Crónica Guerra en Gaza Nº 719 Geopolítica
El 7 de octubre de 2023, Hamás perpetró la mayor masacre en la historia de Israel. El país hebreo contestó arrasando la Franja de Gaza. Seis meses después, Oriente Medio está en llamas. La madre de todas las guerras ha despertado. El mundo contempla los muertos, mientras Tierra Santa se ilumina cada noche en honor a los caídos.
Con veinte años y un destino, la sargento Yarin Marie Peled escondió una nota manuscrita en el bolsillo del pantalón. Los disparos y el caos ahogaban la base militar de Nahal Oz, junto a la franja de Gaza. Treinta kilómetros al sur, su familia se refugiaba de los proyectiles de Hamás, como miles de ciudadanos más en los kibutz colindantes a la Franja. Era el 7 de octubre de 2023. El grupo terrorista empezó su ofensiva con dos mil cohetes. Más tarde llegarían las lágrimas, los secuestros, las carreras y el terror. A Kfir Bibas, de diez meses, lo raptaron junto con su hermano y sus padres. Al soldado Adir Tahar lo decapitaron. Las fuerzas especiales israelíes encontraron su cabeza en un congelador de Gaza. Otras dos compañeras fueron ejecutadas con disparos en la vagina.
—¡Papá, te estoy llamando desde el teléfono de una judía! Acabo de matarla, también a su marido —gritaba exaltado Mahmoud, en una llamada interceptada por las Fuerzas de Defensa de Israel—. ¡He asesinado a diez con mis propias manos! ¡Papá, abre WhatsApp y mira a cuántos he matado!
—Allahu Akbar, Allahu Akbar —acertaba a repetir su padre entre la voz excitada de su hijo y los gemidos desesperados de su esposa.
—He sido el primero en cruzar gracias a la ayuda y protección de Alá. Mantén la cabeza alta, padre.
—Mahmoud, Mahmoud. ¿Dónde estás? —interrumpía su hermano Alaa—. ¿Has matado a diez? ¡Regresa!
—¿Qué quieres decir? No hay vuelta atrás. Es morir o vencer. Mamá me dio a luz por la fe.
Mahmoud quería enseñar el reguero de sangre en el kibutz de Mefalsim a través de una videollamada. Sus padres apenas le escucharon repetir: «Mátalos, mátalos, mátalos». La suerte estaba echada para un joven convencido de sacrificar la vida por su familia, su pueblo y su Dios.
Para entonces, Ron Lobel entendió que los protocolos de seguridad que había elaborado no servían para nada. Los terroristas burlaban la defensa israelí por tierra, mar y aire. La brecha era tan grande que ni el Ejército podía frenarla ni los asaltantes contaban con un plan para seguir avanzando. Al ver a los milicianos por su ventana, el director de Desastres y Emergencias del único hospital israelí en la frontera con Gaza dejó la teoría a un lado e hizo dos cosas: agarrar un cuchillo de cocina y prometerse no tirar de la cadena. Al recordar la segunda, Lobel deja escapar una sonrisa que no tarda en borrar. Su vecina accionó la cisterna y lo siguiente que escuchó el médico fue la explosión de una granada. Los islamistas volaron el baño. Ella murió calcinada en su interior.
«Mi casa es la última en Netiv HaAsara [un pequeño poblado a 300 metros del muro de hormigón]. Empecé a escuchar voces. Después disparos. ¡Disparos de bala en el interior del kibutz!», exclama Lobel, todavía sorprendido. «Nunca habíamos oído algo así. Supe enseguida que esta vez era diferente».
Y lo fue.
Con un saldo de 1200 muertos y 240 secuestrados, el 7 de octubre se convirtió en la mayor masacre en la historia del Estado de Israel. También en el inicio de una guerra que enfrenta a Tel Aviv y Hamás desde hace cinco meses, al cierre de esta edición. Ese mismo día, Benjamín Netanyahu, primer ministro israelí, declaró el estado de guerra y prometió «una poderosa venganza». Más de 350 000 reservistas comenzaron a llegar de todas las partes del mundo.
