El 29 de octubre, lluvias torrenciales hicieron que se desbordaran ríos y barrancos en la provincia de Valencia. En cuestión de minutos, pueblos enteros quedaron sepultados en un torrente de lodo y agua. La cifra oficial de víctimas asciende, al cierre de esta edición, a 220, y quedan todavía una treintena de desaparecidos. Decenas de miles de ciudadanos anónimos acudieron en masa a rescatar a sus vecinos en la que es ya la mayor catástrofe natural del siglo en España. La historia de la Rambla del Poyo es una crónica de la fuerza de la naturaleza, de la negligencia de los responsables políticos, de la importancia de las infraestructuras, de la solidaridad de un pueblo. Es también una historia sucia habitada por las bestias del barro.
Capítulo II: La magnitud de la tragedia
«Quiero hablar con un forense»
Capítulo I: Demasiado tarde
Mi teléfono, como el de todos los valencianos, empezó a emitir un pitido fuerte y molesto, largo, repetido, nuevo. Eran las 20:11 horas del martes 29 de octubre y yo estaba en el cuarto de los niños, acostándolos. Se despertaron, por supuesto. Habíamos merendado chocolate con churros porque hacía día de eso, de chocolate con churros. De sofá y manta. Algo de lluvia y mucho viento, truenos y oscuridad, las luces de casa tintineaban de cuando en cuando, amenazando con irse. El mensaje decía esto: «Alerta de Protección Civil por las fuertes lluvias y como medida preventiva se debe evitar cualquier tipo de desplazamiento en la provincia de Valencia. Estén atentos a futuros avisos a través de este canal y fuentes oficiales, en X @GVA112 y en Apunt» [sic]. Se trataba del sistema de alerta temprana Es-Alert, que se puso en marcha en 2022 y permite a la autoridad competente enviar aquel fastidioso pitido a todos los teléfonos móviles de una determinada zona bajo un riesgo inminente. Esa alerta en particular la ordenó el Gobierno de la Generalitat Valenciana, dirigido por Carlos Mazón, del Partido Popular —el partido mayoritario de la derecha española—. El sistema lo gestiona el Centro Nacional de Seguimiento y Coordinación de Emergencias, que depende del Gobierno central, actualmente en manos del Partido Socialista. La ley establece que, en un nivel 2 de alerta, como el de esa tarde, corresponde a la autoridad regional dar el aviso.
Treinta kilómetros al oeste de Valencia hay un pueblo, Cheste, de menos de 9000 habitantes que se levanta junto a un río seco: un barranco que en esa localidad se conoce como Rambla de Chiva y que va tomando diversos nombres en su curso hacia el mar. Su apelativo más común es el de Rambla del Poyo, en la zona occidental de la provincia de Valencia, aunque hacia el este se le llama también Barranc dels Cavalls y, finalmente, Barranco de Torrent, justo antes de expulsar su escuálido caudal a la Albufera.
Durante todo ese día, en Cheste había llovido de manera torrencial, como en otros pueblos a su alrededor. En concreto, los pluviómetros del municipio registraron precipitaciones de 382,6 litros por metro cuadrado, según la Associació Valenciana de Metereologia Josep Peinado. Para hacerse una idea, el portavoz de la Agencia Estatal de Meteorología, Rubén del Campo, explicó a El País que una tormenta de sesenta litros se considera torrencial. Estamos hablando de más de seis veces ese volumen. Hubo localidades donde todavía cayó más agua, donde el cielo prácticamente se vino abajo: Turís (640 l/m2), Chiva (600 l/m2) o Buñol (539 l/m2). La DANA —es la palabra técnica que describe con mayor precisión el fenómeno de la gota fría, acrónimo de Depresión Aislada en Niveles Altos— dejó en unas pocas horas las precipitaciones que suelen darse en la zona a lo largo de un año.
La Rambla del Poyo tiene una capacidad máxima de 1800 metros cúbicos por segundo. A lo largo del martes 29 se llegó a registrar un caudal de 2300 metros cúbicos por segundo. Se desbordó en toda su extensión: desde Cheste hasta la Albufera. En Cheste, junto al lecho del Barranco del Poyo, estaba la caseta de campo de un hombre que tiene tres perros y 62 años. Se llama Cándido Molina. Ese día libraba en su trabajo de camarero en la Trattoria Da Claudia de Valencia, así que se fue a ver cómo estaban los perros y a trabajar en una huerta pequeña en la que había plantado alcachofas, habas, puerros, coliflores y berenjenas. La crecida del río en cuestión de minutos le alcanzó allí, alrededor de las cinco de la tarde, y no le quedó otra que subirse al tejado de la deficiente construcción, donde se sentó con sus animales. A esa hora contactó con Victoria Sánchez, su pareja, para pedirle que avisara al 112, porque no podía salir. Luego perdió la cobertura. A las siete volvió a llamarla, y fue la última vez que se supo de él. Le dijo que se iba a ahogar, y que no quería morir. Que tenía frío. Que tenía miedo. Le dijo que quería estar toda la vida con ella. Más de una hora antes de que le sonara la alerta de las 20:11, estaba ya atrapado en la plena oscuridad del barranco, rodeado de un agua furiosa. Cinco días después, el domingo 3 de noviembre, su pareja recorrió por enésima vez la rambla en su búsqueda. A punto de marcharse a casa, abatida, una de las perras de Candi salió a su encuentro. Aún había esperanza.
UN FORD GRIS Y DOS PERROS
El grupo de búsqueda de Cándido lo forman doce jóvenes de la parroquia de San Pascual Baylón, del barrio valenciano de Exposició, además de Victoria —Vicky— y su hermana. Los chicos quieren a Candi; lo conocen por su trabajo. El acceso a Cheste por carretera resulta imposible el lunes 4 de noviembre. Unos guardias civiles recién llegados de León le explican a Julio, el conductor del BMW en el que me he subido, que esta mañana se ha venido abajo el puente y han tenido que cortar la carretera. Que probablemente haya algún camino entre los huertos por el que se pueda acceder al municipio, pero que ellos no lo conocen.
Al final dejamos los vehículos en un polígono cercano a la autovía, al lado del circuito de MotoGP, que ya ha anunciado la cancelación de la final del mundial de motociclismo, que iba a celebrarse del 15 al 17 de noviembre. Es difícil imaginar una final de nada en este páramo. A su paso por el circuito, el barranco mide cincuenta metros de orilla a orilla. Cuando bajamos a su lecho de piedras blancas, sembrado aquí y allá de escombros acarreados por la riada, discurre manso y claro por el centro de la rambla un hilo de agua de apenas dos metros de ancho y que no es más profundo que el tobillo de mi bota. Parece inconcebible que este arroyuelo se saliera de madre hace menos de una semana.
El grupo se divide en dos: seis personas irán río abajo, en el sentido de la corriente, hacia Loriguilla. Otros cinco chicos y yo, en cambio, iremos río arriba, hacia Cheste, en dirección a la parcela en la que se levantaba la caseta de Cándido. La riada se lo ha llevado todo excepto un diminuto limonero que plantaron hace poco.
Además de a Cándido, buscamos a dos perros: Quina —de Joaquina— y Mambo, un pitbull que se ponía violento con otros animales pero nunca con las personas. Y un coche. Cándido había llegado a la caseta en su Ford Fusion de dieciocho años y color gris, matrícula 9538DYX. Iba vestido con pantalón vaquero, camiseta negra de manga corta y cuello de pico y una chaqueta verde. Siguiendo el zigzag del río teníamos por delante unos siete kilómetros de cauce por rastrear.
Al principio, la marcha es silenciosa, los seis jóvenes más o menos en paralelo, cubriendo el ancho del río. Más tarde, tres de los nuestros suben al camino que bordea el barranco, desde donde se gana algo de visibilidad. Media hora o tres cuartos después de emprender la marcha veo algo extraño. En el margen izquierdo del río, entre los amasijos de cañas arrastradas por la corriente, sobresale una masa más o menos brillante. Me acerco. Parece… Y lo es. Medio coche. Lo peculiar (y esto lo descubrí después) no era encontrar un coche en medio del río, sino el modo en que se hallaba. La fuerza del agua había convertido toda esa enorme confusión de metal, plástico, cables y cristal en una bola gigante de papel de plata. Unos pasos más adelante, el resto del vehículo presentaba un aspecto similar. Uno de mis compañeros, Álvaro, entendido en automoción, estudió los restos y concluyó, atendiendo a lo que quedó de una rueda, que aquello no era un Ford Fusion.
