Fue economista jefe y vicepresidente del Banco Mundial, pero Joseph Stiglitz (Estados Unidos, 1943) terminó enfrentándose al sistema que lo encumbró. Recibió el Nobel de Economía en 2001 por mostrar que la información es también una forma de poder: un recurso que, al concentrarse en pocos, distorsiona los mercados y multiplica la desigualdad. Hoy es una de las voces más influyentes contra los excesos del capitalismo global.

Joseph Stiglitz mira por encima del atril a un público formado por ingenieros e informáticos y esboza una sonrisa. Regresa en aquel junio de 2012 para hablar, por cuarta vez, desde un foro de charlas promovido por Google, el emblema de un sistema que ha convertido la información en mercancía. «El tema sobre el que voy a hablar, por supuesto, no es muy atractivo: El precio de la desigualdad, cómo la sociedad dividida de hoy pone en peligro nuestro futuro. Se trata de un libro que surgió a partir de un artículo publicado en Vanity Fair. La revista quizá no sea el medio habitual en el que escriben los académicos», explica con la soltura de quien ha hecho de las conferencias su hábitat natural. Logra risas entre los presentes.

Durante una hora expone de forma sencilla las razones por las que escribió aquella pieza inusual. Bajo el título Del 1 %, por el 1 %, para el 1 %, su tesis era directa y demoledora: «Una economía en la que la mayoría de los ciudadanos están cada vez peor año tras año, una economía como la de Estados Unidos, no es probable que funcione bien a largo plazo». Irónicamente equilibrado por un anuncio de la relojería de lujo Raymond Weil en su edición impresa, el artículo abría una reflexión sobre cómo la desigualdad erosiona la eficiencia económica y reduce la movilidad social, además de mermar el gasto público en bienes colectivos como la educación o la salud. Como consecuencia, se deja de fomentar el capital humano, quizá el recurso más importante con el que cuenta un país.

Los trabajadores de Google siguen atentos a Stiglitz, cuya charla magistral pasa a diseccionar los procesos en los que esa concentración de riqueza se reproduce: la prolongación de los intereses de la élite en la política, la creación de monopolios, la aprobación de regulaciones favorables al poder económico, el debilitamiento de mecanismos democráticos de redistribución... Se origina entonces un sistema «más similar al de un país con oligarquía que a una verdadera democracia», que solo puede tener un final: la revolución, como en aquellos años fue el caso de Egipto, Tunisia o Yemen. «El 1% más rico tiene las mejores casas, la mejor educación, los mejores médicos y el mejor estilo de vida, pero hay una cosa que el dinero no parece haber comprado: la comprensión de que su destino está ligado a cómo vive el otro 99%», concluye. Esa voz que se alza serena desde uno de los centros neurálgicos del capitalismo bebe de una rica trayectoria marcada por rupturas y convicciones, que ha llevado a que muchos lo definan —con admiración o desdén— con un mismo calificativo: el economista que se rebeló contra el sistema desde dentro.

«EL 1% MÁS RICO TIENE LAS MEJORES CASAS, LA MEJOR EDUCACIÓN, LOS MEJORES MÉDICOS Y EL MEJOR ESTILO DE VIDA, PERO HAY UNA COSA QUE EL DINERO NO PARECE HABER COMPRADO: LA COMPRENSIÓN DE QUE SU DESTINO ESTÁ LIGADO A CÓMO VIVE EL OTRO 99%»

CRECER ENTRE LAS FRACTURAS

Nacido el 9 de febrero de 1943 en Gary, Indiana, Stiglitz creció en la costa sur del lago Michigan viendo de cerca las fracturas sobre las que después teorizaría. La ciudad ya era entonces la sede de Gary Works, el complejo siderúrgico más grande de Norteamérica. Pero esta gran industria no la hacía ajena a problemas económicos estructurales. «Debía de haber algo en el aire de Gary que llevaba a la gente a dedicarse a la economía: el primer ganador del Premio Nobel, Paul Samuelson, también era de ahí, al igual que otros economistas distinguidos. Sin duda, la pobreza, la discriminación y el desempleo esporádico no podían dejar de llamar la atención de un joven curioso: ¿por qué existían y qué podíamos hacer al respecto?», reflexionaría el propio Stiglitz en una semblanza autobiográfica. Ese caldo de cultivo propició los intensos debates políticos que vivió en el seno de su familia y en el instituto, donde moldeó su interés por la política pública gracias a una actividad extracurricular centrada en el debate. 

