Me ha salido una peca en el ombligo. La descubrí ayer en la ducha. No sé cuánto tiempo lleva ahí. No suelo prestar demasiada atención a ese nudo de mi abdomen. ¿Por qué debería? Dicen que es de egocéntricos, aunque tampoco lo creo. Mi prima Júlia lo explora a menudo. Se dobla con una elasticidad contorsionística y, casi rozándolo con la nariz, hunde el dedo índice en él. Encaja. Crea ventosa. Parece buscar un tesoro en el hueco oscuro de su tripota de bebé. Quizás echa en falta algo que tuvo hace no mucho. Júlia ignora que eso de encorvarse también lo practicaban los monjes hesicastas del siglo xiv. Durante sus meditaciones, se encogían sobre sí mismos y, repitiendo una plegaria, trataban de unirse con Dios. El nombre de esta disciplina, la onfalopsis, proviene del griego omphalós (ombligo), un término utilizado a lo largo de la historia para bautizar los rincones más sagrados del planeta.
Cuenta la mitología que el dios Zeus ordenó señalar el templo de Apolo como el centro del mundo con un ónfalo, una piedra cónica de mármol. A varios siglos de distancia y casi en las antípodas del globo, en la Isla de Pascua, otra roca reclamaba también el título e inspiraba el primer topónimo del lugar: Tepito o Te Henúa, que en rapanui significa «el ombligo del universo». Hay un sentido similar en Qosqo, la palabra en quechua para Cuzco, antigua capital del Imperio inca. Para san Isidoro de Sevilla, el umbilicus mundi solo podía ser Jerusalén. En sus Etimologías, presentaba la ciudad como la cicatriz de la ruptura entre Dios y los hombres.
Otras tradiciones entienden el concepto de modo menos simbólico. Los hindúes creen que en el ombligo se esconde el manipura, el tercero de los siete chakras: en él se concentra la gestión de la fuerza interior y se abre un portal por el que circulan las energías. Por eso, para evitar la entrada de malas vibraciones, algunos atletas asiáticos se lo tapan al competir.
Hijos del mito y la cultura, todos estos ombligos —espirituales, geográficos y rocosos— remiten a la herida de la humanidad, un corpus eternamente víctima del corte del lazo umbilical, un corpus tejido de almas de carne, sangre y huesos, separadas por milenios y que nunca se verán. Almas selladas con el símbolo de nuestro origen. Almas con ombligo. Todas. Incluso la del Redentor.
Quizás Adán lo tuvo en el pecho, donde faltaba una costilla. Quizás Eva, como excepción, quedó limpia del estigma de la mundanidad, el que luego marcaría a su descendencia. Quizás los clones engendrados en el futuro carezcan de la huella ventral, y esa minúscula diferencia empuñe el último baluarte de nuestra identidad, la clave para comprender quiénes somos. Nos recordará que no venimos de la nada, que nunca existirá el hombre hecho a sí mismo. Insistirá en que, tras esta cicatriz, se agazapan las historias de la Historia. Quizás, como Júlia, habrá que mirarse el ombligo. Quizás así podremos salvarnos.