
John Bayley
Elba, 2025
264 páginas
23 euros
Iris Murdoch (1919-1999) fue profesora de Filosofía en Oxford y una de las novelistas más reputadas de la segunda mitad del siglo XX. Es este libro una elegía peculiar, ya que su esposo, John Bayley, la terminó catorce meses antes de la muerte de Iris, cuando el alzhéimer estaba avanzado, pero no en su fase terminal. Tampoco concuerda con la definición de elegía, ya que estas páginas no conforman tanto un lamento por una pérdida como un recuerdo admirado y una mirada sobre el presente que no pierde el asombro a pesar de las vicisitudes.
Bayley, crítico literario y también novelista y profesor en Oxford, construye un mosaico con pequeñas teselas que van conformando el rostro de Iris, saltando del presente en el que lo narra —con los síntomas que llevaron al diagnóstico— a las anécdotas y sucesos del pasado. No emplea una estructura cronológica, sino que salta entre fragmentos propios de una memoria llena de cariño.
Desde que la ve por primera vez, Bayley expresa un encandilamiento que rezuma en cada uno de sus recuerdos y también en su papel de marido-cuidador. Pero no edulcora la realidad ni obvia los hechos complejos.
No lo hace al hablar del pasado, donde cuenta, sin ser demasiado explícito pero sin dejar lugar a dudas, las complicadas y hasta cierto punto turbias relaciones de Murdoch con otras personas —antes de casarse, pero también durante su matrimonio—, en especial con figuras del mundo intelectual que frecuentaba en aquellos años. Según su marido, ese «enamorarse de personas que representaban para ella la autoridad, la sabiduría y la bondad espiritual [...] era una aventura en el progreso y la experiencia del alma», algo que «ansiaba, necesitaba» (aunque algunos de esos amantes no mostraran, en la práctica, mucha bondad).
La actitud de Bayley ante estas infidelidades es una especie de tolerancia resignada, una aceptación sobre la que no deja traslucir resentimiento. A pesar de eso, el lector puede encontrar ciertas intuiciones valiosas en su comprensión del matrimonio. Por ejemplo, al expresar su certeza de cómo el hecho de casarse cambia su relación: «Todas las tensiones, dudas e incertidumbres, todas las cosas que durante meses y años habían constituido el drama de la vida, desaparecieron de repente. Aquello fue una fuente de satisfacción para los dos. Al menos lo fue para mí; y cuando Iris me apretó la mano en la estación y dijo que qué bonito, estable y novedoso le resultaba que estuviéramos juntos, sentí que todo iba bien. Probablemente lo que necesitábamos era confianza». La propia Iris, aún durante su noviazgo, le había expresado en una ocasión: «Tú no me sueltes y todo irá bien». Y la realidad es que John no la soltó en sus más de cuarenta años de matrimonio.
El segundo aspecto en el que el autor no echa azúcar es al hablar del desarrollo del alzhéimer en su esposa. En especial en la segunda parte del libro, que ocupa las cincuenta páginas finales bajo el epígrafe «Ahora», y donde la narración se vuelve cronológica, casi a modo de diario con saltos, desde el 1 de enero de 1997 hasta el día de Navidad de ese mismo año. Bayley va narrando así las incidencias del cuidado, los cambios que observa en su mujer, sus propias luchas ante los obstáculos que surgen y las impaciencias de ambos ante la nueva realidad que viven.
El matrimonio se muestra aquí como un refugio de intimidad («Cada día estamos más íntimamente unidos. No podríamos vivir de otra manera») donde persiste un lenguaje privado entre ambos —construido desde su noviazgo—, «al que podemos sacar mucho partido», incluso cuando Iris «ha olvidado el lenguaje público»: «Todavía podemos charlar como charlábamos entonces, pero ya no tiene sentido, por parte de ninguno de los dos. Ya solo puedo responder adaptándome a su forma de hablar. Respondo con los chistes o las bobadas que aún la hacen reír. Seguimos siendo parte el uno del otro».
Bayley comprende y plasma en estas páginas que cuidar no significa solo atender las necesidades físicas (incluso en esos detalles narrados con delicadeza, como el momento de cortarle las uñas a su mujer, o la lucha algunos días por conseguir vestirla), sino preservar la dignidad y la esencia de la persona amada: «Eres la misma de siempre [...] y yo también lo seré. Fingir lo contrario equivaldría a insultarte». Esta certeza en la identidad de Iris, que pervive más allá de la enfermedad, suena como un estribillo a lo largo del libro. «Nada de lo que hiciera Iris y nada de lo que le sucediera podrían cambiarla en modo alguno», escribe en otro momento.
Quienes también desfilan en esas últimas páginas, sirviendo de apoyo, consuelo y ayuda, son los amigos, los amigos verdaderos (no hay mención a los amantes de la escritora en esta etapa de su vida). En realidad, las amistades de Murdoch conforman unas cuantas de esas teselas con las que Bayley compone este retrato. Conocemos más de ella al verla relacionarse con los demás, y no solo con sus incondicionales, también con los lectores que admiraban su obra: su marido resalta el cariño y la dedicación que ponía al contestar cada carta, y cómo él mismo intentaba aproximarse —sin éxito— a ese mimo cuando comenzó a ocuparse de esta tarea, en el momento en que la escritora ya no podía desempeñarla.
Elegía a Iris no es una biografía al uso. Puede gustar especialmente a los seguidores de Murdoch, pero, para quien desconozca su obra, quizá la mayor aportación sean las páginas dedicadas en concreto a la relación del matrimonio navegando la enfermedad, y no tanto la trayectoria de la autora —de la que se echa en falta conocer más sobre su faceta de filósofa—. En ellas, Bayley plasma con sencillez y cotidianidad que la decisión de amar a una persona hasta el final no se agota en los momentos compartidos, y tiene que ver más bien con la capacidad de reconocerla en cada instante del presente, incluso cuando ella no se reconoce a sí misma.