Truman oposita a jurado popular
CRÍTICA DE SERIE. Amazon Prime Video | Creadores: Lee Eisenberg y Gene Stupnitsky | 1 temporada (8 episodios).
Con esa mezcla de sencillez y sabiduría antigua, Harper Lee escribió en Matar a un ruiseñor que «la rectitud de un tribunal llega únicamente hasta donde llega la rectitud de su jurado, y la rectitud de un jurado llega solo hasta donde llega la de los hombres que lo componen». Ahí asoman, esplendorosas, la responsabilidad individual y la libertad de conciencia. El heroísmo cotidiano de pensar por uno mismo contra el ambiente, más aún cuando el destino de alguien queda en tus manos, como le ocurría al Henry Fonda de Doce hombres sin piedad.
Aunque suene paradójico, esta gravedad de fondo —esencial para el correcto funcionamiento de cualquier sistema jurídico— es la que convierte a El jurado en una serie temáticamente tan refrescante. Porque la comedia que ha reventado el verano en Amazon Prime se levanta sobre una incomodidad: ir de coña sobre algo tan trascendente. Y lo hace enseñando todas sus cartas desde el primer minuto, de modo que las risas provengan de la complicidad que el espectador enhebra con el engaño. Parafraseando a Lumet, aquí pululan once hombres vacilando sin piedad al único justo.
Porque Jury Duty (el título original añade ese deber cívico) combina rasgos de experimento social y de inocentada XXL. Con la excusa de grabar un documental sobre el funcionamiento de la justicia estadounidense, las cámaras se insertan en la labor de un grupo de supuestos ciudadanos anónimos (con la excepción de un muy divertido y autoparódico James Mardsen) que han de juzgar un delito tan rocambolesco como inane. La clave radica en que todo constituye un morrocotudo montaje, con actores, decorados y aislamientos forzados para controlar el sarao. Todo es falso y teatralizado con la excepción de un miembro del tribunal: el joven Ronald Gladden, un buen tipo, de esos que siempre se muestran capaces de jugar en equipo, desengrasar tensiones y hacer la vida más fácil a quienes le rodean.
Con ocho episodios que se digieren con la facilidad de una Coca-Cola en el desierto, El jurado es una comedia ocurrente, pintoresca, absurda, que arranca carcajadas sin cebarse en la mala leche. Al contrario: resulta hasta piadosa la ingenuidad con la que Ronald, el primo en este gigantesco guiñol, se afana en que el proceso judicial salga adelante, a pesar de tantos momentos que oscilan entre el surrealismo y la vergüenza ajena. Hay ocasiones en que los creadores estiran tanto la cuerda —es lo que tiene jugársela a la improvisación de los intérpretes— que la tensión descansa en saber si Ronald descubrirá el pastel. Por eso, la única pega que uno puede ponerle a esta descacharrante experiencia es la de preguntarse si era necesario que el mago desvelara cómo escondía al conejo en la chistera.
El éxito creciente que anda cosechando El jurado tiene que ver con su facilidad para llegar a todo tipo de públicos, buscando siempre que el Ronald al que le toman el pelo no quede como imbécil, sino simplemente como una buena persona con respeto ejemplar hacia el procedimiento. Humor blanco para un ciudadano fetén. Casi produce melancolía constatar que una trastada así jamás podría haberse ejecutado sobre alguien resabiado, amargado y dispuesto a tangar al sistema.
La televisión lleva décadas trabajando con fecundidad los códigos del falso documental, desde la gamberrísima The Office de Gervais (la adaptación americana endulzaba la bilis) hasta la muy inteligente American Vandal, pasando por la ternura de Parks and Recreation o el giro doméstico de Modern Family. El jurado añade un espléndido descendiente a este linaje del mockumentary al insertar a un nuevo Truman Burbank a correr en la rueda giratoria. Así, este Ronald perpetúa aquella sentencia de Christof: «Aceptamos la realidad del mundo que se nos presenta. Es tan simple como eso». Tan simple, ay, y tan fácil de manipular; hasta el punto de que ni siquiera la rectitud es ya un cobijo seguro frente a la tormenta.
Alberto N. García