Fotografía: Cortesía de la Bienal de Venecia. Obra del colectivo Claire Fontaine.

Bajo el mantra de «Extranjeros en todas partes», el arte contemporáneo se citó, una vez más, en Venecia. La sexagésima Bienal agrupó, en su seno, estallidos, polémicas, obras maestras, autores nuevos y reflexiones punzantes que trascienden lo artístico. Los críticos respondieron con saña, pasión o escepticismo. Entre una escultura de Claire Fontaine y una instalación de Archie Moore sobrevolaba, siempre poderosa, el aura enigmática que emana de la isla.

Aquí, la niebla es espesa. Tétrica y gigante. En la noche, ya próxima la madrugada, el vaporetto deja tierra firme para adentrarse en las aguas del Gran Canal. Los tripulantes callan. 

El trayecto dura poco. Pero la bruma y su irrealidad, el agua y su silencio, frustran cualquier tentación de caminar rápido. De comportarse de manera normal. En las orillas borrosas, para confirmar que existe, Venecia desvela unas pocas escenas: gaviotas erráticas, gondoleros remando solitarios, torres que desafían la gravedad, sombras que bailan en los puentes, palazzos mal iluminados, pilotes de madera y algas que naufragan en los bordes. 

El agua, negra por efecto de la noche, espeja con dificultades. Los reflejos nacen, viven, se reproducen y mueren. La neblina los firma. «En esta ciudad —escribió Brodsky en Marca de agua— un hombre es más una silueta que sus rasgos particulares».

En el Ponte dell'Accademia, en cuyas cercanías descansa el legado de Tiziano y Tintoretto, una pancarta anuncia la sexagésima edición de la Bienal de Venecia, la feria de arte contemporáneo más antigua del mundo. Pese a que la niebla intenta borrar sus letras (en realidad, quiere borrarlo todo), el título retumba en el cartel: «Extranjeros en todas partes». En noviembre, a un mes del cierre, las obras dan sus últimos respiros. 

PRIMERAS VECES

La Bienal de 2024 encadena muchas primeras veces. Desde su origen a finales del siglo XIX, un latinoamericano cura, por primera vez, la muestra central. Es Adriano Pedrosa, director artístico del Museo de Arte de São Paulo. Otras primeras veces: un artista de Groenlandia en el pabellón danés, una hispanoamericana en el español, un poeta de Martinica en el francés, un artista del pueblo nativo kamilaroi en el australiano, un cheroki en el estadounidense, un colectivo congoleño en el neerlandés, un migrante bosnio en el veneciano. 

Esta edición, escribe Pedrosa en el catálogo, «se enfoca en aquellos artistas que son extranjeros, emigrantes, expatriados, en la diáspora, exiliados o refugiados». Las raíces lingüísticas subyacen en el razonamiento del curador: en italiano, straniero; en portugués, estrangeiro; en francés, étranger; en español, extranjero… Esas palabras conectan, respectivamente, «con lo strano, lo estranho, lo étrange y lo extraño». Así, el paraguas conceptual extiende sus implicaciones. ¿Vivir como extranjero es sentirse extraño? ¿Cuál es la patria de un artista? ¿Su país, su lenguaje, su pasaporte, sus obras, su imaginación, sus lectores, sus pesadillas? ¿Puede ser uno extranjero en su propio país? El tema, contemporáneo y atemporal, exige una propuesta seria. O, al menos, en épocas donde algunos proclaman el óxido del arte contemporáneo y germina la descolonización de los museos, una edición lejana a la enciclopedia, a la retórica del marketing y a los relatos simplificadores. 

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Adriano Pedrosa, director artístico del Museo de Arte de São Paulo.

Pedrosa asume el desafío. Anhela que esta Bienal propicie un «aproximamiento polifónico». Tan polifónico que, en contraste con otros años, la cantidad de creadores en la muestra central sobrepasa lo imaginable: 331 artistas (tres veces más, por ejemplo, que la Bienal de 2001). En los pabellones nacionales se computan 87 países. Después de 2022, esta edición ostenta, con 700 000 asistentes, el segundo puesto en número de visitantes. Casi la mitad proviene de tierras extranjeras. 

EN LAS PAREDES DEL ARSENALE

En el Arsenale, una extensa y antigua base naval al sur de la isla, una escultura de Claire Fontaine imprime el tono del recibimiento. La pieza, Foreigners Everywhere, inspira el nombre de esta Bienal. En letras de neón escritas en una veintena de idiomas (algunos extintos), la frase se multiplica en el agua. Aunque la escultura siempre fue errante ―desde su creación, en Palermo, lleva dos décadas viajando por el mundo― su presencia en las orillas de un viejo puerto, lugar de tránsito donde se iniciaban y se terminaban extranjerías, engrandece el poder expresivo de la obra.