La riada había remolcado una cantidad absurda de objetos inconcebibles que se amontonaban en los márgenes: sillas y pavimentos, alfombras y coches, guardarraíles y zapatos, un body de bebé que, lleno de barro, ofrecía la tétrica imagen de un nenuco sin cabeza. Algunos coches estaban enterrados hasta la altura del retrovisor. Más tarde, efectivos de la Unidad Militar de Emergencias (UME) confesaron a la otra mitad del grupo que temían que pudiera haber vehículos sepultados hasta cuatro metros bajo tierra.
En nuestro camino pasamos bajo dos puentes destruidos. De uno de ellos colgaba, como una enredadera, un contenedor industrial. A un par de kilómetros del pueblo, después de dos horas de búsqueda, una carretera que no hace mucho atravesaba el río estaba drásticamente cortada. El asfalto se terminaba, sin más. Sobre el último pedazo de carretera había dos coches de la Guardia Civil. Ocho agentes conversaban. Cuando nos acercamos, uno de ellos se dirigió a nosotros: «¿Estáis mirando también detrás del camino?». «No —respondió uno de mis compañeros—, solo dentro del río». El guardia hizo un gesto que tanto podría significar aprobación como condena. «Desde aquí hasta la finca ya hemos mirado nosotros. No hay nada», dijo. Entonces se montaron en sus coches y, a medida que se alejaba el sonido del diésel, el silencio se hizo más espeso. Nos miramos los tres. Uno de los voluntarios, Pablo, se encogió de hombros y yo diría que lloró. «No hay nada». Volvimos sobre nuestros pasos. El grupo que había avanzado en dirección al mar no había tenido más suerte que nosotros. Averiguaron, sin embargo, que la UME buscaba en esta zona a tres personas desaparecidas. Sus cuerpos se encontraron el 10 de noviembre: Vicente Tarancón, Miguel Burdeos y José Luis Marín, directivos de las marcas Luanvi, SBP y Colegios del Siglo XXI, que estaban comiendo juntos en La Orza de Ángel el día funesto.
Cinco jornadas más tarde supimos que habíamos peinado en vano la rambla. La Policía llamó a Vicky para decirle que habían encontrado a Cándido en un huerto cercano el día 31, pero tardaron ocho días en identificar el cadáver. «Necesito calma», decía el mensaje de ella. «No me llaméis, por favor».
TEMPORADA DE NARANJAS
Seis kilómetros al este del circuito de Cheste, río abajo, el barranco describe dos curvas artificiales de casi noventa grados en el término municipal de Riba-Roja de Túria, tres kilómetros antes de pasar a llamarse Barranc dels Cavalls. Para más inri, en este preciso punto concurren en una encrucijada la autovía A-3, que conecta Valencia con Madrid, y la A-7, que vertebra la Comunidad Valenciana en vertical. El combo termina por ser explosivo al considerar que en la orilla norte de la A-3 se levanta el polígono industrial El Oliveral y, en la sur, la barriada homónima: unas decenas de casas humildes, de una o dos plantas, en el borde mismo de la rambla. La tarde del 29 de octubre, la crecida del río provocó en este lugar toda la destrucción que cabría esperar.
Junto a la vía de servicio de la A-3 se levanta un modesto edificio de dos plantas. En el bajo se ubica el almacén de naranjas y mandarinas Rosa Martín, cosecha propia. En el piso superior está la vivienda de Rosa Martín, de 84 años. Desde que su marido falleció, su hija Mari Carmen pasa las noches con ella. De día trabaja en Riba-Roja, en un centro de formación, y vuelve al domicilio de su madre para dormir con ella. Esa tarde, sin embargo, teletrabajó desde la vivienda familiar porque el día estaba desapacible. Cuando arreció la tormenta llamó a un vecino que vive en un bajo al borde del barranco, por si se desbordaba, como ya había sucedido en otras ocasiones, «tres o cuatro dedos». «Si ves que sube mucho el agua, veníos a casa», le dijo. «Ahora van mi mujer y mi suegro», respondió él. Bajó a abrir la puerta para esperarlos, y entonces se echó encima el río. Los invitados no lograron alcanzar la puerta, pero se pudieron refugiar en otra vivienda. La rambla creció en minutos a causa de la avalancha de agua que se derrumbaba en tromba desde Cheste hasta casi cubrir los marcos superiores de las puertas del almacén de naranjas. Atravesó la autovía, la sumergió y anegó por completo el polígono industrial. Al día siguiente, la Guardia Civil efectuó 2500 rescates en esas dos autovías, además de la V-31, la CV-36 y otras carreteras menores. Según los cálculos de la Benemérita, unos 5000 vehículos resultaron bloqueados, y cerca de 1200 personas quedaron atrapadas en la A-3 y la A-7, muchas subidas al techo de sus coches. Al escuchar gritos, Mari Carmen les abrió la puerta y los invitó a subir. Cinco personas pasaron la noche con ellas. Otros no tuvieron tanta suerte.
La mañana del 8 de noviembre, el décimo día desde la catástrofe, un agente de la Guardia Civil le da el alto al equipo de Nuestro Tiempo, que pretendía cruzar el barranco a pie por uno de los caminos que enredan esos huertos. También nos pide que no saquemos fotos. En ese mismo punto, una excavadora remueve los sedimentos que la riada ha acumulado aquí de forma muy particular. En condiciones normales, en este tramo el río mide unos quince metros de ancho, pero hoy apenas llega a los cuatro. El resto está sepultado. La excavadora trata de hallar personas. «De día buscamos cuerpos; de noche nos ocupamos de las alimañas», dice otro guardia, Adrián, con un tono triste. Ya hemos aprendido que, si no nos dejan pasar, es porque hay muertos. La norma se cumple también esta vez. Al cabo de una hora y media, un helicóptero de la Guardia Civil se detiene en el aire a baja altura sobre un huerto de naranjos. Un arnés desciende desde la cabina y, un par de minutos después, vuelve a elevarse sosteniendo una camilla envuelta en una lona azul.
«No han parado de sacarlos», me había dicho un rato antes Voro, un empleado del almacén de Mari Carmen. «Yo vi ayer cómo sacaban dos o tres. Y los que faltan». El agua, al desbordar el barranco y avanzar en todas las direcciones, arrastró un gran número de vehículos desde la autovía hasta los huertos colindantes. Por la estructura de un campo de naranjos, resulta muy difícil verlos desde el aire —los árboles forman una especie de túnel— y también desde el suelo —porque los naranjos se plantan en hileras paralelas que crean muros naturales—, salvo que se revise caballón a caballón. Uno de los huertos colindantes con la rambla pertenece a la familia de Rosa Martín. Al atravesarlo, todavía el 8 de noviembre, las botas se hunden hasta casi media pierna en un barro blando. Voro señala las frutas esparcidas por todas partes. «¿Ves? De mitad del árbol para abajo no vale ya nada. Para tirar. Y si no limpiamos pronto, el árbol entero al aire». La familia iba a empezar a cosechar esa semana; en noviembre comienza la temporada de la naranja.
Además de este pequeño huerto adyacente al almacén, el negocio familiar consta de seiscientas hanegadas valencianas de terreno, es decir, cincuenta hectáreas. De ese terreno, nueve hanegadas se las ha llevado la riada. Ya no hay árboles. Y no es el menor problema. «Ahora no vamos a poder regar», explica Mari Carmen. «Todas las tuberías y las comunidades de regantes están mal. No podemos pulverizar —tenemos que hacerlo para la antracnosis en algunas variedades y para la gomosis, porque hay mucha humedad— porque no hay agua». Además de eso, la crecida ha destruido los caminos de acceso a sus campos y, aunque algunos compradores están interesados en la naranja, no pueden recogerla. De momento, son incapaces de calcular la pérdida estimada. «Ahora quedan muchos kilos. Si conseguimos pulverizar y regar, salvaremos bastante cosecha. Si no… pues no lo sé». A la pérdida de fruta y las reparaciones hay que sumar toda la maquinaria y las herramientas sin asegurar: desbrozadoras, podadoras, tornillería, el tanque de gasoil, las motosierras, mochilas de pulverizar y demás material.