Hombres como Yoav, al que el ataque le pilló en Bolivia. En chancletas y con un mapa de Israel tatuado en el gemelo izquierdo, preguntaba el 11 de octubre en la terminal 4 del madrileño aeropuerto de Barajas quién más regresaba para luchar. Eli era uno de ellos: «Podemos hablar del respeto a la vida, de historia o de las reglas de la guerra. Para nosotros está muy claro: si queremos sobrevivir, invadir Gaza es la única opción».
Eli guardó la boina militar en un cajón el verano pasado, tras 26 años en las Fuerzas de Defensa de Israel, y se regaló un viaje de retiro a Latinoamérica con su mujer y sus cuatro hijos. Al leer las noticias del asalto, agarró el teléfono y escribió a su antiguo comandante: «¿Qué vamos a hacer? ¡Deme órdenes!». Su exjefe le contestó que volviera. Y el antiguo soldado cogió un vuelo a Buenos Aires y otro a Madrid, donde compró un último pasaje para aterrizar en Israel.
«Es muy difícil que no encuentres en la cola a alguien que haya perdido a un familiar, un amigo o un vecino», se lamentaba Ana intentando contener el llanto con las manos. «Soy de izquierdas, pero esta guerra no es por Dios o la tierra. Esta vez es personal». Ella llevaba varios días sentada en la última esquina de la T4, porque todas las aerolíneas, excepto El Al —compañía nacional israelí—, habían cancelado los viajes a Tierra Santa. Los pasajeros se elegían entonces según los intereses del país hebreo. Un cribado para decidir quién factura y a quién le toca esperar.
«Primero los que han recibido llamada del Ejército», gritó un responsable de seguridad. «Después los que tienen funerales, los que han perdido a alguien y los que tengan que llegar a un hospital». También dejaron pasar a médicos, forenses dentales y cualquier profesional que pudiera ayudar a la sociedad israelí. Los medios de comunicación —como se ha demostrado con el control informativo y la prohibición de entrar en Gaza— nunca fueron una prioridad.
Adah se vuelve en la fila 35 del vuelo Madrid-Tel Aviv del 12 de octubre. «¿Eres periodista? ¿Propalestino o proisraelí?», pregunta antes de rellenar el silencio con un monólogo acelerado. La embriaguez colectiva de una guerra que arranca va acompañada siempre de individuos con emociones culpables por no haberse preparado. Ella esquivó el servicio militar obligatorio a través del Sherut Leumi, o Servicio Nacional. Una excepción con la que, sobre todo mujeres de familias sionistas religiosas, evitan alistarse. A su alrededor, los pasajeros miran pantallas que reproducen sin descanso el trauma de una nación herida. No hay asientos libres en el avión ni espacio para la mudez. Son mujeres y hombres anónimos volando a la tierra del dolor en la que sus muertos aguardan el último adiós. «¿Sabes? —dice Adah tras una pequeña pausa— ahora lo pienso y creo que me equivoqué. Ayer despedí en Madrid a una amiga y… aunque haré voluntariado... no sé. Ella tenía una llamada del Ejército y yo no».
Eli —que significa exaltar a Dios, en hebreo— se sienta dos filas más atrás. En 2005 le desplegaron para cubrir la retirada israelí de Gaza. Horas antes de empuñar de nuevo el fusil, mira de reojo a la mayor de sus hijas y baja la voz. «Les dimos el control y les dejamos vivir, pero lo que han hecho es obra de animales. Ahora nos toca a nosotros arrinconarles y debemos hacerlo de tal manera que en los próximos cincuenta años ningún niño israelí tenga que preocuparse».
Chicos como Yair y David, que tocan los tambores improvisados de la guerra golpeando columnas metálicas a la salida del aeropuerto de Ben-Gurión, en Tel Aviv. A su alrededor, decenas de jóvenes aplauden, vitorean y cantan el himno nacional —La esperanza— para recibir a los reservistas en el aeropuerto.
