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En una aldea remota de Baja California, dos mujeres son las únicas hablantes del ku’ahl, un idioma indígena que se considera extinto desde el año 2000. Doña Daria y su tía doña Teresa preservan en sus conversaciones las últimas palabras de una lengua milenaria. Acompañamos al documentalista Álvaro Hernández en su viaje por los susurros finales de un idioma que se ha llevado el tiempo.
Aún quedaban dos horas de trayecto, pero hacía ya veinte kilómetros de cualquier indicio de civilización. Era lo más remoto de la Baja California. Me rodeaban cerros rocosos, brillaba un cielo azul intenso moteado de pequeñas nubes y una carretera sinuosa se extendía por delante. Era diciembre y en la oscuridad merodeaban los asaltantes, por lo que tendría que haber pasado Ojos Negros en mi camino de vuelta hacia las seis de la tarde, antes de que cayese la noche. En el trayecto de ida fue en esa aldea donde me paró un retén militar:
—¿A dónde va? —inquirió el cabo.
—A Santa Catarina.
—¿Y a hacer qué?
Buena pregunta. Lo más probable era que nada, es decir, que no fuera a lograr mi propósito. Pero le conté mi intención, por absurda y dudosa que pudiera sonar:
—Busco a las dos últimas hablantes del idioma indígena ku’hal. Me gustaría grabar un documental sobre ellas.
—¿Qué idioma dice?
Era lógico que no le sonara una lengua que el Gobierno mexicano había declarado extinta en el año 2000. El cabo me explicó que en esa región, si acaso, se hablaba el paipai, pero cada vez menos, conforme iba muriendo la población anciana. Del ku’hal no sabía nada. Es más, nunca había escuchado el nombre. Me revisaron el coche y me dieron la indicación de seguir «con cuidado».
Las muertes más desoladoras son aquellas que nadie percibe, aquellas que parecen no merecer luto. En el mundo se hablan en torno a siete mil idiomas, pero cada dos semanas uno se extingue. En México, el Instituto Nacional de Lenguas Indígenas (INALI) establece que una lengua está en «alto riesgo de desaparición» cuando lo utilizan menos de mil personas, cuando menos del 10 por ciento de ellas tienen entre cinco y catorce años y la variante se emplea en menos de veinte localidades. El idioma que yo iba a investigar cumplía los tres criterios con creces: dos hablantes, de 67 y 92, que vivían en el mismo pueblo.
El GPS del todoterreno marcaba la ruta hacia la misión dominica de Santa Catarina, o lo que quedaba de ella. El asentamiento, levantado en 1797, se incendió en un conflicto con los indígenas en 1840 y permaneció en ruinas desde entonces. En el mapa figuraba como un punto solitario en medio del monte, sin carreteras alrededor. Eso volvía los últimos kilómetros del trayecto un misterio sobre el que tendría que improvisar. Aquel reducto estéril era un portal a una dimensión pretérita que pronto se cerraría para siempre.
En aquella ruinosa aldea, con sus caminos de tierra y sus chozas ruinosas de tejado colapsado, solo di con un hombre. Un señor orondo, de piel curtida al sol, de apariencia en torno a los cincuenta años, estaba reparando una pickup destartalada cuando me vio a lo lejos. Salió a mi encuentro con curiosidad cautelosa. Unos metros por detrás, un perro amodorrado le seguía los pasos. Me presenté al caballero y le pregunté por doña Daria Mariscal, la más joven de las dos hablantes del ku’ahl. La cuestión sonó fútil: las únicas pistas que tenía de doña Daria eran un artículo de hacía doce años de la revista México Desconocido y las reseñas esporádicas en Google del llamado Museo ku’ahl de Santa Catarina.
El hombre aseguró que conocía a doña Daria, pero que justo ese día había salido a hacer recados a la ciudad costera de Ensenada, a unas dos horas. Emitió una risita y se encogió de hombros, como diciendo «Siempre está aquí, pero justo hoy no». Le pregunté por doña Teresa, la tía anciana de doña Daria, que también figuraba en aquel artículo viejo. El señor me dijo que se había marchado con su sobrina. Doña Daria y doña Teresa seguían vivas, y con ellas también sobrevivía el ku’ahl.