UN TERCIO DE LA PRODUCCIÓN
Aún es pronto para cuantificar las pérdidas. Sin embargo, la Cámara de Comercio de Valencia ha publicado algunos indicadores que asustan. Las empresas del área más golpeada por la riada —32 de los 68 municipios afectados en la provincia— son responsables del 27 por ciento de la producción y de 13 307 millones de euros del PIB. En esas corporaciones trabajan 220 000 personas. Un paseo por el polígono del Oliveral corrobora la destrucción. La prioridad desde el principio fue recuperar a los desaparecidos y las casas. Quizá por eso, semana y media después del desastre, la imagen que ofrece este lugar es aún tan terrible. El 7 de noviembre, el Boletín Oficial del Estado publicó la orden de declarar todo este territorio zona catastrófica. El adjetivo está completamente justificado. El Consejo de Ministros ordinario del 5 de noviembre —no se convocó ningún consejo extraordinario a pesar de la gravedad de la crisis— definió la lista de municipios amparados por esta figura jurídica (75 en la Comunidad Valenciana, dos en Castilla-La Mancha y uno en Andalucía) y las condiciones y requerimientos para recibir las ayudas estatales que conlleva.
Este año no está muy claro que las muñecas de Famosa vayan a llegar a tiempo al portal. El almacén de la juguetera valenciana en El Oliveral parece un cementerio de seres de animación. Del barro emergen tortugas ninja, minions y doraemons. Un grupo de trabajadores recién aterrizados de otras sedes de la empresa en Alicante y Madrid descansa al pie de la montaña de juguetes. Buena parte del inventario ha quedado inútil. Ya han salido muchos contenedores de peluches inservibles y aún quedan cajas y cajas echadas a perder. Escenas similares se reproducen por todo el cinturón industrial. En una nave de la marca de cervezas Turia, por ejemplo, cuatro o cinco hombres con grandes escobas de jardín echan el barro fuera. «No podemos permitirnos parar», explica el cabecilla del grupo. «Los clientes siguen pidiendo el producto, tenemos que servírselo nosotros… o lo harán otros proveedores. Así que en esas estamos: algunos limpiando y otros trabajando», dice con cierta resignación.
Unos días antes, coches en vertical sobre las verjas metálicas. Camiones encima de camiones. Eso encontraron los empleados de ITV Toldos cuando regresaron a su nave industrial tras la riada. «Parecía una película de zombies», asegura Daniel, director de Producción. Durante los primeros días aparcaron en la gasolinera, cincuenta metros atrás, y algunos en la autovía. Daniel no consigue imaginar qué habrían hecho de no haber sido por la ayuda de sus vecinos en el polígono, ITT Dinamics, una empresa de alquiler de maquinaria pesada. «Hemos trabajado muy unidos. Juntos hemos limpiado la calle y nuestras naves».
Cuando por fin consiguieron abrir las puertas, el director comercial, José, no pudo contener las lágrimas. Junto a los demás, se lanzó al ineludible y embarrado campo de batalla. La gestión, asegura, fue una improvisación constante, un trabajo sobre la marcha que dependía del esfuerzo de todos. «Ahora parece un paraíso comparado con cómo nos lo encontramos. Aquí no han venido ni militares, ni bomberos, ni políticos, ni el Ayuntamiento, ni nadie».
Por el lateral izquierdo del recinto, los empleados de ITV Toldos han ido depositando los enseres estropeados. Encima de unas cajas enormes reposan cilindros industriales de tela. «Solo ahí hay 20 000 metros de lona. Irrecuperables. Es posible que la cifra total ascienda a 100 000 metros», se lamenta Daniel. Hablan del barro como de una infección purulenta: «Aquello no era barro, era fango. La capa más pegada al suelo era negra y maloliente».
Daniel es de Valencia capital y se considera afortunado por haberse librado en casa, «pero si no tienes trabajo no hay vida». Además de la materia prima, han perdido gran parte de la tecnología. Las máquinas de corte por ultrasonidos, por ejemplo; las que tienen en la planta cuestan alrededor de 100 000 euros. «Los autómatas, los contactos, los cables, los paneles de control… todo con barro». El seguro no lo cubre todo. La cifra total de pérdidas puede superar los tres millones de euros. Ahora tendrán que hacer muchas partes del proceso de producción a mano, «como se hacía antes, en los años ochenta». Coser a mano con máquinas antiguas, diseñar a ojo y todo tipo de «virguerías». Para dentro de seis meses esperan haber vuelto a un comienzo de normalidad. Trabajar y esperar unas ayudas estatales en las que no tienen confianza: «Más barro».
EL MILAGRO DE BONAIRE
Siguiendo la autovía, cuatro kilómetros al este, en el término municipal de Aldaya, se encuentra el centro comercial Bonaire, el más grande de la Comunidad Valenciana y el tercero de España. Se construyó en 2001 sobre una zona inundable, como buena parte de las edificaciones afectadas, y finalmente llegó la inundación. Cuando se desbordó la Rambla del Poyo, el agua cubrió los tres kilómetros que separan el río de Bonaire. Eduardo Martínez, un dependiente de la tienda Primark del área comercial, relató a Eldiario.es que, al arreciar la tormenta, la empresa envió a los trabajadores un correo electrónico ofreciéndoles la posibilidad de marcharse a casa y recuperar las horas en otro momento. «No le dimos mayor importancia y seguimos trabajando, pero a las ocho y diez avisaron desde el centro comercial de que teníamos que desalojar». Martínez descendió al sótano a por el coche, pero el agua ya le llegaba hasta la cintura, y optó por pasar la noche en Bonaire, como otras trescientas o cuatrocientas personas, según sus cálculos. Un trabajador de seguridad pidió a los clientes que no bajaran a por sus vehículos, «pero muchos no le hicieron caso —cuenta Martínez—. No se sabe cuánta gente puede haber, está todo el parking anegado y aún no han ido a achicar agua». Esta última frase sirvió para titular la noticia, publicada el 1 de noviembre, y para poner el ojo público en el inmenso aparcamiento del centro, que cuenta con 1800 plazas.
Al día siguiente, el domingo 2 de noviembre, la UME empezó a vaciar de agua ese parking. Javier Bastida, en una conexión de la cadena de televisión La Sexta, dijo, quizá por un lapsus del directo: «Lo que están haciendo ahora mismo después de entrar, de visualizar y de ver algunos cadáveres es anotarlo, esperar hasta la orden judicial para poder moverlos y comenzar a sacar toda el agua». La intervención concluía así: «Les va a llevar varias horas hasta poder llegar a un nivel estable y, sobre todo, para saber la cantidad —si es que así la hubiera, de momento nos dicen que indeterminada— de cuerpos que se pudieran encontrar».
Bonaire se convirtió muy rápido en el centro de los bulos y las teorías de la conspiración. Cuando terminaron los trabajos de achique, el 5 de noviembre, no se encontró ningún cuerpo. Sin embargo, cientos de mensajes en redes sociales afirmaban que allí había entre doscientos y mil cadáveres. Se difundieron imágenes de un camión frigorífico que supuestamente sacaba en secreto los cuerpos. En realidad, la fotografía se había tomado en la Feria de Valencia, donde había instalada una morgue. También circularon imágenes de furgonetas funerarias que, en teoría, salían del centro comercial con el mismo propósito. Pero esas furgonetas operaban en el entorno de la Ciudad de la Justicia, como se ve en esas mismas fotos, donde se preparó una segunda morgue. Otro bulo que tuvo gran repercusión cifraba en 700 los tickets sin validar del aparcamiento, lo que indicaría que ese número de vehículos —y sus propietarios— seguían en el interior del edificio. Era un dato falso, sin duda, dado que el parking de Bonaire es gratuito y no requiere de tickets para entrar ni salir. Uno de los mensajes más difundidos es una nota de voz que envía un hipotético sargento de la UME en el que dice, llorando, que «Lo del parking de Bonaire es un cementerio. ¿Cuántos niños había? Por lo menos doscientos». A once días de los hechos no ha trascendido ni una desaparición denunciada en el centro comercial, ni una declaración pública en ningún medio de algún familiar de los desaparecidos. En cambio, el director de la Policía Nacional, Francisco Prado, desmintió categóricamente la existencia de cadáveres en Bonaire en la rueda de prensa del 5 de noviembre. Por otra parte, existe un vídeo de David García, empleado de Bonaire, en el que muestra el parking casi vacío en el momento de la evacuación. Una escena similar se puede ver en la grabación de una empleada de un supermercado mientras sacaba a toda prisa su vehículo.