Dentro, el tejido de Mataaho induce al paroxismo. Las líneas metálicas, tensas, brotan de las pilastras cavernosas del Arsenale, creando una cúpula de vacíos y refracciones. Adaptación, a proporción desmesurada, de un takapau, manto que los maoríes usan en los partos: instantes, para ellos, fronterizos entre la vida y la muerte. River Claure transporta los símbolos de El principito a los Andes bolivianos. Nour Jaouda teje telas para resucitar las higueras de su abuela, en Libia. Xiyadie reutiliza los formatos del arte tradicional chino para minarlos de cicatrices, cuerpos, agujas y serpientes. Retrata la rabia íntima de un perseguido: él mismo. Salman Torr ejecuta un proyecto similar, pero con otros lenguajes y con la diáspora pakistaní en las metrópolis estadounidenses. Santiago y Rember Yahuarcani (padre e hijo) presentan visiones amazónicas dibujadas con lirismo y crítica. Susanne Wenger, una austríaca que vivió en Nigeria, emplea las técnicas de los yoruba para graficar, en textiles entintados de alta carga expresionista, sus búsquedas personales. En una sala oscura, Bouchra Khalili, criada entre Francia y Marruecos, proyecta The Mapping Journey. Ella intercepta a transeúntes en espacios públicos y estaciones de tren y les pide una cosa: que, mientras hablan, dibujen su periplo migratorio en un mapa de Europa. Solo aparecen las manos. 

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Colectivo Mataaho. Takapau.
EL LABERINTO DE LOS GIARDINI

La muestra central continúa en los Giardini, un complejo de jardines construido durante el dominio napoleónico de Venecia. La fachada del edificio, de factura neoclásica, luce un colorido mural de MAHKU, colectivo de artistas brasileños. A diferencia del Arsenale y sus pasadizos rectos, el pabellón central remite a un laberinto: las esquinas asemejan curvas; las salas, un aspecto infinito. Sobresalen Madge Gill y Alöise Corbaz, dos creadoras integradas en el archivo de Jean Dubuffet, artista francés que, en la posguerra, reunió materiales gráficos procedentes de manicomios, asilos, institutos psiquiátricos y cárceles. Gill (una enfermera británica que, tras una temporada en Canadá, empezó a dibujar vastos motivos metafísicos) y Corbaz (murió internada en un manicomio suizo, después de un enamoramiento no correspondido con el káiser Guillermo II) obtienen, además de espacios íntegros consagrados a presentar sus obras, la primera exposición en un evento tan concurrido. Nacidas en el siglo XIX, se sabe poco de ellas. 

También en los Giardini, «Retratos» y «Abstracciones» conforman lo que Pedrosa llama «núcleo histórico». Impacta notar, dentro, los límites porosos de ambas secciones: todo retrato abstrae una realidad y toda abstracción, al final, retrata a su creador. Aunque renuncia a «establecer una estricta cronología abarcadora», Pedrosa escoge el arte del sur global en el siglo XX para postular «un ensayo, un borrador, un ejercicio curatorial especulativo que busca cuestionar las fronteras y definiciones del modernismo». 

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Interior del Giardini della Biennale en Venecia.

Una propuesta así, que aspira a reescribir cómo se relata el arte contemporáneo, no evita el escándalo. Lo provoca. Jason Farago, crítico joven, denuncia «una incapacidad prolongada» para ver el arte, «o incluso a la vida», «como otra cosa que una reflexión política». Apunta con dolorosos quejidos, en los últimos párrafos de su reseña del New York Times, una falta de «placer visual» en «Retratos» y «Abstracciones». ¿El exilio regala placer visual, acaso? Conviene señalar que, en lugar de un sistema armonioso, el «núcleo histórico» plantea un palimpsesto enorme de una franja geográfica e histórica inmensa. J. J. Charlesworth, en ArtReview, comparte opiniones similares: «Es difícil saber lo que dice». En el medio de la trinchera, Manuel Borja-Villel, antiguo director del Museo Reina Sofía, no duda que «Extranjeros en todas partes» otorga voz a «narrativas que han sido injustamente silenciadas, o incluso reprimidas», pero enfatiza escéptico que el alcance o fracaso de la propuesta solo se sabrá a futuro: «¿Simple promesa o cambio real?». «Hay menos brillantina y glamour, más enfoque de solemnidad y conciencia», destaca del otro lado Laura Cumming, defensora de esta edición. «Los oligarcas y sus megayates color borscht se fueron lejos, junto con la riqueza ostentosa y los avistamientos de celebridades», remata. Claire Bishop, también historiadora de arte, declara que, siendo imposible «agradar a todos al mismo tiempo», «la Venecia de Pedrosa podría ser nuestra última aventura y declaración intelectual por muchos años». 