Le pedí a aquel hombre un contacto —teléfono, email, redes sociales, ¡lo que fuera!— para escribir a doña Daria. Me dijo que no sabía de ningún medio para contactarlas.
—Pero… sí conoce a doña Daria, ¿correcto? —me quise cerciorar.
—Sí, la conozco. Es mi madre.
Santa Catarina tenía ese punto surrealista, como un Macondo abandonado en la yerma montaña, como el llano de Juan Rulfo, con sus idiosincrasias oníricas que hacían fruncir el ceño y esbozar una sonrisa incrédula. «México mágico», suelen decir los paisanos ante esos pequeños eventos cotidianos que desafían la lógica.
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Resultó que el señor se llamaba Felipe. Se afanaba en buscar un papel y un bolígrafo. «¡Ni que fuera indio!», resoplaba mientras inspeccionaba los recovecos de una chocita llena de herramientas. Me extendió por fin una hoja de cuaderno manchada de aceite de motor y un bic. Allí escribí mi propuesta de grabarlas para un documental y dejé mis señas para doña Daria. «¿Y usted habla ku’ahl?», le pregunté a Felipe. Me dijo que lo entendía, pero no lo hablaba. Ni que fuera indio.
SONIDOS DE OTRO TIEMPO
De pronto habían pasado dos semanas. Sonó el teléfono. «¿Hola? Recibí tu nota». Era doña Daria. «Me gusta la idea. Hagámoslo». Ya fuera por su clima desértico, por su separación del resto del país, su lejanía con respecto a la capital o por su bajísima densidad poblacional, el caso es que la península de Baja California siempre había sido un anexo casi irrelevante de México. Por eso campaba a sus anchas el narcotráfico en esas carreteras. El Gobierno federal decidió hacía dos décadas declarar muerto al idioma ku’ahl sin preocuparse siquiera de buscar un cadáver.
En Santa Catarina solo se escuchaba un sonido tenue que provenía de una choza con una tela roída puesta para hacer sombra. Pat, pat, pat, pat… Un botijo de barro adquiría forma bajo los pequeños palmoteos de una mujer de unos sesenta y muchos años. Me acerqué. «¿Doña Daria?». «Sí soy». Me tendió su mano, fuerte y revestida de una capa de arcilla seca. Me invitó a tomar asiento a su lado. Al poco de comenzar la conversación, señaló que le resultaba gracioso mi modo de hablar, mi acento castellano. Le expliqué que yo venía de España, y me preguntó dónde quedaba eso. Pat, pat, pat, pat…
El castellano de doña Daria era rudimentario, marcado por un deje que se diría extranjero; no de otra tierra, pero sí de otro tiempo. La mujer manejaba tres lenguas. Dominaba el paipai, otro idioma indígena de la zona que aún mantiene unos 150 hablantes, una pingüe cifra en comparación con las dos hablantes del ku’ahl. Esta lengua carece de tradición escrita, y, además, los intentos de doña Daria por dar con gente interesada en aprenderlo habían sido todos en vano, tanto en talleres culturales que no prosperaron como incluso dentro de su propia familia. Cuando doña Daria se dio cuenta de que el ku’ahl estaba condenado a desaparecer, ya era demasiado tarde para un rescate a la desesperada. En apenas tres lustros habían fallecido su madre, Catalina, y sus tíos Casimiro, Tomás, Celso, Miguel y Anastasio. Solo quedaban las tías Teresa y Paula, pero esta última había dejado Santa Catarina décadas atrás, al casarse con un ranchero mexicano de los que solo hablan español. Como tantos indígenas cautivos de la modernidad, la tía Paula no miró atrás y nunca volvió a musitar un vocablo ku’ahl.
Muy distinta es la historia de su hermana Teresa. En cuanto a los hijos de doña Daria, Felipe y Evaristo, ellos pronto comprobaron que el ku’ahl era la herramienta menos necesaria para prosperar en pleno siglo XXI, y centraron sus energías en formarse como mecánicos y captar clientela más allá de la olvidada Santa Catarina. Doña Daria, sin embargo, se conformó con vender vasijas de barro confeccionadas a mano, haciendo de su indigenismo un modesto pero sostenido comercio. «Antes solía ir al CECUT [Centro Cultural de Tijuana] a vender. Pero en el viaje se me rompían bastantes vasijas, y ahí no les interesaba el ku’ahl. Así que dejé de ir», me contó con la resignación de quien contempla cómo su mundo se ve poco a poco reducido a meros adornos despojados de historia.