Estados Unidos inauguró la década de 1960 con un despertar político. La ciudadanía asistía al auge del movimiento por los derechos civiles y, mientras las calles del sur se llenaban de manifestantes que reclamaban la igualdad para la población afroamericana, las aulas del norte se convertían en foros que debatían sobre pobreza y justicia social. Con el inicio de sus estudios superiores, Stiglitz descubrió su vocación por las ciencias económicas bajo la certeza de que ese conocimiento debía dirigirse al cambio social: «Estábamos impacientes con aquellos (como el presidente Kennedy) que adoptaban un enfoque cauteloso. ¿Cómo podíamos seguir tolerando estas injusticias que se habían prolongado durante tanto tiempo? Marché en Washington. El momento en que Martin Luther King Jr. pronunció su discurso “I have a dream” sigue siendo un recuerdo imborrable». Su paso por Amherst, un pequeño college en Nueva Inglaterra, le permitió gozar de una formación liberal que le exigía dominar también «los elementos básicos de las humanidades, las ciencias y las ciencias sociales». Después, el Instituto de Tecnología de Massachusetts (MIT) le imbuyó su particular método para desarrollar modelos económicos «simples y concretos, dirigidos a responder las preguntas importantes».

Fotografía: Gobierno de Tailandia
El profesor Stiglitz durante una conferencia en la Universidad de Columbia en 2009.

Cuando decidió realizar una tesis doctoral, en 1966, Stiglitz volvió a fijarse en las grietas de los mercados que había contemplado desde niño. Sus profesores en el MIT le habían explicado cómo la oferta y la demanda alcanzaban por sí solas la eficiencia y el equilibrio, pero su intuición le decía lo contrario. Para ese momento, ya se había profundizado en las consecuencias de la falta de competencia perfecta —ese modelo teórico donde muchos compradores y vendedores, con información completa, comercian productos idénticos sin que nadie pueda manipular los precios—. ¿Pero qué hacer con las imperfecciones de la información? Esa inquietud fue el germen de un objetivo que cumpliría con creces: demostrar matemáticamente cómo esa realidad de que unos saben más que otros —la asimetría de la información— puede llegar a influir en los precios de los bienes y servicios, distorsionando la economía en el proceso. 

«EL TIPO DE CAPITALISMO QUE HEMOS TENIDO DURANTE LOS ÚLTIMOS CINCUENTA AÑOS, EL CAPITALISMO NEOLIBERAL, FOMENTA LO CONTRARIO: EL EGOÍSMO, LA BÚSQUEDA DE GANANCIAS POR ENCIMA DE TODO, LA FALTA DE HONESTIDAD… ES UN SISTEMA QUE SE DEVORA A SÍ MISMO»

Stiglitz se sumó al esfuerzo de académicos como George A. Akerlof y A. Michael Spence, y su labor les mereció el Nobel de Economía compartido en 2001. En su discurso de aceptación ante la academia sueca, extrapoló las conclusiones de sus estudios al campo político: «Se supone que nuestros líderes políticos saben más sobre las amenazas a la defensa o sobre nuestra situación económica que los ciudadanos comunes. [...] Existen fuertes presiones dentro del Gobierno para reducir la transparencia. Una mayor transparencia reduce su margen de maniobra, ya que no solo pone de manifiesto los errores, sino también la corrupción. [...] Sin información imparcial, la eficacia del control que puede ejercer la ciudadanía es limitada. Sin una buena información, la impugnabilidad del proceso político puede verse socavada».

DE LA ACADEMIA AL PODER GLOBAL

Esta postura es el resultado de una intensa vida política que Stiglitz desarrolló durante la década anterior, la de 1990. Para entonces, ya era una figura consolidada en el mundo académico. Había impartido docencia en universidades prestigiosas como Stanford, Princeton o Columbia, donde había profundizado tanto en la economía de la información como en la del sector público. Este trabajo captó el interés del presidente demócrata Bill Clinton, que lo nombró en 1993 miembro del Consejo de Asesores Económicos de la Casa Blanca y, dos años después, en su presidente. Así pudo conocer de cerca las políticas económicas adoptadas durante la Guerra Fría, y fue testigo privilegiado de la transición económica de Rusia ante el fracaso del comunismo. El desafío de Stiglitz era materializar las teorías que había soñado en sus años de estudio y crear una «tercera vía» que transitara entre «los extremos del libre mercado, por un lado, y un exceso de regulación, por otro». 

