
El pasado enero falleció el director de cine David Lynch. Tenía 78 años. Su legado queda en la forma de diez películas y una serie legendaria en los que el gran público vislumbró las posibilidades del cine experimental, liberado de las constricciones que atan a la gran mayoría de producciones de Hollywood. Su visión fue una de las mayores influencias del cine independiente y, a la vez, intensamente personal, navegando los límites entre lo luminoso y lo abyecto.
Los catastróficos incendios que asolaron la ciudad de Los Ángeles en enero de 2025 fueron también el telón de cierre de la brillante carrera de David Lynch, que iluminó los espacios más oscuros de la consciencia y la industria del cine. Un hombre que hizo del fuego una de las innumerables imágenes tatuadas en los cerebros de quienes presenciaron su obra a 24 fotogramas por segundo.
Después de ser evacuado de su hogar, Lynch murió a los 78 años por las complicaciones derivadas del enfisema. Sufría de esta enfermedad debido al hábito de fumar que mantenía desde los ocho años, y es posible que el humo de los incendios agravara su condición. Es un escenario que, como tantas anécdotas de su existencia, tiene una cualidad poética por lo cercana a su manera de contar las historias que obsesionaron a varias generaciones de cineastas y aficionados.
Las fuerzas de la naturaleza y la capacidad del ser humano para el bien y el mal son elementos fijos en los paisajes irreales ideados por el cineasta, que echaba mano de su talento como pintor y músico. «Cuando este tipo de fuego se prende, es muy difícil de apagar; las tiernas ramas de la inocencia arden primero, el viento se levanta, y toda bondad peligra», suspira la «mujer del leño», uno de los personajes más icónicos de Twin Peaks (1990-1991), la legendaria serie dirigida por Lynch. Como una casa de espejos, sus películas responden con secuencias delirantes tanto a la intimidad de su propia psique como a ciertas verdades del alma humana.

LA INDUSTRIA QUE NUNCA LO ENTENDIÓ
En el rodaje de la tercera temporada de Twin Peaks (2017), más de 25 años después de la emisión de la segunda, un miembro del equipo grabó un arranque de ira de Lynch cuando le informaban de que solo contaban con dos días para rodar escenas con la actriz Beverly Paige. «Nunca tenemos tomas extras, no nos dan tiempo de experimentar, no llegamos a ponernos a soñar», exclamaba el director. En un minuto del video podemos vislumbrar debajo de su cabellera blanca la tensión entre la búsqueda de las imágenes evocadoras del subconsciente y la presión de la maquinaria financiera de la industria del cine. Esta tensión define una de las filmografías más originales de la pantalla de plata.
Tal vez ninguna de sus películas manifiesta esta pugna como Mulholland Drive (2001), donde el mundo onírico es una especie de vía de escape y purgatorio para una actriz que no soporta las desilusiones personales y profesionales de Hollywood. Aquí, como en varias de sus obras, las reglas no son arbitrarias ni psicodélicas; más bien, siguen una lógica de ensueño, que deforma elementos de la realidad y genera una narración que, según el soñador que despierta, tiene sentido mientras se desarrolla y muestra sus contradicciones cuando se relata. Las mujeres con personalidades fracturadas o múltiples son un motivo recurrente, un influjo de Vértigo (1958), dirigida por Alfred Hitchcock, que también ilustra la angustia de sus personajes con secuencias coloridas y estrambóticas.
En La interpretación de los sueños (1899), Sigmund Freud afirma que este contenido manifiesto esconde mediante símbolos un significado latente, que desplaza y condensa las representaciones de ideas, escenarios y personas análogas en la vida real. Podría ser algo como lo que vive la protagonista, una Naomi Watts de ojos brillantes, cuando la culpa y la frustración que siente se distorsionan, un contenido preconsciente y desordenado que no se reinterpreta ni se ordena como lo hacen quienes despiertan. Es una historia que exige del público su completa atención: no para atar nudos con los cabos sueltos de la narración, sino para navegar en sus aguas abiertas sin abrumarse.
Esa férrea confianza en la audiencia se ve reflejada en todas las entrevistas en las que el director rechazó rotundamente las peticiones de que aclarase lo que pasa a nivel argumental. «Me gustan las historias con una estructura concreta, pero también con abstracciones; la vida está llena de ellas y la manera en que les damos sentido es a través de nuestra intuición —dijo en una sesión abierta de preguntas—. La gente se acostumbra a las películas que se explican a sí mismas al cien por ciento, y entonces apagan su intuición cuando se encuentran con abstracciones, pero a otros les encantan porque son cosas que solo se pueden decir en el lenguaje del cine y depende de ellos encontrar su propia interpretación».