Mientras exista un corazón ardiente
donde palpite pura el alma hebrea,
y haya ojos que miren a oriente,
y en Sion se concentre una idea
nuestra esperanza no estará perdida.
Nuestra esperanza eterna y sacrosanta
de ser una nación libre en nuestra tierra,
la tierra de Sion y Jerusalén.
La operación Espadas de Hierro ha comenzado.
En los primeros seis días, los aviones y helicópteros israelíes lanzaron seis mil bombas sobre Gaza. La campaña se planificó por fases. La primera consistió en un castigo desde el aire para romper las defensas y perseguir a Hamás en su propio territorio. El Ejecutivo hebreo vació el norte de la Franja. Forzó a desplazarse a un millón de personas. Su aspiración: cazar a los terroristas, descabezar su estructura y destruir la red de túneles donde se esconden. Un movimiento con botas sobre el terreno que pretendía ser quirúrgico.
Pero del papel a la realidad hay un trecho. Se estima que tres cuartas partes de la población gazatí, alrededor de 1,7 millones de personas, han huido forzosamente hacia el sur, sin poder escapar de la Franja. Más de la mitad de edificios han quedado dañados o destruidos, y el conteo de víctimas supera las 30 000, según el Ministerio de Salud de Gaza, controlado por Hamás. Incluso las estimaciones más prudentes creen que se trata del mayor número de muertos árabes en conflicto con Israel, una lucha que se remonta a 1948, tras la creación del Estado hebreo. Guerras y «maniobras especiales» entre dos pueblos enfrentados que habitan la misma tierra, esgrimen los mismos argumentos y miran al cielo implorando al mismo Dios. La llaman «la madre de todas las guerras», y los hijos del conflicto saben que morir jóvenes es una posibilidad.
La sargento Peled lo intuyó entre el humo y las balas del 7 de octubre, mientras rescataba a sus compañeros en la base de Nahal Oz. En el bolsillo de su pantalón escondió su último deseo. La nota pedía a los miembros de Magen David Adom, una organización similar a la Cruz Roja en la que participaba como voluntaria, acudir a su funeral ataviados con el uniforme. Su miedo se cumplió y, en lugar de un luto negro, varios centenares de camisas blancas, con la estrella roja de David, pintaron el camposanto de Savyón. Fue el 22 de octubre de 2023, dos semanas más tarde del ataque de Hamás. ¿Por qué quince días después de su muerte, si la ley judía obliga a honrar a los difuntos a las veinticuatro horas de expirar?
Porque la ley del hombre no siempre va de la mano de la ley de Dios.
Chen Kugel se lleva las manos a la cabeza. Está cansado. Millones de ojos y dedos apuntan hacia él. Es el director de Abu Kabir, el Centro Nacional de Medicina Forense de Israel. La dificultad para identificar los cadáveres del 7 de octubre es un drama nacional. Habitualmente, se aplica alguno de estos tres procedimientos para averiguar la identidad de los muertos: visual, dental o ADN. La crudeza de los crímenes impidió llevar a cabo las dos primeras técnicas en una gran parte de los despojos. En otros muchos, tampoco sirvió la última.
«Nunca habíamos sufrido algo similar. Llevo 31 años de médico forense y he visto asesinatos, accidentes, guerras… Muchas cosas. Pero nunca algo así», confesaba Kugel. «De algunos cuerpos tan solo queda un kilo de huesos». Estos casos complicados son los que recibe cada mañana desde la base militar de Shura, convertida el octubre pasado en una gran morgue. Un puerto improvisado en pleno desierto donde dieciséis contenedores albergan los restos de las víctimas.
Al rabino Jaim Vaisberg se le escapa una arcada. El olor a muerte se escabulle, al abrir la gran caja de metal, con el frío de la cámara frigorífica. Bolsas numeradas de diferentes tamaños y colores ocultan los restos. La sede habitual del Rabinato del Ejército israelí es ahora la desembocadura de un río de muerte nacido en el sur. Un lugar en el que los forenses tratan de poner nombres y apellidos a las escenas de terror que todo el país ha visto a través de canales de Telegram. La mayor catástrofe desde el Holocausto para la comunidad judía.