Clinton presentó en 1997 la candidatura de Stiglitz como economista jefe y vicepresidente sénior del Banco Mundial. De esta forma, el que fuera un joven curioso de Gary se hizo con uno de los cargos más altos posibles para un economista en la estructura internacional. La encrucijada le resultaba fascinante. Inauguró su nueva etapa profesional durante la crisis financiera asiática de 1997, que reveló la vulnerabilidad de las economías abiertas al capital especulativo. Con la meta de aplicar sus estudios, que explicaban fenómenos generales como el desempleo o la racionalización del crédito, Stiglitz se puso manos a la obra. Pero se encontró con un gran obstáculo: las políticas que, basadas en el Consenso de Washington, promovían el Fondo Monetario Internacional (FMI), el Departamento del Tesoro de Estados Unidos y el propio Banco Mundial como modelo universal para los países en desarrollo. Estaba convencido de que estas recetas surgían de «una presunción obsoleta de que los mercados, por sí solos, conducen a resultados eficientes».

«EN LUGAR DE CALLARME O QUE ME CALLARAN, DECIDÍ MARCHARME»

Stiglitz empezó a criticar desde el asiento que ocupaba en la mesa de decisiones aquellas políticas que consideraba contrarias al desarrollo de los países. Tras tres años en el cargo, había convertido en su particular cruzada el «acortar la distancia intelectual entre lo que ya se sabía [sobre crecimiento económico sostenible] y lo que se seguía practicando», según relataba a The New York Times en 1999. Pero, tras convertirse en su crítico «más abierto», el economista jefe decidió ese mismo año abandonar el Banco Mundial: «Me ha quedado claro que sería difícil seguir expresándome con la misma contundencia y públicamente como lo he hecho sobre diversos temas y seguir siendo economista jefe. En lugar de callarme o que me callaran, decidí marcharme».

PEDAGOGÍA DE LA MILITANCIA

Tras romper con el Banco Mundial y ser encumbrado por el Nobel de Economía, Stiglitz volvió a las aulas de la Universidad de Columbia con un propósito nuevo: hablar de lo que había visto en las salas del poder. En 2002 publicó El malestar de la globalización, su obra más influyente y polémica. Sostenía, por ejemplo, que las políticas del FMI contribuyeron a provocar la crisis financiera asiática de 1997, así como la gran depresión argentina entre 1998 y 2002. También señalaba el fracaso de la conversión de Rusia a una economía de mercado y los bajos niveles de desarrollo en el África subsahariana, y criticaba políticas como la austeridad fiscal, los altos tipos de interés y la liberalización comercial y financiera, así como la insistencia en la privatización de los activos estatales. 

Fotografía: Manuel Castells
Joseph Stiglitz durante una entrevista para un documental de la Universidad de Navarra en 2025.

Emergió así un Stiglitz público y militante, que asumió la tarea de explicar a la ciudadanía cómo las políticas económicas podían agravar la desigualdad que decían combatir. Este objetivo no solo lo llevaría a publicar más obras críticas —como El precio de la desigualdad (2012), El malestar de la globalización revisitado (2018), Capitalismo progresista (2020) o, más recientemente, El camino de la libertad (2024)—, sino también a desarrollar en las dos últimas décadas una intensa agenda de intervenciones en foros profesionales y universidades de todo el mundo. Dos décadas después de aquel giro, su presencia pública no ha disminuido: le ha convertido en una referencia internacional. 

«EL PROGRESO ECONÓMICO SÓLO ES REAL SI LLEGA TAMBIÉN A QUIENES NO SUELEN TENER VOZ»

Stiglitz visitó en octubre a la Universidad de Navarra, donde participó en el congreso internacional The Roads to Development. Work, Markets and Institutions. Allí, durante su conferencia, defendió la necesidad de «instituciones democráticas sólidas, educación de calidad y compromiso ético» para un desarrollo humano sostenible. Recordó que los rasgos que valoramos en una buena persona —la honestidad, la curiosidad, el respeto— no solo tienen un valor intrínseco, sino que también ayudan a que la sociedad funcione mejor. «Pero el tipo de capitalismo que hemos tenido durante los últimos cincuenta años, el capitalismo neoliberal, fomenta lo contrario: el egoísmo, la búsqueda de ganancias por encima de todo, la falta de honestidad… Es un sistema que se devora a sí mismo», advirtió ante el público, formado principalmente por jóvenes. 

Su apuesta por «humanizar el sistema» no es una consigna, sino la síntesis de décadas de estudio y confrontación. En un mundo atravesado por desigualdades crecientes, concentración corporativa y democracias fatigadas, Stiglitz mantiene el mismo mensaje que lo separó del establishment: el progreso económico sólo es real si llega también a quienes no suelen tener voz. Tal vez ahí resida la persistencia de su figura, que insiste en que la economía, si se entiende bien, no es una batalla técnica, sino una forma de cuidar la vida en común.

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