Esta actitud, la del autor consumado que no se abandona a las tentaciones comerciales, es obvia en sus largometrajes, pero le acarreó numerosos sacrificios. Después de dirigir en 1984 la primera adaptación de Dune (1984), la novela de ciencia ficción de Frank Herbert, Lynch no trabajó más en superproducciones, con actores de fama internacional y efectos visuales tan caros. Las interferencias ejecutivas derivadas de este filme y de Twin Peaks, cancelada en 1991, llevaron a que sus visiones se materializaran con presupuestos más modestos. Por un lado, porque ninguna productora volvió a apostar tales cantidades de dinero en su favor. Pero también pesaba el requisito sine qua non del director de reservarse el derecho a decidir la versión definitiva del largometraje, llamada final cut en la jerga de la industria. De hecho, a lo largo de su carrera tuvo dificultades para financiar sus proyectos; muchos de ellos se quedaron en el tintero incluso en el máximo punto de su fama, como cuando Netflix rechazó sus ofertas para producir una cinta de animación llamada Snootworld.
En Mulholland Drive, Lynch se desquita de estas frustraciones representándolas en una versión extremadamente oscura de Los Ángeles, donde Hollywood está controlado por una conspiración de vaqueros y sujetos en traje que tienen la última palabra en todo el aspecto creativo. Las audiciones están llenas de hombres mayores que manosean a las jóvenes actrices (un diagnóstico agudísimo que anticipó más de una década el movimiento de denuncias #MeToo) y los rodajes son nidos de víboras, entre lo patético y siniestro, entre directores y figurantes que se traicionan con una sonrisa.
El espacio entre la realidad y el escenario fascinó a Lynch hasta el punto de dedicarle su largometraje final, Inland Empire (2006), en el que Laura Dern, su musa y colaboradora frecuente, encarna a una actriz que se pierde entre mundos cuando empieza a trabajar en un rodaje con un guion maldito. La textura digital de una videocámara le presta una sensación simultánea de realidad y deformación a un conflicto que, de nuevo, hila una serie de escenas enajenadas sin una agarradera para el público acostumbrado a una estructura de tres actos. «Es la película la que enloquece, no sus personajes», dijo el escritor Mark Fisher en su crítica, comparándola con «una emisión en directo desde el inconsciente». «Igual que en Mulholland Drive, es Hollywood el que sueña», subrayó Fisher.
«SOMOS COMO EL SOÑADOR QUE SUEÑA...»
Los sueños son una de las pocas dimensiones de la experiencia humana que siguen rodeadas del misterio primitivo que los caracterizaba desde la Antigüedad. Ya no tienen el mismo peso de cuando se interpretaban como profecías o contactos con otros planos existenciales, pero no dejan de compartirse en la confianza, casi rozando la intimidad. Desde su primera película, Cabeza borradora (1977), en la que expresó su terror a la paternidad, Lynch puso de relieve que los sueños no son una simple combinación aleatoria de ideas, sino un mundo con sus propias reglas, cuya incoherencia solo se vuelve evidente al despertar.
David Foster Wallace define en este artículo lo lynchiano como «una especie particular de ironía que combina lo macabro y lo mundano, revelando su contención perpetua». Aun así, admite que esta definición se somete a la experiencia del fenómeno que describe: «Lo conocemos cuando lo vemos». La adopción de este neologismo por parte de la comunidad cinéfila puede dar la impresión de que su estilo se apoya en caprichos estéticos. Pero el verdadero estandarte de Lynch es la intensísima subjetividad con la que presenta sus historias, sin desdeñar los géneros de los que echa mano ni autoparodiarse como «populista del surrealismo», un título ideado por la crítica Pauline Kael al hablar de Terciopelo azul (1986), el primer gran éxito del artista.

Terciopelo azul es uno de los puntos de entrada más populares a la obra de Lynch, así como una muestra de algunas de las fijaciones que se repetirán en sus filmes. Los cuatro personajes principales son reflejos de las actitudes de toda una sociedad frente a los demonios que prefería que permaneciesen escondidos, como ilustra aquella escena inicial que entierra una horda de escarabajos frenéticos debajo del arquetipo clásico del sueño americano: la casa con el cerco blanco. Unos ignoran con una sonrisa la brutalidad y depravación que ejercen otros en un ecosistema fuera de su vista, y quienes se encuentran alrededor de aquellos, sea por el ambiente en el que se mueven o por una curiosidad mórbida, no escapan sin quedar marcados.
En las teorías freudianas, los sueños traducen en imágenes el peso de lo que se esconde debajo de la fachada educada y civilizada del individuo y la sociedad. En Cabeza borradora echó mano de un bebé monstruoso, pollos asados diminutos que chorrean sangre en el plato y una mujer escondida detrás de un radiador para perforar el tabú del horror que pueden sentir unos padres por su descendencia. Wild at Heart (1990) examina de cerca las contradicciones demenciales del amor juvenil. Carretera perdida (1997) es una autopsia de la memoria y la identidad, desfiguradas por la lujuria, la paranoia y los sentimientos de inferioridad.
Y no todo son quimeras. Al hablar de su proceso creativo, Lynch hacía numerosas referencias a ideas y figuras que parecían brotar espontáneamente entre su fuero interno y la vida real, con anécdotas verídicas que se mezclaban con los retratos surrealistas que nacían cuando tomaba un café acompañado de un cigarrillo. Una memoria infantil apunta a una mujer que andaba desnuda por la calle, golpeada, con la boca ensangrentada, que desapareció antes de que él pudiera reaccionar. A veces mencionaba «el miedo, la locura, la corrupción, la suciedad y la desesperanza» que encontraba en Filadelfia, donde residió entre 1965 y 1970, como algo «hermoso» que influyó en su obra. Y el inicio de Carretera perdida, en el que una persona declara que «Dick Laurent está muerto» en el telefonillo del hogar del protagonista, copia la frase que escuchó el propio director en la misma casa en la que se realizó el rodaje.