Cuando las demás posibilidades se demuestran falsas, lo más improbable debe ser la verdad. En Bonaire no murió nadie la noche del 29 de octubre. A pesar de eso, a lo largo de la semana en la que el equipo de NT trabajó sobre el terreno, los entrevistados que se pronunciaron sobre las cifras de muertos lo hicieron para expresar que no se creían los datos facilitados por las autoridades.
Capítulo II: La magnitud de la tragedia
Paiporta, a orillas de la Rambla del Poyo, dista 34 kilómetros de Chiva, donde nace el barranco. En ese intervalo se gestó su destrucción. Los medios han hablado de Paiporta como de la «zona cero» del desastre. Además de esta localidad, Picanya, Benetússer, La Torre, Sedaví, Alfafar, Massanassa, Catarroja y Albal forman prácticamente un único núcleo urbano —con una población total que supera los 175 000 habitantes— que sufrió más que ningún otro lugar la avalancha del barro. A medida que descendía desde la sierra hasta l’Horta, la corriente acarreaba toda clase de sedimentos. Cuando llegó a ese conjunto de municipios del área metropolitana de Valencia, alrededor de las siete de la tarde, lo hizo con una fuerza y una rapidez pasmosas. Aquí es donde la violencia destructora del agua se cebó con la población.
Pasados unos minutos de las siete de la tarde, la alcaldesa de Paiporta, María Isabel Albalat, llamó a Pilar Bernabé, la delegada del Gobierno en la Comunitat, para advertirle de que estaba viendo cómo se inundaba su pueblo y que iba a morir mucha gente, según contaba el diario The Objective. Bernabé se encontraba reunida con el Centro de Coordinación Operativa Integrado (CECOPI) —el órgano encargado de gestionar la catástrofe— desde hacía más de dos horas. En la mesa estaban también la consellera de Justicia e Interior, Salomé Pradas, quien dirigía la reunión, y representantes de la Confederación Hidrográfica del Júcar (CHJ), la UME, la Diputación de Valencia, el Consorcio de Bomberos y los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado. Era, por tanto, un espacio donde había técnicos y políticos, tanto de la Administración autonómica como nacional. La reunión, en realidad, no se convocó para analizar el estado de la Rambla del Poyo, sino del río Magro, veinticinco kilómetros al sur del barranco, un afluente del Júcar que también se desbordó, igual que el propio Júcar. Los temas que más preocupaban a los responsables de la emergencia eran la posible rotura del embalse de Forata —término municipal de Yátova— y la fuerza de la lluvia en Requena-Utiel.
Los audios de la reunión que ha desvelado la Cadena SER, los correos intercambiados entre la CHJ y la Generalitat publicados por El Mundo y las declaraciones del Gobierno valenciano a The Objective permiten una reconstrucción aproximada del desarrollo de la toma de decisiones. El martes 29, la CHJ —que depende del Ministerio para la Transición Ecológica del Gobierno de España— envió casi doscientos correos electrónicos a la Generalitat Valenciana, según informa el diario Levante. La mayoría de ellos eran automatizados y contenían información pluviométrica de la que se podía inferir la magnitud de lo que venía. Seis de esos correos —estos semiautomáticos, ya que requieren la aprobación de un técnico— hablaban de caudales: tres alertaban sobre la situación del Magro, que en veinte minutos había multiplicado por diez su caudal, y otros tres sobre el estado del Poyo. La Generalitat solicitó a las 15:21 horas la intervención de la UME en Utiel por el desbordamiento del Magro —mil militares acudieron esa misma noche—, y ese fue el motivo por el que se convocó la reunión. En cuanto al Poyo, la CHJ había ido informando a lo largo de la mañana de un caudal descendente (264 m3/s a las 11:40, 55,86 m3/s a las 14:35 y 28,7 m3/s a las 16:13). A las 17:00, la única preocupación del CECOPI era el Magro.
Media hora después de que se iniciara la reunión, a las 17:35, los sensores de la Rambla del Poyo detectaron una crecida brusca del caudal. Esos datos eran públicos y la web de la CHJ los ofrecía en abierto y en directo. Sin embargo, no se envió ninguna comunicación explícita a la Generalitat —aunque cabe preguntarse si los correos de pluviometría deberían haber alertado a los técnicos del Consell— ni se mencionó el aumento brusco del caudal en la reunión del CECOPI, ni hay constancia de llamadas telefónicas al respecto. Ese es uno de los motivos con los que el Consell de Mazón trata de exculparse por su gestión, dado que la CHJ tenía obligación legal de advertir al Ejecutivo regional en virtud del artículo 12.3 de la Ley de Protección Civil. A esa misma hora, Carlos Mazón terminaba una comida con la periodista Maribel Vilaplana, a quien le había ofrecido la dirección de À Punt, la radiotelevisión pública valenciana, según explicó el propio Mazón varios días después, tras ser presionado por los medios, que habían desmentido versiones falsas dadas con anterioridad. Cándido Molina se subió al techo de su caseta. Algunos expertos empezaron a avisar en redes sociales de lo que se avecinaba. La reunión siguió evaluando el estado de la presa de Forata y la conveniencia de alertar a los vecinos de Montroy y Real de Montroy.
A las 18:43, la CHJ remitió a la Generalitat un correo igual de insípido que los anteriores advirtiendo del nuevo caudal del Poyo. «1º, 2º y 3º aviso de caudal en la Rambla del Poyo NIII (Riba-Roja - Valencia) en Rambla del Poyo. Valor: 1686 m3/s mayor de 150 m3/s con tendencia ascendente a las 18:40. Para su conocimiento, la crecida está siendo muy rápida. Se continúa el seguimiento desde sala SAIH», decía. La sala SAIH es el Sistema Automático de Información Hidrológica. Con ese tono aséptico describía una catástrofe, un caudal cinco veces superior al del Ebro que a los pocos minutos iba a arrasar Paiporta y l’Horta Sud. En ese momento, sobre las siete de la tarde, el barro empezó a arrasar el pueblo y la alcaldesa Albalat llamó a la delegada del Gobierno, presente en la reunión. Todo indica que fue el instante preciso en el que el CECOPI cayó en la cuenta de que tenían la catástrofe encima. Entonces se comenzó a discutir la posibilidad de enviar un mensaje Es-Alert a la provincia de Valencia. La responsable del CECOPI, la consellera Pradas, reconoció en una entrevista posterior que se había enterado de la existencia de ese sistema de alertas un rato antes.
A esa hora se incorporó el presidente Mazón a la mesa. Durante una hora se discutió sobre aspectos formales del mensaje que debía enviarse. Algunos pedían un texto claro, corto, conciso y rápido, mientras que otros abogaban por algo que no resultara alarmante para la población. Por último, se consideró durante varios minutos si debía traducirse al valenciano. A las ocho de la tarde, el secretario de Estado de Medio Ambiente, Hugo Morán, llamó a la consellera Pradas desde Colombia —donde participaba en la COP16— para advertirle de que existía un alto riesgo de que se rompiese la presa de Forata. Esa conversación precipitó el envío de la alerta de las 20:11, consensuada por fin con todo el CECOPI. En total, pasaron dos horas y media desde que se conocía la peligrosa subida del Poyo hasta que se despachó la alerta, y una desde la llamada de la alcaldesa de Paiporta en la que avisaba de que la riada ya estaba allí.
LOS GARAJES TERRIBLES
En el segundo piso de un bloque de la calle Rafael Rivelles de Paiporta vive un hombre que se llama Javier. El 29 de octubre, a las siete de la tarde, su mujer y su hija volvían a casa en coche cuando las sorprendió la riada. No les quedó más remedio que dejar el vehículo en marcha en un descampado, junto al ambulatorio. La mujer llamó al marido y le pidió auxilio. «Intenté ir a por ellas —dice—, pero me fue imposible. En un momento las tenía a setenta metros, pero en la otra acera, y no pude alcanzarlas. Venían los coches flotando». Una mujer, por suerte, les abrió un portal. Javier se subió a lo alto del tobogán del parque de la Casota. «Y cuando ya tuvimos el agua por el pecho… a nadar. Llegué a un patio y allí, entre los vecinos que intentaban abrir la puerta y yo a patadas, conseguí entrar».
