ambiental y la degradación humana y ética están íntimamente unidas» [§ 56]. Por eso ética y conservación de la naturaleza deben ir de la mano. Es necesario pasar de un modelo que se enfrenta a la naturaleza a otro en que la persona asuma la gran responsabilidad de custodiar y crecer con la Creación.
La falta de una perspectiva trascendente se encuentra entre las causas productoras del daño ambiental, Sin embargo, la educación ambiental no siempre ha integrado la dimensión espiritual en su modo de educar. La encíclica ahonda en esta percepción, y nos sitúa frente a un desafío educativo: «La educación ambiental debería disponernos a dar ese salto hacia el Misterio, desde donde una ética ecológica adquiere su sentido más hondo» [§ 210].
La encíclica avanza acuñando la expresión «espiritualidad ecológica», en referencia a la inteligencia espiritual cuando trata de cuestiones ambientales. Esta inteligencia tiene un papel destacado en la educación ambiental, ya que «el derroche de la Creación comienza donde no reconocemos ya ninguna instancia por encima de nosotros, sino que solo nos vemos a nosotros mismos» [§ 6]. A medida que perdemos el lenguaje de la fraternidad y de la belleza en nuestra relación con el mundo, las actitudes de la persona serán las de «mero explotador de recursos, incapaz de poner un límite a sus intereses inmediatos» [§ 11].
Francisco, conocedor de la importancia «de las motivaciones que surgen de la espiritualidad para alimentar una pasión por el cuidado del mundo» [§ 216], apunta nuevas vías de trabajo para favorecer una sensibilización ambiental más profunda e integral, que genere compromisos y provoque decisiones, en definitiva, que logre modificar los hábitos de nuestro estilo de vida, insanos para nosotros y para el medioambiente.
La encíclica promueve la constitución de una nueva cultura ecológica: «Debería ser una mirada distinta, un pensamiento, una política, un programa educativo, un estilo de vida y una espiritualidad que conformen una resistencia ante el avance del paradigma tecnocrático» [§ 111]. Y esta nueva cultura ecológica necesita una inteligencia que desarrolle el aspecto espiritual y ambiental de las personas. Laudato si’ nos propone cultivar esta inteligencia espiritual ecológica que aborde con garantías el próximo futuro de la humanidad.
Fernando Echarri, responsable del Área Educativa del Museo Universidad de Navarra.
La encrucijada ecológica que vivimos va ligada al desafío de la técnica contemporánea. Solo nos encontramos con problemas ecológicos cuando la técnica adquiere dimensiones macrohumanas. La contaminación es un reto desde el momento en que hay fábricas y vehículos que expulsan humo. La crisis de los recursos naturales solo aparece cuando el nivel tecnológico permite el consumo a gran escala. ¿Hasta dónde nos es lícito controlar la naturaleza? ¿Dónde está la medida oportuna? ¿Cómo debemos utilizar los medios técnicos para lograr un bienestar común? La ecología se erige así como una cuestión central desde el punto de vista antropológico y ético, más allá del mero respeto al medioambiente. La ecología no es otra cosa que la medida oportuna que debemos encontrar en la relación entre técnica y naturaleza: entre nosotros y el mundo que nos rodea.
En el dintel del templo de Apolo en Delfos figuraban dos lemas que resumen la historia de la cultura occidental. La primera sentencia decía: «Sé sensato». La segunda, como una explicación, resulta sugerente y enigmática: «Conócete a ti mismo». En el fondo solo es posible saber quiénes somos en la medida en que sabemos cuál es nuestro puesto en el universo y establecemos una buena relación con la naturaleza que nos rodea. Esta es la responsabilidad de la ética y de la vida racional: una tarea que requiere un desarrollo y un descubrimiento progresivo de esas fronteras y del orden adecuado. Precisamente lo que ha definido la cultura occidental es el avance progresivo hacia formas más racionales y humanas: el descubrimiento cada vez más profundo de los propios límites. Del mismo modo que nos hemos dado cuenta de lo inhumana que es la esclavitud, también ha surgido en los últimos decenios la cuestión ecológica como un nuevo planteamiento para nuestra cultura.
En lo más hondo del espíritu científico ha latido siempre la certeza de que la naturaleza es algo ordenado, dotado de una razón comprensible. Los griegos entendían el surgimiento del mundo como la introducción de orden en el universo: un cosmos, un todo con medida y proporción. En su obra Timeo, Platón describe el origen del mundo con el famoso mito del demiurgo: al principio de los tiempos, un dios constructor quiso copiar los modelos de las «ideas eternas», que eran bellas y perfectas, y los plasmó en una materia desordenada y caótica. Así, surgió el cosmos con un orden y un límite que resulta bello y perfecto a semejanza de sus modelos.
En la contemplación de la naturaleza encontramos un misterio que muestra y oculta algo más profundo, íntimo. La esencia del misterio no es, como podría parecer a primera vista, algo incomprensible o irracional, sino que más bien está en que es una fuente de comprensión inagotable. Algo es un misterio porque siempre nos dice algo nuevo, de modo que la actitud propia ante él no es el uso —que pervierte el misterio—, sino la contemplación. Cuando contemplo me acerco a la naturaleza sin estropear, sin usar. Solo entonces estamos en situación de conocernos a nosotros mismos: en la medida en que contemplamos la naturaleza nos comprendemos dentro de ella.
Manuel Cruz, profesor de Filosofía de la Universidad de Navarra..
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