A unos treinta metros del taller de doña Daria había una casita con tejado de hojalata y las paredes blancas y rojas. Una placa recordaba que la vivienda la había donado el Gobierno. Por la puerta emergió una anciana. Delgada y de rostro enjuto, parecía que se la podía llevar una de esas polvorientas ráfagas de viento. «Ahí viene mi tía», anunció doña Daria. La nonagenaria se acercó con un brío llamativo para su edad, decidida a refugiarse de la ventisca arenosa. Me sonrió y me dedicó unas palabras que no entendí. Me estremeció el sonido del ku’ahl, con sus extraños fonemas, sus vocales cerradas y sílabas aspiradas. Claro que yo no captaba nada, pero me golpeó aquella aura atávica y sibilina. Años después de su supuesta desaparición, ahí me hallaba yo adivinando en su hábitat a ese elusivo animal en altísimo riesgo de extinción: el ku’hal.
Una especie de animal puede declararse extinta cuando aún hay especímenes con vida pero la reproducción es inviable. Si quedan dos pero, por el motivo que sea, no se pueden reproducir (mismo sexo, edad avanzada…), se puede hablar de su extinción como un hecho consumado. Ni que decir tiene si solo queda un espécimen. El caso de doña Daria y doña Teresa se antojaba tristemente paralelo; era cuestión de tiempo que doña Daria se quedara sola como única hablante del ku’hal. ¿Con quién conversaría entonces? Un idioma que no sirve para comunicarse es un idioma muerto.
El respeto y el amor que doña Daria le tenía a su tía Teresa eran evidentes. Hubo un tiempo en el que doña Teresa era el alma de Santa Catarina, cuando en las calles de esta aldea aún correteaban los niños y resonaban los cohetes y la música de las fiestas locales. «Le encantaba bailar y cantar», me contaba la sobrina echando la memoria atrás. Doña Teresa era la más joven de sus hermanas. Para doña Daria, fue la tía chida, la que tardó más que nadie en casarse, la que más se aferró a su despreocupada juventud. Pero hacía mucho de aquello. Cuando por fin contrajo matrimonio a los cincuenta años, doña Teresa ya no pudo estrenar maternidad. Su alegría y sus ganas de baile se mermaron por completo al enviudar, poco tiempo después de casarse. Una disputa por la casa de su marido recién fallecido la enemistó con varios sobrinos y las tensiones llegaron al punto de que uno de ellos atacó a Celso, hermano de doña Teresa, con tal violencia que el hombre quedó inválido. Doña Teresa, de pronto, era una señora viuda, sin casa y con un hermano al que tendría que cuidar el resto de sus días. Quizá de manera no elegida, la vida quiso que doña Teresa quedara anclada a Santa Catarina, al pasado, al ku’ahl. Cuando Celso murió, doña Teresa se mudó más cerca de doña Daria, su sobrina preferida… y la única que le quedaba.
Doña Teresa solo hablaba ku’ahl y paipai —nada de castellano—, por lo que yo no podría conversar con ella. La sobrina ejercía de traductora mientras yo explicaba mi idea de hacer un cortometraje documental sobre ellas. La anciana asentía lentamente y con una sonrisa cortés. Les expliqué que ellas no tendrían que hacer nada en particular que se saliera de su día a día. Esto alivió a doña Daria. Me contó que hacía muchos años unos lingüistas del INALI la habían sometido a horas y horas de tediosa entrevista acerca de la gramática que rige el ku’ahl. Doña Daria se vio abrumada, y me confesó que sabe hablar ku’ahl, pero no necesariamente enseñarlo.
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El día de la grabación pasamos la mañana en la choza-taller de doña Daria. Ella practicaba su alfarería mientras doña Teresa la observaba. Comentarios susurrados en ku’ahl rompían a ratos el silencio. De cuando en cuando les lanzaba alguna pregunta, y doña Daria a su vez la refería en ku’ahl a su tía. Charlaban en su lengua secreta y soltaban alguna que otra risotada. Quizá se reían de mí.