Desde el día siguiente a la catástrofe, Javier y los demás de su finca y de su calle han estado, como el resto del pueblo, vaciando las casas, evaluando los daños y contando los desaparecidos. En este edificio se han echado a perder los bajos, donde vivían dos familias, pero los residentes están bien. Es martes, 6 de noviembre, y Javier me enseña las escaleras que descienden al garaje. Apenas han conseguido achicar el agua suficiente para sacar del lodo tres escalones. El resto sigue sumergido. Es una cochera de dos plantas. «En principio no echamos a nadie en falta —dice bajando un poco la voz—, pero además de los vecinos había gente que alquilaba plazas aquí». La marca del agua llega hasta el dintel de la puerta de entrada al edificio, a más de dos metros sobre el nivel de la calle.
La calle sigue impracticable por los escombros, muebles, electrodomésticos y los cachivaches que los paiportinos han arrojado al asfalto desde el interior de sus viviendas. Sin embargo, empiezan a ver la luz. Fuera, en esta calle de Rafael Rivelles, el ambiente es casi festivo. Un chaval de Cartagena ha aparecido en el pueblo montado en su retroexcavadora. A su vez, un bombero voluntario de Teruel que ha decidido desoír la cadena de mando ha visto la situación y ha hecho venir al de la retroexcavadora a desescombrar la calle. En general, el trabajo está muy desorganizado y depende de liderazgos naturales como ese y de la buena voluntad de todos. Pero la labor de los voluntarios no es suficiente: hace falta maquinaria pesada. Los vecinos, apostados en sus portales, vitorean al cartagenero, que levanta con la pala gigante kilos y kilos de escombro. «¡Aire fresco!», gritan desde un balcón. «Este tío es un fenómeno, míralo cómo sabe lo que hace», responden en la acera. «A este le bajo ahora una botella de cazalla». «Le pediré el teléfono y lo invitaremos a cenar cuando esto esté ya decente». Entonces irrumpe una mujer con un paquete de puros sucios de barro. «A ver, ¿quiénes son aquí los fumetas?», dice con entusiasmo. Un hombre levanta los brazos al cielo y hace un gesto muy teatral acompañado de una exclamación de alegría. La mujer saca entonces un paquete de Fortuna en idénticas condiciones.
Calle arriba, justo enfrente del solar en el que el conductor de la excavadora aboca los escombros, un matrimonio y su hija adolescente observan cómo dos pequeñas bombas comienzan a desaguar su garaje. Cada centímetro de Paiporta está lleno de barro; en algunos lugares todavía alcanza la rodilla a siete días de la inundación. Es un lodo espeso, putrefacto. La primera hora en que se expone uno a ese olor siente cada poco la necesidad de vomitar. Luego el cuerpo se acostumbra. El barro lo inunda todo hasta adquirir casi la consistencia siniestra de esas presencias espectrales de los cuentos victorianos. Lo más angustioso es la ceguera: uno no sabe qué hay debajo. Se camina con miedo de pisar un gato muerto o de tropezar con un bordillo. Pero en los garajes, anegados en su mayoría hasta arriba, el terror es otro. Mezclados con el agua estancada de una semana, en las cocheras flotan restos de aceite y gasolina y, a veces, también cadáveres.
Los aparcamientos subterráneos se convirtieron en una verdadera ratonera. Esta no ha sido la primera inundación en Paiporta, así que mucha gente corrió a mover su coche a pie de calle para evitar perderlo. Pero no les dio tiempo. Ni la fuerza, ni la cantidad, ni la velocidad del agua tenía nada que ver con la de otras ocasiones. En Paiporta se han arrancado del barro setenta cadáveres. Cuando los vecinos se ven unos a otros achicando agua de los sótanos, se preguntan con la boca pequeña: «¿Pensáis que hay alguien?». Esta familia sabe a ciencia cierta que no hay nadie, ni siquiera coches (sí que les dio tiempo a sacarlos). Pero eso no le resta nada al dolor de haber perdido la casa. «Nada. No queda nada —gime la mujer—. Solo las cuatro paredes». Luego lo piensa un momento y rectifica. «Tres paredes, en realidad, porque una se ha caído». Un primo suyo está muerto, y otro ingresado en la UCI con la cadera fracturada por varios lugares. «¿Esperan que las ayudas que han prometido Mazón y Sánchez sean suficientes?», les pregunto. «De esos no esperamos nada —responde el hombre— porque son unos hijos de mil putas. Puedes ponerlo bien grande, que se sepa: unos sinvergüenzas, ladrones y asesinos hijos de puta. Y no digo más, que me caliento».
La desafección, cuando no odio, por los responsables políticos está en las conversaciones que se oyen por la calle. También en las pintadas que los vecinos dejan en sus propias paredes, en sus locales y sus bajos destruidos. No son exactamente pintadas, porque no usan pintura: están escritas con barro. Además, se ven carteles y pancartas en los balcones. «Mazón dimisión», «Sánchez, España no te quiere» y otros mensajes parecidos pueblan los muros del área metropolitana de Valencia, en extraña convivencia con otros que rezan: «Gracias, voluntarios», «Os necesitamos» o «Solo el pueblo salva al pueblo». El momento de más tensión se vivió el domingo, 3 de noviembre, al mediodía. Los reyes de España, Felipe VI y Letizia, visitaron Paiporta junto al presidente del Gobierno, Pedro Sánchez, y el presidente de la Generalitat Valenciana, Carlos Mazón. Lejos de aclamarlos, los vecinos les lanzaron piedras y barro al grito de «Asesinos». Los escoltas de Sánchez lo metieron enseguida en el coche, y varias personas persiguieron el vehículo golpeándolo con palos de escoba. Los monarcas y el presidente autonómico se quedaron todavía un rato en el pueblo y conversaron con los vecinos que no se habían puesto violentos. Se vio a la reina llorar. Unos días después, la Policía detuvo a tres vecinos por el ataque, que luego quedaron en libertad. Los interrogatorios descartaron la posibilidad de un ataque organizado por grupos radicales de extrema derecha, como había asegurado Pedro Sánchez.
BAJAR AL BARRO
La respuesta tardía y desorganizada del Estado encontró su contraparte en la generosidad y solidaridad de decenas de miles de voluntarios, de Valencia y de toda España, que acudieron en masa a limpiar las calles de los pueblos más afectados. En pocos días se viralizó el que quizá sea el grito que mejor ha definido esta tragedia: «Només el poble salva al poble». Desde el martes 29 hasta el sábado 2, los vecinos estuvieron solos, ayudados exclusivamente por la solidaridad de las personas de Valencia, que, en número cada vez mayor —hasta alcanzar los 15 000 durante el fin de semana, y a los que, por cierto, se les quiso prohibir el acceso el domingo 3— cruzaban a pie o en bicicleta el nuevo cauce del Turia con escobas, cubos y escobones, y de los cuerpos y fuerzas de seguridad del Estado que operan de forma habitual en ese territorio. Unos recursos a todas luces insuficientes. Se multiplicaban en redes sociales los gritos de socorro de ciudadanos del área afectada, en muchos casos mostrando situaciones dramáticas en calles en las que todavía no se había visto a un bombero o un policía.
El Ejecutivo de Mazón, que insistió en no elevar la alerta a nivel 3 —cosa que hubiera dado al Gobierno de Sánchez un papel prominente en la gestión de la emergencia, y que por otra parte Sánchez estaba facultado por ley para hacer sin el consentimiento de Mazón—, sí que solicitó al Gobierno, el 31 de octubre, hasta 500 militares, que pusieron pie en Valencia al día siguiente. Sánchez, que no activó el estado de alarma —una de las vías legales para reconocer una emergencia nacional y tomar el control de la crisis y que se utilizó, por ejemplo, durante la pandemia de covid-19 en 2020—, recalcó en rueda de prensa, en referencia al señor Mazón, que «si necesita más recursos, que los pida». Mazón pidió otros 5000 efectivos a primera hora del sábado, que se desplegaron durante el fin de semana. A ese grupo se le añadieron otros 4000 militares que operaban directamente desde sus bases y un contingente de otros 5000 policías y guardias civiles adicionales. En total, tal y como señaló el diario Las Provincias, las fuerzas de choque alcanzaron los 15 000 efectivos, el mayor despliegue de la historia de España en tiempos de paz, la mayoría de los cuales empezaron a trabajar entre el cuarto y el quinto día después de la crecida. «Han llegado tarde», repetían una y otra vez los vecinos. Con el paso de los días, se observó una respuesta cada vez más coordinada de los recursos del Estado.