EL AMOR Y LO MONSTRUOSO
A través de la asociación libre entre sus escenas, los filmes de Lynch parecen conectar con ciertas frecuencias del inconsciente colectivo. Y una de las sensaciones que da más juego es la de una especie de miedo primitivo, visceral, como el causado por sonidos repentinos y fuertes o la impresión de estar cayendo. Esta inquietud la exploró por medio de personajes como Frank Booth y Killer BOB, de sus atmósferas espeluznantes, que aprovechaban al máximo el lenguaje del cine sin dejarse llevar por clichés del género de horror, o incluso del diseño de sonido, del que se encargaba el propio Lynch.
El contraste entre el erotismo y la violencia, especialmente la que soportan las mujeres, le valió un sinnúmero de detractores que lo acusaban de sublimar sus obsesiones en la pantalla, una opinión que también comparten sus fanáticos. Él mismo explicaba cómo «pescaba» sus mejores ideas «en las aguas profundas» en su libro Atrapa el pez dorado: Meditación, consciencia y creatividad (2006). Pese a lo que se podría deducir, Lynch mencionó su desagrado con el estereotipo del virtuoso torturado por su propia psique. «Cuanto más sufres, menos estás dispuesto a crear», explicó en el libro, y señalaba la vida del pintor Vincent van Gogh como el ejemplo por antonomasia de este mito: «Me gusta pensar que Van Gogh hubiera sido más prolífico y todavía más genial si no lo hubiera limitado tanto todo lo que lo atormentaba. No creo que fuera el dolor lo que lo hizo grande, me parece que la pintura le dio toda la felicidad que tenía».
Una de las películas que demuestra esta ambivalencia es Twin Peaks: Fuego, Camina Conmigo (1992), un escabroso retrato de los últimos días de Laura Palmer; su asesinato, presentado un año después de la cancelación de Twin Peaks, da pie a la trama de la serie. Lejos quedan las gracias y excentricidades que aligeraban el misterio principal: aquí se destila el estilo de Lynch al representar el mal primigenio, que aparece como una fuerza casi preternatural a la que se entregan los hombres para dar rienda suelta a sus impulsos más perversos. Que la muerte sea un alivio para el sufrimiento de la protagonista es quizás uno de los finales más desoladores para una historia así.
Pero el sufrimiento de Laura Palmer no es un espectáculo, como no lo es el de todas las mujeres que padecen a manos de otros en el cine de Lynch. Más bien existe una capacidad de empatía que humaniza estos relatos y, simultáneamente, los vuelve mucho más perturbadores. Si la luz hace que las sombras se vean más oscuras, entonces la presencia del amor acentúa lo abominable que es la violencia. Y el amor se presenta con muchas caras: la amistad, el enamoramiento, los gestos nacidos del cariño, el deseo de una conexión real… Todos son fenómenos que se presentan de forma explícita o implícita entre tantas visiones inquietantes. A veces es un ángel que se muestra de repente. A veces es un abrazo fuerte o unas palabras de aliento. Cuando le preguntan al mayor Garland Briggs qué es lo que más teme, responde con una cita que se vuelve una piedra angular en el mito de Twin Peaks: «Que el amor no sea suficiente».

Tal vez los filmes menos lynchianos son los que demuestran esta tendencia humanista. El hombre elefante (1980), basada en la vida del inglés Joseph Merrick, no embellece las deformidades que le aquejaban, y sin embargo centra su experiencia en el amor que recibió, en lugar de las humillaciones. Una Historia Real (1999) se despoja de todos los artificios audiovisuales para dejar que el silencio de la carretera estadounidense dé una muestra sutilísima, y no por ello menos poderosa, de amor y perdón fraternal.
«No luches contra la oscuridad; cuando enciendes la luz, se va», afirma el director en su libro Atrapa el pez dorado. Esta sinceridad se traslada a los personajes que enfrentan las sombras, una esperanza que traduce perfectamente el personaje de Laura Dern en Terciopelo azul cuando responde a las maldades terrenales contando un sueño que había tenido: «Estábamos en nuestro mundo, y el mundo era oscuro porque no había petirrojos, y los petirrojos representaban el amor. Y por muchísimo tiempo no hubo sino oscuridad hasta que de repente aparecieron miles de petirrojos que traían la luz cegadora del amor. Parecía que el amor era la única cosa que haría una diferencia. Y lo hizo. Así que supongo que habrá problemas hasta que lleguen los petirrojos».