Los británicos, que son gente lúcida, llaman a los Reyes Magos de un modo peculiar. Para ellos son los Tres Sabios —The Three Wise Men—, título que esconde una comprensión cabal de lo ocurrido en Belén hace dos mil años: consideran que los soberanos de Oriente eran intelectuales libres, científicos del alma, hombres de bien.
En esto, y sin que sirva de precedente, me gusta dar la razón a los anglosajones: los Reyes Magos eran sabios. Su sabiduría les empujó a seguir una estrella hasta encontrar a Dios en pañales, aunque eso no les ahorró una noche oscura cuando el astro desapareció. Sin embargo, continuaron su camino, empeñados en llegar al pesebre para arrodillarse sin pudor ante el Niño Dios y adorarlo. Divino Manuel.
A los latinos nos gusta más el realismo mágico, por eso decimos que eran reyes y que eran magos. En realidad, no tenemos ni idea porque en ningún sitio pone que fueran tres, y menos aún que tuvieran sangre azul. Los armenios —que son cristianos de la primera hora— aseguran que eran doce astrólogos, y algunos ortodoxos los reducen a dos y filósofos. ¡Viva la libertad!
Ahora bien, no importa si eran tres o treinta y tres, monárquicos o republicanos. Da igual que sus reliquias estén en la catedral de Colonia. Que se llamaran Melchor, Gaspar y Baltasar. Que fueran persas o babilonios. Lo indudable es que la memoria es una verdad recordada. Sobre todo si nos devuelve a la niñez, utopía donde viven las historias que nos enseñaron cuando gastábamos inocencia y pantalones cortos. Contadas quizá por una abuela paciente y sarmentosa mientras pelaba patatas en la cocina, o por un padre benévolo, todo risa y bigote, al que ya no podemos abrazar.
La magia de los Magos está en nuestros recuerdos. En aquel paje de cartón piedra con un cofre en las manos que servía de buzón real. O en aquella carta arrugada en la que pedíamos, por ejemplo, un túnel para el Ibertrén o el madelmán submarinista. El prodigio eterno reside en la cabalgata fugaz a la que nos llevaban —muertos de frío— para ver a Sus Majestades y gritarle a Baltasar que era nuestro preferido. El portento estaba (y sigue) en los nervios desatados de cada 5 de enero cuando, por una vez, nos íbamos a la cama obedientes y a la hora. Después, eso sí, de dejar en el salón mucho pan para los camellos y algo de anís para los monarcas.
Solo la ternura puede explicarnos el milagro del mundo. Milagro al menos para el que se resiste a perder su infancia. Por eso creo en los Reyes Magos. Sin fisuras ni suplentes. Ellos vuelven puntuales cada Navidad con su cargamento de deseos. Esa es la verdadera magia, esa es la verdadera sabiduría. Así nos ve Dios. Como niños.