Después de su ristra de improperios contra los responsables políticos, el vecino que vacía su garaje de la calle Rafael Rivelles se seca el rastro de las lágrimas con la manga y dice: «Mira ahí arriba». Cien metros más allá, un policía foral de Navarra que ha venido voluntario tiene que impedir el paso de la gente. Detrás de él hay una furgoneta de la UME rodeada de efectivos de la policía científica. Han encontrado un cadáver en ese garaje. En cuestión de minutos emergen con una camilla cubierta de una lona azul, la suben al furgón y desaparecen al doblar la esquina.
A la ventana del segundo piso se asoma una mujer mayor que habla por teléfono, quizá buscando cobertura. Lo hace a voz en grito, desesperada, llorando. Explica lo mismo que dicen los demás en la acera: no saben quién es. No es, desde luego, nadie del edificio. Podría ser uno de los que alquilan plazas de garaje o un cuerpo arrastrado por la corriente.
Ese escalofrío se repite idéntico en muchos aparcamientos. En el número 2 de la calle San Ramón de Paiporta, el martes 5, un vecino mira cariacontecido la puerta del garaje y el letrero pintado con espray naranja: «Revisar». «Ahí hay gente —dice sin ocultar su enfado—. Faltan dos personas de esta finca». Al salir el sol, un operativo compuesto por bomberos y militares empezó a sacar agua con una bomba de achique desde las nueve de la mañana. A las cuatro y media de la tarde, el lodo llegaba hasta el pecho en la primera planta. Un hombre joven, con mascarilla y uniforme militar, manifiestamente cansado, explicó que le habían dado prioridad a ese subterráneo por la sospecha de que había dos vecinos dentro. Las bombas de achique se convirtieron en un bien preciado. Quedan muy pocas con capacidad para extraer grandes cantidades, y todas están en uso día y noche.
En otro barrio, un grupo de rescatistas voluntarios de Protección Civil procedentes de Granada están a punto de comenzar esa misma labor. Invitan al equipo de Nuestro Tiempo a bajar con ellos. El escenario es dantesco. Se ven unos coches encima de otros, bloqueando la rampa, llenos de barro hasta las ventanillas. Dos hombres tiran con fuerza de la cuerda que debería arrancar el motor de la bomba, pero el motor no arranca. Revisan una y otra vez, pero no logran encontrar el problema. Esta clase de bombas puede sacar entre 100 y 150 litros por minuto, y aun así tardarán horas en vaciar el garaje. «Hay otra más grande que nos ha vaciado el hueco de un ascensor en cinco minutos», explica Jorge, el responsable de la operación. Pero esas están muy solicitadas. Aunque tienen buen humor, desconocen lo que aún esconde el barro y están preparados para encontrar lo que sea.
«QUIERO HABLAR CON UN FORENSE»
Rosi, una mujer que vive en el edificio del que acaban de llevarse un cadáver, entra en el garaje cuando los soldados ya se han marchado. Es una cochera muy grande. La riada ha destruido los tabiques interiores que la separaban de los otros aparcamientos de los bloques adyacentes, y ahora mismo el agua ocupa el subterráneo de toda la manzana. Faltan muchos litros por achicar. «Puede haber abajo algún desaparecido —dice—, pero nosotros no echamos a nadie en falta». Se queda unos segundos en silencio al saber que se acaba de retirar un cuerpo. «Me lo imaginaba». Solloza. «Es que estamos buscando al hermano de una amiga que vive por la zona. No tenía el coche aquí, pero… tal vez es otra persona». Y entonces pronuncia un nombre y un apellido. «Por favor, no digáis que es él, porque no lo sabemos».
Cuando se localiza un cadáver, se traslada a la morgue que la UME ha habilitado en el sótano de la Ciudad de la Justicia de Valencia, un imponente edificio de cristal frente al Umbracle de la Ciudad de las Artes y de las Ciencias. A las cinco de la tarde del jueves 7 de noviembre, un vehículo con dos soldados de la unidad y una patrulla de la Policía Nacional custodian la entrada y la salida del aparcamiento. Precisamente hoy se han trasladado doscientos cadáveres —aquellos a los que ya se les ha practicado la autopsia— a la Feria de Valencia, donde 106 de ellos han sido entregados a sus familias para recibir sepultura. Quedaban allí en ese momento 94 difuntos, 33 de ellos sin identificar, mientras que otros siete, pendientes de autopsia, aguardaban en este parking de la Ciudad de la Justicia. El número total comunicado por el Centro de Integración de Datos (207) no concuerda con la que ofrece el CECOPI (211) y todavía no se ha explicado la discrepancia. El CID es el órgano competente, de carácter judicial, formado por médicos forenses y especialistas de la Policía Nacional y la Guardia Civil. Contabiliza los cadáveres levantados y trasladados a la morgue. Informó el domingo 3 de noviembre de 188 víctimas, cifra que actualizó diariamente: 190, 195, 199 y 207 el jueves 7. En ese mismo periodo, el CECOPI no actualizó la suma de 211, inmóvil desde el día 3. Su método de conteo es opaco, aunque la principal hipótesis apunta a un error no admitido en el recuento del domingo, o bien a la suma de algunas denuncias de desaparición sin estar en posesión de los restos mortales. Al cierre de esta edición, el martes 12 de noviembre, la cifra de víctimas facilitada por el CID a través de la oficina de prensa del Tribunal Superior de Justicia de la Comunidad Valenciana era de 214: 211 de ellas están identificadas y 167 han sido entregadas a sus familias.
Aquí, en la entrada de esta morgue que ya solo alberga a siete finados, llega andando una mujer menuda con las botas sucias de barro y un chaleco reflectante de color naranja. Se llama Adela. Tiene el pelo negro recogido en una coleta y le grita a uno de los soldados del coche. Está buscando los restos de su madre, que desapareció el 29 de octubre en Picanya. Vivía al borde del barranco. «Yo estoy manchada de barro, ¿y tú?» —le increpa al soldado—. ¿Por qué no estás buscando a mi madre, cabrón? Quiero hablar con un forense que me diga dónde está mi madre». El militar baja del coche. Es un hombre muy corpulento, y parece aún más grande al lado de Adela, tan pequeña. Le sujeta los hombros con las manos, en un gesto protector, y en un minuto todo pasa de la violencia a la ternura. Adela se echa a llorar sobre el soldado, que la abraza. Permanecen así unos segundos. Durante un cuarto de hora, el hombre intenta consolar a la mujer, que se marcha pidiendo disculpas por los insultos que ha proferido unos momentos antes.
Adela siempre le decía a su madre, Carmen, que cuando muriera, ella moriría también porque era lo que más quería en este mundo. «No quiero creer que mi madre ya no está», gimotea. Vivió la noche del 29 de octubre desde el televisor de su piso, en el barrio de Sant Isidre. Y todo quedó confirmado cuando, a la mañana siguiente, sus hermanos mayores, Antonio y Mari Carmen —tiene otros dos, Laura y Javier—, le llamaron por teléfono: «Está todo destrozado: el barranco, la estación, las casitas de la residencia… Mamá está muerta». No hay un cuerpo que confirme esta creencia, pero tampoco indicios de cualquier otra certidumbre. Simplemente había una casa, la de Carmen, y ahora tan solo barro y desolación. Sí encontraron, en cambio, el cuerpo de Res, su perro, que apareció semihundido en el cieno. La caseta de Carmen era la 23. Adela tiene el número grabado a fuego. Antes de su encontronazo con el militar de la UME, ella venía de limpiar barro todo el día en la zona entre Paiporta y Picanya. «¿Qué más puedo hacer? No voy a quedarme en casa llorando. En el barro entretengo mi cabeza y calmo la conciencia», cuenta. «He establecido una relación con las víctimas de la riada», continúa. Vecinos, padres, familias, negocios, animales, niños y lugares forman parte de lo que Adela considera importante, de aquello que le da fuerzas para salir de la cama por las mañanas. Y después está su perro, Mimo, que espera ansioso su vuelta a casa, que observa cómo Adela limpia las botas cada tarde y se derrumba, agotada, preguntándose si tendrá fuerzas para volver al día siguiente. Sus bolsas lacrimales llevan tiempo vacías, lo que no quiere decir que no se canse de llorar. Un llanto seco e igual de agónico. Llora y limpia el barro, sufre y ayuda. Ella dice que aguanta, que se ve capaz: «Soy tauro, soy luchadora». Pero ni todas las barridas de calle le quitan ese terrible peso nuevo. «Esto es para siempre». Hay ratos en que no quiere vivir, «pero tengo que vivir. A mi madre no le habría gustado otra cosa». Adela se marcha a casa, no quiere hacer esperar a Mimo, en una especie de limbo, intentando apartar la falsa esperanza de encontrar a su madre viva tras diez días de pesadilla.
