HBO 2019-2023 (5 temporadas)
Creador: Jemaine Clement
Que los vampiros son de Venus y los zombis de Marte lo sabemos desde hace décadas. Los primeros con su sofisticación estética y su deseo sublimado; los segundos con esa brutalidad de encefalograma plano y su fisicidad pustulante. Pero los tiempos cambian y hace más de un crepúsculo que los colmillos de los dráculas dejaron de ser fuente de miedo. Es la evolución de cualquier género: la fórmula se hace primero barroca para acabar desembocando en la deconstrucción, la subversión o la parodia. En centrifugar este final de raza se afana Lo que hacemos en las sombras, una desternillante comedia que ha concluido recientemente con su quinta y última temporada.
El linaje de la serie ya nos ofrece pistas: es una adaptación de una película neozelandesa creada por Jemaine Clement (Flight of the Conchords) y Taika Waititi (Jojo Rabbit, Thor Ragnarok). Estos nombres apuntan a una comedia estrafalaria, fresca y excéntrica, pero capaz de tocar fugazmente el corazón del espectador, como haría un Wes Anderson o el Tim Burton de Big Fish, para ubicarnos.
La propuesta del canal FX busca esa originalidad simpática y excesiva narrando el día a día de tres vampiros centenarios que viven en Staten Island. Son Nadja, Lazslo y Nandor, de ropajes imperiales, rancio abolengo y evidente sonoridad eslava. Con este punto de partida, un tropo tan clásico del humor como el del pez fuera del agua logra arrancar carcajadas histéricas cuando el departamento de control animal captura a uno de los protagonistas en su forma de murciélago o cuando los noctívagos se emborrachan al morder en el cuello a gentes que iban hasta arriba de droga. Esguinces cómicos así los hay a montones y este trío protagonista permite contrapesos y sutilezas saladísimas.
Estas situaciones de choque inesperado —donde el estereotipo del vampiro se retuerce satíricamente— se complementan con otro par de personajes que multiplican la apuesta jocosa. Por un lado, en un guiño a la carcajada más absurda, entre los habitantes de la casa encontramos a Colin Robinson, un vampiro que, en lugar de beber sangre, absorbe la energía de sus víctimas aburriéndolas hasta el sopor. Por otro lado, tenemos a Guillermo, el escrupuloso ayudante del otomano vampiro Nandor. Guillermo es la verdadera alma de la historia: un tipo bonachón, leal como un sambernardo, obsesionado con la película Entrevista con el vampiro, cuya aspiración es que lo incluyan en el clan como uno más, en lugar de mirarlo con desprecio, desde arriba. Esa admiración idealista de Guillermo es la que primero inyecta una sugerente dinámica emocional en la historia y, más adelante, también añade un plus de satisfacción siniestra para el espectador.
Porque es algo que Lo que hacemos en las sombras ejecuta bien: permitir que sus estrellas crezcan. Ahí es donde el formato escogido —el manido falso documental— invita a una constante reflexión en voz alta de los personajes que, más allá de generar risas incongruentes o pulir aristas dramáticas, les aporta una autoconsciencia muy jugosa. Los comentarios a cámara realzan el patético abismo que existe entre el ser y el desear ser de este puñado de criaturas, sí, pero también le permite al relato afinar el recuerdo de eventos pasados, cebando el arco de transformación dramática.
Al enunciar todas estas características parece que Lo que hacemos en las sombras contiene una sofisticación gafapasta que la convierte en un producto elitista. No, para nada. Al contrario: es una sitcom que se distingue por su facilidad para no tomarse muy en serio, para regalar esa ligereza propia de quien quiere que la audiencia pase un buen rato, sin mayores pretensiones culturales ni ideológicas. La historia va directa a la yugular de la risa, del despiporre; hay coñas para todos los gustos, desde la sal gruesa hasta la ironía de doble tirabuzón. Por eso abundan los actores invitados, las premisas grotescas, el centrifugado del imaginario vampírico o las escapadas que se convierten en auténticas idas de olla. Porque, bien sea desde la relectura de los clásicos del terror o desde la colleja slapstick, todo vale para que el espectador se sienta uno más de esta peculiar familia. Una donde les gotea el colmillo más por ganas de cachondeo que de sangre.