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Bahman Mohasses. Personaje sin título.

Otra batalla surge con la incorporación de artistas fallecidos en la muestra central. «Los muertos resucitan en la Bienal de Venecia», acusa el título de una crónica del New Yorker. En entrevista, Dean Kissick considera lo sucedido «una vergüenza», ya que, según él, incluir a artistas nacidos antes de la Segunda Guerra Mundial equivale a «una negativa de dejar al presente suceder». La réplica de Pedrosa, en rueda de prensa, es tajante: «Muchos de los artistas están muertos, pero su arte sigue más que vivo». 

En todas las críticas subyace una cuestión de fondo: la decadencia que muchos dicen detectar en creaciones artísticas recientes. Cuando Ticio Escobar reseñó «Faz escuro mas eu canto», la Bienal de São Paulo de 2021, confesó sus preocupaciones en varios párrafos críticos. «Es raro hoy encontrar ―argumentaba― obras intensas, perturbadoras; capaces de rozar, hirientes, el umbral del sentido. En general, las producciones son conceptualmente ingeniosas, inteligentes, mordaces, portadoras de denuncias políticas y narrativas interesantes, pero pobres en filo punzante, en punctum, en la acepción barthesiana de ese término». «Son, por lo común, exiguas en su talente tempestivo», concluía. 

¿Perpetúan este panorama las obras reunidas en «Extranjeros en todas partes»? Lo rompen. 

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Innuteq Storch. Pabellón de Dinamarca.

«Retratos» y «Abstracciones», localizadas en los Giardini, desprecian las estructuras: prefieren los estallidos. En la vorágine visual que plantean, en el laberinto de su anchura, emergen las historias individuales. Los gritos. Los relámpagos. Y con fuerza, vehemencia, agudeza insólita, asoma una Mujer Caballo de Wilfredo Lam y un Personaje sin título de Bahman Mohasses. Un autorretrato furioso, arrebatado, verde e introspectivo del pintor indonesio Affandi. Y también uno de Uche Okeke, trazado con un índigo intenso y una melancolía desnuda. Una «lavandera» retratada por Juana Elena Diz. Un guitarrista solitario de Lucas Sithole que, como las esculturas de Giacometti, camina entre el ser y la nada. Una viajera (¿una migrante?) mirando la ventana del tren en una tela de Camilo Mori. La Cabeza de un hombre llorando trazada por Guayasamín, espinosa desde el título. Dos beduinos (los nómadas más antiguos del planeta) reposando, dentro de una escena abstracta de Faik Hassan, en las orillas del Tigris y el Éufrates (los ríos más antiguos del planeta). Y así, rostros y abstracciones de todo el sur global, de tres siglos diferentes, se reúnen en un espacio: Venecia. No hay divisiones geográficas o temporales. Ni mucho menos etiquetas históricas. Prima la congregación de miradas ―heterogéneas, caóticas, múltiples― en una cita que tampoco distingue entre los vivos y los muertos. Al fondo, como dos ojos que todo lo vigilan, Frida Kahlo y Diego Rivera comparten una pared. Sus retratos son contiguos. Pelos de punta. 

DESGARROS NACIONALES

En paralelo a la muestra central, tanto en el Arsenale como en los Giardini, se encuentran los pabellones nacionales. Ellos aglutinan muchas de las primeras veces. 

El pabellón de Holanda exhibe al Cercle d’Art des Travailleurs de Plantation Congolaise, un colectivo de artistas congoleños, y al escultor neerlandés Renzo Martens. El olor de las veintiún esculturas talladas en cacao gobierna el local. Las figuras —tan vívidas, tan expresivas, que rompen el silencio— encarnan a hombres gritando de dolor, aves alzando vuelo, soldados belgas luchando con deidades sagradas, raíces que se confunden con las arrugas de viejos y gigantes llorosos mostrando sus costillas a flor de piel. Si Marlow, el protagonista de El corazón de las tinieblas, hubiera sido escultor, firmaría estas obras. Sandra Gamarra con su Pinacoteca migrante, en el pabellón español, también propone una vuelta al pasado. Mimetizando, pero en clave ácida, las estructuras de un museo etnográfico, la artista peruana resucita pinturas coloniales y las interviene en instalaciones como Tierra virgen o Gabinete del racismo ilustrado. Dinamarca presenta a Innuteq Storch, el primer artista de Groenlandia (o Kalaallit Nunaat). Las fotografías en blanco y negro, sobrias en su estilo, documentan, a la vez, la soledad del creador y la inmensidad de su territorio. No hay nada de postal turística. 