Doña Daria comenzó a hablar español con doce años, cuando su mente y su entendimiento del mundo habían interiorizado la cosmovisión kumiai, nombre del pueblo amerindio originario de lo que hoy es el suroeste de Estados Unidos y el noroeste de México. Me contó sobre su abuela, Petra Carrillo, y cómo aquella mujer de sabiduría ancestral podía intuir cosas mirando la noche estrellada, oliendo el aroma de tormenta o analizando el color de los atardeceres. «Yo no sé cómo hacía, pero lo que decía se cumplía», rememoraba doña Daria con admiración. Petra fue la última en vivir en una cabaña con techo de sotol, esas hojas largas y delgadas con que los ku’ahl se resguardaban de la lluvia. Daria recordaba su infancia bajo ese tejado, haciendo redes de fibra de agave, dando forma a sus primeras vasijas mientras escuchaba las largas historias que relataba su abuela. Todo un universo contenido en un pequeño cuchitril de adobe.
«Qué suerte que no fui a la escuela, porque por eso es que aprendí el idioma». En aquella época, los esfuerzos del Gobierno para integrar a las poblaciones indígenas pasaban por hacer del castellano su primera —e incluso su única— lengua. Las escuelas impartían exclusivamente en castellano, de tal modo que hablar un idioma indígena pronto cobró la connotación de analfabetismo. Doña Daria no había recibido una educación formal, pero sí los últimos coletazos de una cultura moribunda. Su tío Tomás le enseñó a leer y escribir con los restos de carbón sobre tablas de madera, lo suficiente para no considerarse analfabeta. De su madre, de su abuela Petra y de su tía Teresa, aprendió sin complejos la vida ku’ahl. Y por eso se siente una privilegiada y también muy responsable de ser la última delegada de su gente.
En Santa Catarina, la dilatada historia se comprimía, como si los siglos se convirtieran en décadas y los mitos fundacionales en difusos recuerdos de la niñez. Tal vez fuera síntoma de la tradición oral, carente del rigor de las fechas y de referencias certeras. Doña Daria y doña Teresa me hablaron del jalkutat, un lagarto gigante que raptaba a los locales, los golpeaba contra una roca y los devoraba en una cueva. Por suerte, el pueblo se puso de acuerdo para darle caza y vivir por fin en paz. Doña Teresa me dijo que ella no llegó a ver al monstruo, pero que Petra, su madre, sí.
Me refirieron también la historia de un sacerdote que trataba mal a los indios. «No sé por qué lo haría», mascullaba doña Daria con desilusión. Tal y como lo contaba, se diría que aquello sucedió hacía pocos años, pero seguramente me estuviera hablando de episodios acontecidos en el siglo XIX en la misión de Santa Catarina Virgen y Mártir. Debido al terreno seco e infértil, y a las continuas tensiones entre dominicos e indígenas, ahora solo quedaban un par de piedras de la estructura original, apenas una anécdota a pie de página entre historiadores y arqueólogos. A ratos la mirada de doña Teresa se perdía, y su ku’ahl se convertía en un hilo de voz balbuceante. ¿Sentía que se le olvidaba el ku’ahl? «Sí. A veces siento que estoy como enferma», dijo. Los ojos de doña Teresa tenían una mirada amable pero confundida.
UNA LENGUA DE MUSEO
Como los que la precedieron, doña Daria hacía a mano bisutería creada con semillas y piedras de la zona, y arcos y flechas trabajados a la manera de sus ancestros. Me ofreció una pequeña pipa de barro que se usaba para fumar un rapé ancestral, el «tabaco de coyote», una hierba seca que crecía en aquellos montes y que doña Daria recolectaba y guardaba en pequeñas bolsitas con cierre hermético. Me mostró una vasija nupcial, caracterizada por sus dos embocaduras unidas por un aro. «Cuando vuelvas, te explico cómo las hago desde cero». Aquella mujer acostumbraba a honrar a la Virgen de Guadalupe con manualidades hechas a su imagen. Me enseñó varias de ellas cuando fuimos al Museo ku’ahl, que era más bien un polvoriento almacén donde doña Daria guardaba objetos del pasado. «Desde el covid no ha vuelto nadie por aquí. Pero antes, de vez en cuando, venían las escuelas», dijo.