Capítulo III: Con las botas sucias
Por toda la ciudad de Valencia se ven, temprano, personas, en especial los más jóvenes, salir de sus casas enfundados en botas de agua, cargando palos de escoba, palas, cubos y útiles de limpieza. Cuando cae el sol regresan, cubiertos por una costra de barro seco. Los voluntarios van puerta por puerta preguntando a los vecinos de los pueblos anegados qué necesitan. En la zona cero deambulan en grupos; miles de personas deseosas de ayudar, vaciando hoy este bajo, mañana aquel garaje, acudiendo a resolver los problemas particulares que alcanzan a cubrir. En líneas generales, la labor de los voluntarios se centró en dos aspectos: la limpieza de las casas y la recogida y reparto de productos de primera necesidad, desde comida hasta ropa. No podían hacer mucho más, si excluimos a los profesionales del sector agrícola que también acudieron con sus tractores. La restauración de las telecomunicaciones y de las infraestructuras, el desescombro de las calles, la revisión de la seguridad de los edificios… eran cuestiones que solamente podían resolver técnicos especialistas con una gran cantidad de maquinaria.
Uno de los puntos neurálgicos del voluntariado es la tienda de Ikea en Alfafar. El polígono industrial es un estercolero. Sin embargo, se ve aquí un milagro. El fabricante sueco de muebles, después de limpiar el inmenso garaje de la tienda —cubierto, pero no subterráneo—, lo ha puesto a disposición de los voluntarios. Parte del equipo de NT viajó desde Pamplona con un grupo de la empresa de alojamiento estudiantil Unibooking que traía cuatro furgonetas llenas de productos de primera necesidad. No paran de llegar furgonetas y camiones procedentes de toda España y de otros países. Hay policía aquí, pero no participan de la organización y distribución de los alimentos. Los voluntarios les pidieron ayuda para la seguridad, en especial de noche, de los productos almacenados, porque desde la catástrofe no han dejado de verse imágenes de saqueos y robos en comercios, coches y pisos. La colaboración de las autoridades ha sido circunstancial, más bien un laissez faire. La persona detrás de esta iniciativa es una chica que viste camiseta negra de tirantes y no deja de moverse para atender a los grupos. Se llama Luisa Ferrando y al día siguiente de la riada creó un grupo de WhatsApp para coordinar a aquellos que quisieran ayudar. Una semana después, son 24 000 las personas que participan de un modo u otro. Su amigo Juan quiso ayudarla, y entre los dos coordinan el trabajo. Se escuchan gritos de fondo en el audio de nuestra conversación: «Pañales y compresas en este lado, por favor. ¡Vamos, chicos, vamos!». El ritmo del trabajo es frenético. Preparan las donaciones en paquetes que otros repartidores voluntarios llevan a los pueblos. «Y nos cercioramos de que llega», subraya Ferrando. «Los conductores nos mandan vídeo de que se están repartiendo la comida, los productos de higiene o lo que sea». «También tenemos un grupo de voluntarios que ayuda a limpiar en los pueblos; van pidiendo información casa por casa de lo que se necesita, se les prepara una furgoneta y se les envía». Empezaron a almacenar material en el casal de la falla Soto-Micó, pero con el tamaño que adquirió el voluntariado acabaron por trasladarse a dos sedes: Ikea para los productos y el centro cultural La Rambleta para la limpieza.
Las estimaciones preliminares calculan que se inundaron completamente más de 15 633 hectáreas de superficie, según Datadista. En Massanassa, municipio adyacente a Alfafar, los daños fueron enormes. Cuando llegamos a este pueblo, el miércoles 6 de noviembre, las labores de limpieza estaban ya bastante avanzadas. Casi todas las calles eran transitables a pie y los voluntarios estaban aseando casas. Una mujer permanecía de pie en la puerta de la suya, completamente arrasada por el agua. No ha quedado nada, salvo algunos libros de la parte superior de las estanterías. Se ha caído la tapia que separa su patio del del vecino. El arquitecto municipal ya ha podido acercarse y dictaminar que la estructura del edificio no corre peligro, aunque el contiguo lo haya declarado inhabitable. Se llama Jorge y es un hombre campechano de barba entrecana al que no le gusta que le hablen de usted, que va arriba y abajo con las botas puestas y una identificación casera sobre el pecho: «Arquitecto». En las próximas semanas, son muchos los edificios que tendrán que revisarse y, si procede, repararse. Los primeros cálculos cifran en 4000 las edificaciones afectadas. Los colegios de arquitectos de Castellón, Valencia y Alicante ya preparan una lista de profesionales voluntarios que puedan encargarse de esa ingente tarea. Lo mismo están haciendo los colegios oficiales de aparejadores e ingenieros.
En ese momento pasa por la puerta un agricultor, Ezequiel Baixauli, que saluda a la propietaria de la casa. «Com va això?», pregunta ella. «Bé, direm. Vaig a vore si este se’n ve a dinar». Se ha hecho la hora de comer y viene a buscar a David Armijo, un maquinista de los campos de olivos de Jaén, que se presentó el día siguiente a la riada montado en la misma excavadora con la que ahora retira escombros de la calle. Al llegar buscó alguna autoridad, y solo encontró un policía al que le preguntó qué podía hacer. «Mira a ver si puedes ir quitando coches», le respondió. En estos siete días se ha dedicado a eso, a retirar coches de la vía pública y dejarlos en un descampado de las afueras. Ezequiel y él, con otros compañeros —José Miguel Martínez Paloma, Ángel García, Jordi Ribaldo y Víctor González—, han resultado un buen equipo: Ezequiel arrastraba los coches ayudado de unas cadenas y de su tractor, y luego David los levantaba y los llevaba al desguace improvisado. Hasta en tres ocasiones tuvieron que sacar cadáveres de dentro o de debajo de los vehículos. «Ahora se va viendo un poquito de color —explica David mientras se come un tupper de fideuà que unos voluntarios reparten en el Ayuntamiento—, pero cuando llegamos no había ni organización, ni color ni na. Íbamos abriendo paso, sacando coches…».
Unos metros más allá, en la plaza de la iglesia, el sacerdote limpia con una Kärcher las botas de los voluntarios que se acercan a sentarse unos minutos para comer y descansar. Miguel Iglesias, un joven madrileño, ha traído una guitarra electroacústica y un equipo de sonido. Se hace un silencio emocionado, en cierto sentido alicaído, en el momento en que el chaval canta que «All we are is dust in the wind». En medio de tanta destrucción solo somos eso: polvo en el viento. Una de las calles que desembocan en esta plaza, la de la Estación, está ya muy limpia, sin barro ni escombros, únicamente esa pátina marrón que lo cubre todo y que quién sabe cuánto tardará en desaparecer. Acuclillado, un hombre está rascando con un destornillador plano la tierra incrustada en las junturas de los adoquines del suelo. Como si con esta pequeña tarea quisiera demostrar que va a volver pronto la normalidad. A un par de kilómetros de aquí, en la zona sur de Paiporta, dos jóvenes rescatarán dentro de unos minutos una gran real senyera, la bandera de los valencianos, del barro de un garaje. La levantarán con reverencia y emoción en los ojos. La historia exige que la señera coronada no se incline ante nadie, solo delante de Dios. Los jóvenes honrarán esa tradición.
Hay otro chico, Mark Zaycev, que atraviesa con dificultad las calles de Paiporta junto a dos amigos, Brian Muñoz y Chloe León. Aquí el barro cubre por encima del tobillo, y la maquinaria va de un lado a otro, obligando a los voluntarios a andar pegados a las aceras. Zaycev vive con su padre en la zona del puerto de Valencia, aunque de vez en cuando pasa temporadas en casa de su madre, en un bajo que tiene alquilado en Picanya. La tarde del 29, entre las 20.00 y las 21.00, salió de trabajar en la universidad y telefoneó a su madre para avisarle de algo importante: al día siguiente tenía una intervención ocular. «Por un glaucoma pigmentario», concreta. Pero no pudo explicarle nada a su madre porque ella estaba llorando: se había inundado la casa. Zaycev lleva sacando barro y agua desde entonces. La casa de su madre fue su primer reto. El lunes consiguieron, él y unos amigos, dejar limpio el piso… y vacío. «Ahora ayudo en otras casas, en la calle o donde haga falta», cuenta. Está muy impresionado con la respuesta humanitaria. «Te hace pensar que hay motivos para tener fe», dice.