Historias como la de Gad Haggai, de 73 años, acribillado por las balas en Nir Oz. O la de Mila Cohen, de nueve meses, asesinada en Be’eri. Los asaltantes de Hamás no tuvieron reparo, se ensañaron con niños y abuelos por igual. Hay otros muchos cadáveres calcinados y mutilados. Equipos de especialistas en rayos X, escáneres, fracturas, operaciones, biopsias… cotejan todo tipo de historiales médicos en busca de un hilo del que tirar. Kugel es incapaz de ocultar su frustración.
«No me avergüenza decir que habrá gente a la que nunca se le identificará. Me da pena. En algunos cuerpos, de verdad, no queda nada más allá de carbón y trocitos minúsculos de hueso», reconoce el forense en un descanso.
—¿Ha cambiado su trabajo la visión del conflicto?
—Espero que lo peor haya pasado, que no haya más civiles. Los políticos hacen las guerras, aunque el pueblo no quiera, pero ahora en Israel la esperanza se ha acabado. No creo que pueda haber paz.
Y el tiempo le dio la razón.
Desde aquella conversación a mediados de octubre, miles de extranjeros abandonaron el país. Hizbulá, grupo chií libanés, aumentó los ataques por el norte y amagó con abrir un nuevo frente. Se acordó una tregua. Israel y Hamás intercambiaron prisioneros por secuestrados. El Gobierno de Netanyahu se enfrentó a las protestas internas de un pueblo unido por el conflicto, pero que vio resquebrajada la promesa de seguridad en el interior de sus fronteras. El Ejército continuó arrasando desde el aire y penetró en Gaza con blindados. Los muertos palestinos se multiplicaron. Dos civiles por cada miembro de Hamás, según reconoció una fuente israelí a la agencia de noticias AFP el pasado diciembre.
Las estimaciones más recientes de la inteligencia estadounidense mantienen la ratio, y calculan que las Fuerzas Armadas han neutralizado a entre el 20 y el 30 por ciento de los militantes de Hamás. Es decir, cerca de diez mil, de las treinta mil víctimas. El resto, la mayoría, son civiles, como Omar Shamallakh, de dos meses, sepultado bajo los escombros junto con nueve de sus familiares tras un ataque aéreo israelí. O como Besán Helasa, estudiante de Medicina, de 19 años, y su hermano Omar, también masacrados desde el aire.
En uno de sus últimos días con vida, Besán publicó un mensaje en redes: «Mi gente y yo estamos subyugados, perseguidos, asesinados y torturados en una prisión a cielo abierto […]. Tengo sueños que todavía no he cumplido, tengo una vida por vivir. Tengo una familia a la que amo y por la que temo. Si somos todos exterminados por esta ocupación bárbara, nuestro crimen será simplemente haber defendido nuestra tierra robada y demandar nuestros derechos como humanos. No perdonaremos al mundo».
Tres días más tarde, el 14 de octubre de 2023, Besán Helasa dejó de escribir.
A Dol se le atraganta la palabra paz.
Lo dice en Ramala, a quince kilómetros de Jerusalén y ochenta de Gaza. El corazón de Cisjordania —la región que, junto con Gaza, conforma Palestina— es ahora otro enorme campo de prisioneros. Netanyahu revocó el permiso de trabajo a los palestinos, a los que también dificulta coger vuelos. La tensión en los territorios ocupados crece cada semana con redadas nocturnas y asesinatos perpetrados por las Fuerzas Armadas. Son 400 muertos y 7000 detenidos entre octubre de 2023 y marzo de 2024 a manos del Ejército israelí en ciudades alejadas de los combates.
Estas cifras explican, en parte, el creciente apoyo a Hamás. Al oeste del Jordán es habitual ver banderas y brazaletes en favor del grupo terrorista por las calles, y escuchar cánticos de «El pueblo quiere a Hamás». Sobre todo, tras la liberación de encarcelados durante el alto al fuego, a finales de noviembre. 105 israelíes secuestrados a cambio de 240 prisioneros palestinos, la mitad menores de edad sin condena. De los otros 135 rehenes sigue sin haber noticias.