En las paredes del museo, de manera bastante rudimentaria, colgaban unos carteles con unas decenas de palabras en ku’ahl y sus traducciones al castellano. Xmilt - ardilla; Tkpan - ratón; Sirk sirk - grillo; Chkuar - reír; Zpo - saber; Zchi - barrer… No era solo una lista de palabras. Era un testimonio de cómo era la vida en Santa Catarina. Si el lenguaje es la herramienta con la que pretendemos atrapar y entender la realidad, lo que no se incluya en un idioma es como si no existiera.
Los artefactos kumiai que allí se exponían eran parcos y rupestres. A diferencia de las culturas indígenas del sur de México, rebosantes de folklore colorido y sofisticado, en esta región el modo de vida indígena apenas había cambiado desde el Neolítico. Morteros de piedra, faldas de esparto y puntas de flecha componían la mayor parte de la colección de doña Daria. «Sigo encontrándolas por estos montes», me dijo sobre las puntas de flecha, para muchos un pasatiempo apasionante; algo así como la numismática romana del Nuevo Mundo. Doña Daria, en sus largos paseos por los cerros de la zona para buscar excrementos secos de vaca, que usa como combustible para hornear las vasijas, había descubierto varias cuevas con restos arqueológicos. Sobre todo, se trataba de trozos de vasijas que podrían datar de siglos atrás pero que eran idénticas a las que ella misma fabricaba en su taller.
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Le pregunté a doña Teresa qué sentía al verse rodeada de tanta historia. Doña Daria tradujo la pregunta y aguardó la respuesta, pero su tía se mantuvo quieta, bloqueada ante la cámara, como si fuera la primera vez que la veía en todo el día. Susurró un par de cosas con una sonrisa de niña nerviosa esperando a que le quitaran de encima el foco. Doña Daria apretó los ojos, tratando de traducir las palabras de la anciana. Finalmente capituló. «No sé qué quiere decir mi tía…». Y en ese momento, en ese polvoriento almacén, sentí que moría el ku’ahl ante mi lente y la impotencia de las dos mujeres.
En sus conversaciones del día a día habían librado una batalla idealista contra el inexorable progreso. El mundo les había dado la espalda a las lenguas indígenas, pero el ku’hal seguía reverberando entre los valles de Santa Catarina. Sin embargo, ahora la vejez carcomía la mente de doña Teresa, que se apagaba poco a poco. El olvido, ese gran enemigo, ahora atacaba desde dentro. Con la pena aún en el gesto, doña Daria salió e hizo una hoguera para hornear más vasijas de barro, acaso los últimos vestigios verdaderos de un mundo perdido.
EPÍLOGO
Un par de meses después viajé por tercera y última vez a Santa Catarina. Llevé mi portátil para poder mostrar a doña Teresa y doña Daria el documental acabado. Cuando llegué, estaban desayunando tortillas con frijoles. Puse el portátil en la mesa y le di al play. Doña Daria se rió y lloró en distintos pasajes. Doña Teresa estaba más apagada que en mi viaje anterior. La cinta terminó y doña Daria, con los ojos húmedos, se limitó a decir: «Está muy bien». Antes de irme, pregunté a doña Daria por su tía. Doña Daria me contó que su tía se quejaba de que le dolía el corazón. «Me dice que sueña con sus hermanos. Están todos: Casimiro, Tomás, Miguel, Anastasio, Celso, mi mamá… Le dicen: “¿Qué sigues haciendo ahí? Ya ven con nosotros’”».
En el verano de 2022, doña Daria me mandó un whatsapp para contarme que su tía había fallecido. Como una vela cuya llama se reduce poco a poco hasta convertirse en humo y oscuridad, el ku’ahl, de repente, ya no era. Decidí enviar un disco duro rumbo a Ciudad de México. Los destinatarios eran los lingüistas del INALI. Quería que tuvieran los brutos de lo grabado aquel día. Quizá no les serviría para plasmar la gramática y la sintaxis del ku’ahl. Pero por lo menos les serviría para conocer a doña Teresa y doña Daria.