Mientras habla, muchos de esos motivos de fe vagan por esa calle de Paiporta. Daniela Tirado y su amiga Carla Romero, por ejemplo. Son de Benicàssim y se han saltado sus clases para venir. «Yo no podía hacer como si nada, no me parecía ético», se explica Daniela. En la calle perpendicular, Luana Martínez, de Aranjuez, espera a que pase una excavadora que carga kilos de cieno. Aun sabiendo que no podía estar ahí más de 24 horas, subió a la primera furgoneta de voluntarios que encontró. Una ayuda exprés sigue siendo una ayuda, piensa. Ha colaborado en la limpieza de casas y establecimientos. Lo último fue una peluquería enterrada en lodo y escombros. En la otra acera la esperan unas amigas. Todavía le queda toda una tarde de trabajo y espera acostumbrarse a la succión de vacío que genera el barro, maleable y hediondo.
QUE VAN A DAR EN LA MAR
Los versos inmortales de Manrique cobran en la playa del Saler un sentido macabro. En efecto, el destino de los ríos es la mar, del mismo modo que el de los hombres es la muerte. Entre la desembocadura del Turia, en Valencia, y la del Júcar, en Cullera, median 31 kilómetros de playa y toda la magnitud de la tragedia. Toda la brutalidad de la riada, la ruina que ha perpetrado, ha terminado aquí, frente al gran azul. Toneladas y más toneladas de cañas, escombros, árboles, coches y una infinidad de artefactos están varados en las impracticables orillas del Mare Nostrum, formando una siniestra barricada; una última barrera entre la tierra y el mar. Y más. Hasta la fecha han aparecido varios cuerpos arrastrados por la corriente y devueltos por las olas. No se conoce una cifra exacta. El diario ABC informaba de al menos tres hallazgos en El Saler, Pinedo y Mareny Blau.
El equipo de Nuestro Tiempo se había cruzado ya con los restos de varios perros y otros animales cuando localizó a dos hombres enfundados en trajes blancos de protección, con gafas y mascarillas, arrodillados sobre un bulto de tamaño muy superior al de un perro. Son empleados de Tragsa, una empresa que presta servicios relacionados con el desarrollo del medio rural y la conservación de la naturaleza. No quieren fotos ni preguntas, y mucho menos que nadie se acerque. «¿No ves cómo vamos vestidos? Es por seguridad, así que fuera de aquí». Lo único que admiten es que creen que el bulto podría tratarse de un caballo. Apesta a descomposición, tanto que ni se nota la contención de la mascarilla. No les resulta complicado terminar de despiezar el animal y meterlo en bolsas de basura negras. Lo cargan en una carretilla corriente de un solo eje y se esfuman, dejando la playa sola con sus cañas y sus restos inclasificables.
La Rambla del Poyo, sin embargo, no desemboca en el Mediterráneo. Después de haber nacido en la sierra de Chiva, de haber arrasado Cheste —y haberse llevado a Cándido Molina—, de haber inundado el polígono del Oliveral, el almacén de naranjas de Rosa Martín y la fábrica de juguetes Famosa; después de haber atravesado Bonaire como el ángel exterminador pasaba de largo de las casas de los hebreos; después de haber anegado Torrente, Picanya y Paiporta, Massanassa y Catarroja —por citar solo las localidades que atraviesa—; después de haber llenado de lodo las calles de setenta pueblos y haber anegado de terror los garajes, la Rambla del Poyo no escupió su último aliento en agua salada, sino en ese improbable lago de agua dulce que es la Albufera de Valencia, un parque natural de 21 000 hectáreas, un prodigio de la naturaleza que alberga algunas especies de peces en peligro de extinción, como el fartet o el samarugo. En 1902, Blasco Ibáñez la describió como «una isla de cañas y barro». Hoy, la definición es más apropiada que nunca. Blasco fue a la literatura valenciana del fin de siècle lo que Sorolla a su pintura. Sobrecoge cómo relata el autor un viaje en barca por la Albufera: «Marañas de hierbas oscuras y gelatinosas como viscosos tentáculos subían hasta la superficie, enredándose en la percha del barquero, y la vista sondeaba inútilmente la vegetación sombría e infecta, en cuyo seno pululaban las bestias del barro. Todos los ojos expresaban el mismo pensamiento: el que cayera allí, difícilmente saldría».
Llegamos a los cuatro muelles del embarcadero a las dos y media de la tarde del jueves 7 de noviembre. Del «inmenso lluent, azul y terso como un espejo veneciano», como lo describió Blasco en Cañas y barro, acaban de emerger los rastreadores de la unidad de buzos de la Armada después de una batida infructuosa. Los soldados proceden de la base de Cartagena y están alojados en su medio natural: el mar. El 4 de noviembre atracó en el puerto de Valencia el buque anfibio Galicia, una máquina de guerra con capacidad para cuatrocientos soldados de infantería y 170 vehículos blindados. El operativo desplegado en este rincón de la Albufera cuenta en total con unos veinticinco hombres, y hay otros tres similares en otros puntos del lago. Mientras algunos de ellos cargan nuevas bombonas de oxígeno en las cuatro lanchas del muelle, para la batida de la tarde, los buzos se desnudan en tierra.
Uno de ellos, al quitarse el neopreno y quedarse en ropa interior, sentado en la trasera de una furgona militar, deja al descubierto un sinfín de heridas en los muslos causadas por las mil cañas que oculta el agua de la Albufera. Algunas ya estaban allí; las demás, la mayoría, las arrastró la riuà. Tanta herida se explica, en parte, porque el lago se ha convertido en un lodazal. «Es chocolate», describe Daniel, uno de los soldados. «No ves nada a un palmo de los ojos». Este equipo ha traído con ellos a un piloto de drones, un hombre fuerte, inmenso, que maneja un robot volador por encima del agua y las cañas en busca de coches, ropa y otros objetos sospechosos, en especial en la desembocadura de la rambla y de las acequias. Identifica los puntos donde cabría encontrar a alguien, y a continuación el equipo anfibio se acerca con la lancha y suelta a los buceadores. El lago es poco profundo. La tradición marca que no se navega aquí a remo, sino con una percha, una vara larga con la que los barqueros y los pescadores de anguilas se apoyan en el fondo del lago para impulsar la embarcación. «A veces tiramos la sonda y vemos que tiene sesenta centímetros de profundidad», continúa Daniel. «Luego te bajas esperando que te cubra hasta la rodilla y te hundes en el barro hasta el pecho. Es horrible».
La mayoría de los soldados se monta en los camiones y se marcha a comer. Se los ve contentos, quizá por el fin de su guardia, quizá por la perspectiva de una comida caliente, o puede que por el alivio de no haber tenido que sacar hoy ningún cadáver. Solo Daniel y otro compañero se quedan guardando el material, comiéndose unos bocadillos, a la espera del turno de tarde. Conversan sobre las cosas de las que todos hablamos estos días: los desaparecidos y si será verdad o no la cifra de muertos. En ese momento 78 personas estaban en paradero desconocido. Al cierre de esta edición, esa cifra se había reducido a 23, según el Centro Integrado de Datos, y ya solo faltaban tres cuerpos por identificar.
Pasadas las cuatro de la tarde, y a las puertas del invierno, el paisaje en la Albufera es ya un atardecer. Y uno bien hermoso. Contra lo que sucede en las playas de este pedazo del Mediterráneo, donde el sol sale desde el mar, la Albufera permite el espectáculo invertido del astro rey poniéndose sobre el agua. Fuera, en el mundo, los políticos de izquierda y derecha se culpan unos a otros de la tragedia en una vergonzosa escalada de acusaciones mientras se celebran los primeros entierros, algunos en iglesias todavía embarradas, en cementerios con tumbas abiertas por la corriente. Aquí, al borde del barro, el compañero de Daniel rompe el silencio y, con un tono resignado, acaba por decir lo que todos piensan y nadie tiene el valor de expresar: «Hay que ser realistas: ya no los vamos a encontrar. Han pasado diez días y no flotan. Están enterrados en el barro. No creo que salgan nunca».
La última actualización de datos ofrecida por el CID, el 20 de noviembre, cifraba en 220 los fallecidos a causa de la riada del 29 de octubre, y quedaban además 8 desaparecidos. Estos datos son todavía provisionales.