El Palestinian Center for Policy and Survey Research, uno de los think tanks palestinos más respetados por los observadores internacionales, lanzó en diciembre la última encuesta de opinión pública. La principal revelación del sondeo fue el alto respaldo a Hamás en Cisjordania tras el inicio de la guerra. En septiembre era del 12 por ciento; en diciembre, del 44 por ciento. Por primera vez desde que existen registros, el grupo yihadista, nacionalista e islamista cuenta con más respaldo entre los habitantes de Cisjordania que entre los de Gaza (42 por ciento).
«Son los únicos que nos protegen. Los israelíes vienen todas las noches [al campo de refugiados de Jalazone] y se llevan a la gente. Nos matan y escupen», rabia Naafash, de veinte años. La colonia judía Beit El está a unos cientos de metros de su casa, ocho kilómetros al norte de Ramala, y tampoco se libran de ellos durante el día. Los viernes, jóvenes palestinos cargados con cócteles molotov y piedras se enfrentan a los soldados en los alrededores de la gasolinera en la que trabaja Naafash. Él lo ve todo en un gran televisor gracias a las dieciséis cámaras de seguridad de la tienda. O lo veía. Desde que empezó la invasión terrestre, sintoniza Al Jaazera para ver las noticias. «Cien mártires más», gruñe, señalando la última hora en la pantalla. «¿Solo cuatro ocupantes heridos? Ojalá Dios no les permita volver».
La cobertura del canal catarí funciona las veinticuatro horas del día, con conexiones por media Europa que muestran el apoyo a la causa palestina. La información del interior de Gaza depende de periodistas locales que arriesgan la vida. Tan solo Clarissa Ward, veterana corresponsal de la CNN, logró colarse unas horas en la Franja, sin entrar con el Ejército israelí. Según el informe del Comité para la Protección de los Periodistas del 20 de febrero, 88 informantes han perdido la vida en el conflicto. El mundo árabe lo aprecia, las retransmisiones se siguen en fruterías, restaurantes, tiendas de ropa y joyerías.
—Un nuevo mártir —suspira Chuck, en su bar, mientras da una calada a la cachimba.
—Insallah —resopla un parroquiano, apostado bajo un cuadro de Arafat.
La televisión enseña el cuerpo de un niño enterrado en ladrillos. Se escucha la respiración entrecortada de una carrera sin rumbo. El zoom de la cámara enfoca el rostro oculto por el polvo blanco. Las sillas de madera se retuercen en el Ramallah Café.
Una gota de cera cae en el asfalto de Tel Aviv. La antigua plaza de los Museos, ahora renombrada de los Rehenes, la ocupa una mesa sin comensales que honra con velas ardientes a los que no están. El mismo día, a medio centenar de kilómetros, la plaza Al Manara de Ramala celebra una vigilia por los mártires de Gaza. La noche oscura se ilumina con la luz de las velas. «Bring them home now! (¡Traedlos a casa ya!)», gritan unos. «We’re not numbers! (¡No somos números!)», claman los otros. En las concentraciones cambia el idioma, la ropa y el nombre del Dios al que se reza. Homenajes a los que no están en una lengua ajena. Nadie quiere ver al mundo olvidar a los suyos.
«Todo en mí está tambaleándose. Es una crisis difícil de resolver. No entiendo a mis amigos extranjeros, temo a mis vecinos y me siento traicionada», confiesa Sheli, voluntaria de las familias de secuestrados israelíes. A sus 50 años ya no sabe qué pensar de Occidente y de su Gobierno. Del enemigo no duda. «Es una vida entera luchando por la paz y discutiendo en Israel, pero han llegado ellos con cuchillos y kalashnikov y lo han cambiado todo. Nos matan en nuestras casas, ¿y los culpables somos nosotros por el pasaporte que tenemos?».