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Creuzet. Pabellón de Francia.

Estados Unidos y Francia traen a dos poetas: Jeffrey Gibson, de sangre cheroki, y Julien Creuzet, criado en Martinica. Las obras de Gibson detonan un manejo del color en claves vibrantes. La multitud de materiales (poemas, textiles, lienzos, cerámica) delata la doble herencia que Gibson intenta homenajear: sus ancestros indígenas del Misisipi y los pintores modernos estadounidenses. Por el lado francés, Creuzet renuncia a incrustar textos explicativos. Deja al visitante a solas con sus poemas y esculturas: masas flotantes que, móviles, esponjosas y coloridas como corales, recuerdan a un lecho marino. En el pabellón alemán, al contrario, el color escasea. La oscuridad reclama un protagonismo desconcertante. 

El frontispicio, semicubierto por una duna de polvo gris, conduce a una gran pieza en el interior: Monumento a una persona desconocida. Esa persona desconocida es el padre del artista Ersan Mondtag. Migrante turco en Alemania del Este, murió intoxicado por trabajar en fábricas rodeadas de asbesto. Mondtag, desde la distopía, reconstruye el lecho paterno. Habitación, baño, fotos, documentos, herramientas, cama: todo invadido, fagocitado por una arena cenicienta que, al igual que la memoria, sepulta las certidumbres del pasado. «Todos nosotros —escribe el novelista búlgaro Gospodínov a propósito del pabellón alemán— arrastramos secretamente una casa a nuestras espaldas». «Todos somos migrantes de la tierra de la infancia», sentencia. «Crecer es exiliarse». 

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Ersan Mondtag. Monumento a una persona desconocida. Pabellón de Alemania.
ARCHIE MOORE: ECOS EN VENECIA

Sin duda, Archie Moore, indígena kamilaroi, esboza una de las propuestas más álgidas. Y simples. En el pabellón de Australia —ganador del León de Oro, el primer premio de la Bienal—, una pequeña ventana a ras de suelo filtra el reflejo del agua veneciana. La luz entra diáfana y acaricia las paredes negras de Kith and kin, el vasto proyecto de Moore: un árbol genealógico trazado en tiza que, partiendo de él, remonta casi 65 000 años hacia atrás. En lugar de un árbol, conviene hablar de un bosque genealógico: la escritura, de arriba abajo, de izquierda a derecha, invade todas las superficies para desbordarlas. A veces, los nombres se pierden. Agujeros negros. Víctimas de masacres o del olvido, los espacios vacíos hieren, hablan por sí solos, dicen ―sin decirlo― las espinas de volver a lo remoto, las grietas de una cronología aniquilada, la violencia del tiempo. El empleo de la tiza blanca remite a dos situaciones: a la fragilidad (la tiza puede ser borrada, puede romperse) y al hecho de que Moore intenta enseñarse su propia historia (la tiza nunca falta en una atmósfera escolar). 

En el centro, unos libros blancos sobre agua negra. Son los documentos, con los nombres tachados, que registran el cautiverio de los ancestros de Moore o, aún peor, anuncian matanzas colectivas. Nada nuevo. La colonización de Australia empezó con sedes penitenciarias. Fue una gran cárcel. Hoy, las cifras también aterran: los nativos australianos componen, a la vez, el 3,8 por ciento de la población nacional y el 33 por ciento de los reclusos. 

Pero Moore va más allá de la crítica. Quiere construir un espacio sagrado. Al examinar las raíces más ignotas de su pasado (¡siglos!), recupera un concepto de su cultura traducido al inglés como everywhen: comunión de los muertos y los vivos en un solo presente. «La quietud y tranquilidad del lugar actúa como memorial o santuario, un espacio de reflexión y remembranza para quienes vinieron antes que nosotros», escribe el artista en el texto de la instalación. El contraste de la solitaria tiza blanca con las paredes negras, el mutismo de los espectadores escrutando los nombres, los grandes vacíos en esta galaxia genealógica, los documentos flotantes en el medio, y, también, la tenue luz del canal veneciano (que arrastra todas las metáforas sobre los ríos y la muerte) induce a una lentitud del movimiento. A un silencio atronador. 