Dol arquea las cejas, mientras enciende una vela a su hijo Alaa, de seis años. «Los judíos nunca se sentarán en una mesa con nosotros para respetar nuestras peticiones. Quieren una única solución, ¡pero nunca renunciaremos a nuestro país! Los políticos decían que, si Arafat se marchaba, todo terminaría bien. Arafat se fue con Dios y nada cambió».
Su esposa le pide contar su pasado militante. Dol luchó en la Segunda Intifada. Cinco años de violencia que dejaron miles de muertos y escenas como el asesinato de Muhammad al-Durrah, de doce años. La imagen de su padre tratando de protegerle con su cuerpo, y llorando desconsolado después con el cadáver entre las piernas, dio la vuelta al mundo.
—Palestina es como un niño pequeño al que encierran en una esquina —explica Dol, mirando a Alaa—. Aunque sea buena persona, si lo hacen día tras día se volverá agresivo y atacará.
—Muchos consideran terrorismo el 7 de octubre…
—La violencia de Hamás nunca será comparable a la de Israel.
La imagen que mejor define Tierra Santa estos días no es un muro, sino un espejo en el que dos pueblos se miran y señalan. La identidad, la religión, la política o el odio se alimentan de un conflicto interminable para el que se prepara a las nuevas generaciones a cada lado de la alambrada. Donde unos ven el efecto colateral de la represión, otros las consecuencias de un castigo contenido. Si unos pelean por el futuro de su pueblo, otros por la existencia de su nación. A muchos les mueve la defensa de su fe, y de una tierra manchada con la sangre de sus antepasados.
«Israel busca que los jóvenes olviden la identidad palestina, y por eso nosotros debemos recordarles el significado de la ocupación», dice Adam, con su hijo Marcel, de tres años, a hombros agitando una bandera palestina. «Tienen que entender que esta tierra es su tierra y que deben luchar para defenderla».
A poca distancia, Rehana pide que se escuche a la mayor de sus hijas. Hace nueve inviernos que regresaron a Cisjordania desde Estados Unidos. «Todos pelearemos hasta el final contra el ocupante. No me importa morir por mi país», reconoce Manar. «Es mi gente y mi tierra, ¡no cabe la traición!». Pronto cumplirá dieciocho años.
—¿Por qué decidiste volver con tus hijos?
—Aquí conocen su cultura, sus tradiciones y lo dura que es la situación para los palestinos —responde Rehana con orgullo—. No me arrepiento de traerles, están aprendiendo.
Un legado transmitido de generación en generación. Historias grabadas en la memoria colectiva de comunidades que han resistido la adversidad. Mientras el mundo cuenta muertos, Tierra Santa se ilumina cada noche en honor a los caídos.
«En Europa lo habéis olvidado porque lleváis décadas en paz y vivís sin fronteras, pero no siempre fue así. ¿Qué harías si te atacan todos los días con cohetes? ¿Y si raptaran a tu familia y acuchillaran a tus vecinos? Esta es una guerra por nuestra existencia», justifica Asaf Uzan, paramédico de la castigada ciudad hebrea de Sederot. «El mundo ve a Palestina como el inocente, pero ¿acaso no lo eran los jóvenes del festival? ¿Qué hay de los niños que mataron? Son mártires».
—¿Merece la pena que mueran más?
—¿Deberíamos marcharnos? —repregunta Uzan—. Estuvimos en el exilio y acabó en Holocausto. ¿Qué solución me das?
Se lo planteo a uno de los veteranos del hospital. Rob Loben instruyó durante décadas a doctores palestinos en el complejo médico de Ascalón. Colegas de profesión que derivaban las patologías más espinosas a su mentor. En algún caso, también surgió la amistad.
—¿Es posible el perdón?
—Siempre es una posibilidad y una buena opción. Primero tenemos que empezar por perdonarnos a nosotros mismos por la falsa sensación de seguridad con la que vivíamos. Una ilusión —responde Loben, descreído—. Nuestro pueblo era uno de los más bonitos del mundo, y estoy seguro de que volveremos para rehacer los huertos y las casas. Eso será fácil. Reconstruir y rehabilitar nuestras almas será mucho más complicado. No estoy seguro de que vaya a ser posible.