Importa detenerse en la dedicatoria: «Yo, Archie Moore, quisiera reconocer al pueblo de la laguna de Venecia. Como yo, ellos son «otros». Los extranjeros ―como casi todos los artistas― hablan otro lenguaje. Mi proyecto fue concebido en otra isla pequeña, la del pueblo de Quandamooka […] Para nosotros, las zonas donde el agua salada y la dulce se encuentran son sitios de creación», firma Moore en el texto oficial del pabellón australiano.

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Archie Moore. Kith and kin. Pabellón de Australia.

Importa detenerse porque Venecia vive en esta Bienal. Aquí descansan los cuerpos de los poetas Ezra Pound (estadounidense) y Joseph Brodsky (ruso). Aquí Wagner (alemán) se encerró en un palazzo para escribir Tristana e Isolda y encontró, en otra visita, a la muerte. Aquí Gustav von Aschenbach, el protagonista de La muerte en Venecia de Thomas Mann, deambuló en agonías delirantes. Aquí, centro marítimo, los visitantes siempre desembarcaron sin tregua: Byron, Sand, Goethe, Ruskin, James, Turner, Whistler, Durero. Incluso dentro de los pintores venecianos, a excepción de los hermanos Bellini, brillan tantos foráneos como isleños. Tiziano nació en Pieve di Cadore, Veronese en Verona, Giorgione en Castelfranco, Bassano en Bassano. ¿Y Tintoretto? «Nada. Esa vida está sepultada», escribe Sartre (otro extranjero en Venecia) en su libro sobre el pintor. «En virtud de una extraña inversión, era él, el nativo, el rialtino ciento por ciento, el que parecía un intruso, un indeseable en su propia ciudad». ¿Y Canaletto? Vendía sus vedutas a turistas ingleses. En 1746 viajó a Londres y se convirtió en migrante. 

«¿Qué más se puede añadir a la crónica de esta ciudad que la historia no haya contado ya?», lamenta Matvejević en La otra Venecia. Poco. Quizá que Venecia no es una ciudad: es un mundo de islas. Un laberinto de puentes y espejos. De geometrías irregulares. De máscaras. De algas podridas. Cuesta creer que haya calles. Resulta sencillo perderse, confundir nombres, chillar de mareo, ver doble, tropezarse. No es un lugar hermoso: es un lugar extraño. Lo irreal desafía a los sentidos. Los tritura. Ya lo escribió Gautier cuando visitó la isla a mediados del siglo XIX: «No es ni una ciudad gótica ni una ciudad romana; es algo que no se sabría definir. Esta arquitectura extraña y fantástica no tiene nada en común». Después de cometer el asesinato que decidirá su destino, Dorian Gray (alguien sediento de estados extraños, de «metáforas monstruosas como orquídeas») se refugia en una biblioteca. Escoge un libro al azar y lee un poema. El autor: Gautier; la pieza leída: «En las lagunas», dedicada a Venecia. No es casual. Así como tampoco es casual que en comparación con las perspectivas de Florencia o los mármoles de Roma, los colores de los pintores venecianos, por ejemplo, resultan extraños. Los pigmentos vienen de lejos: de Constantinopla y Oriente. Tampoco es casual que El Greco ―el pintor más extraño de su época―, nació como artista en Venecia, cuando Creta pertenecía a la Serenísima República. Fue un extranjero toda su existencia. La palabra extranjero brota, en casi todas las lenguas, de la palabra extraño. Pedrosa lo recuerda en su texto: el razonamiento, aquí, cobra vida.

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Archie Moore. Pabellón de Australia.

«Extranjeros en todas partes». En otro lugar, otro significado. En Venecia ofrece un panorama del presente y, al mismo tiempo, entronca con un pasado y una geografía que conspiran. Desde luego, la muestra central presenta altibajos (imposible no tenerlos) y no todos los países ―87― pueden cantar con la misma potencia. Pero la llaga donde pone el dedo no es cualquier llaga. En su conjunto, «Extranjeros en todas partes» evoca tensiones artísticas y descalabros históricos. A la vez. Aquí, solo aquí, el arte reunido en la Bienal se transforma, escribe el curador, en «un lema, una frase, una llamada a la acción, un llanto de emoción, alegría o miedo». 

A las seis de la tarde, temprano, el sol fenece en los Giardini. Cierra la Bienal y los visitantes (se oye inglés, francés, español y chino) regresan a la ciudad. Los vaporettos navegan en la bruma, se abren paso entre la niebla. Los edificios, sin contorno ni forma, parecen fantasmas gigantescos. La fila para escuchar Las cuatro estaciones en la iglesia de San Vidal crece como un riachuelo diminuto. Una gaviota despedaza un cangrejo a la altura de la Biblioteca Marciana. Los cafés exhalan vapor. El frío azota. Es noviembre y los espectros rondan los canales.

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