La belleza, esa ideología

18 de febrero de 2025 4 minutos

Ignacio Uría Biografía

Ignacio Uría (Gijón, 1971) es historiador, periodista y profesor de la Universidad de Alcalá. Estudió Derecho en la Universidad de Navarra y fue editor de Nuestro Tiempo de 2012 a 2018. Colabora con distintos medios en la sección de política internacional. Ha publicado cinco libros y dos centenares de artículos de opinión y divulgación histórica. Lector omnívoro –con predilección por el ensayo y la poesía–, le apasionan el cine, la conversación y los viajes en Vespa, con la que ha recorrido media Europa y el norte de África. 


«Me identifico con el lema electoral del gran John Dutton, patriarca de Yellowstone: “Soy lo opuesto al progreso”. Por eso odio a las influencers, el turismo de masas y las bodas estivales»

De mis años universitarios recuerdo un grupo desconocido. Eran ingleses, les gustaba el surf y se llamaban Barracudas. Con un sonido que recordaba a los Ramones, grabaron un puñado de canciones fenomenales para el verano y el invierno. En especial, una balada que lamentaba con desgarro We’re living in violent times. Mi compadre calvo, que es un profeta, estaba muy de acuerdo y, para evitar la violencia, se hizo funcionario. No lo consiguió, claro, porque el Estado es un enemigo poderoso.

Va a ser cierto que vivimos tiempos violentos. Lo compruebo desamparado cada fin de semana, víctima del desfile de chándales y camisetas de tirantes que asola las calles. Hablo de esa atlética avalancha que suda la camiseta mientras se toma el aperitivo. Pero no solo el chándal nos asedia, también los tatuajes de cuerpo entero, las gorras de rapero antifa o las perforaciones en la piel. Pura violencia estética. Cultura carcelaria que camina despreocupada rumbo al gimnasio, hormonados como pollos de macrogranja.

Ante esto, me identifico con el lema electoral del gran John Dutton, patriarca de Yellowstone: «Soy lo opuesto al progreso». Yo también. Por eso odio a las (y los, no quiero discriminar, que se me enfada la ministra) influencers, el turismo de masas y las bodas estivales. Estas son todas iguales, de un cursi fotocopiado (y en inglés) con su candy bar, su photocall, su cancioncita y su canesú. Hasta el perro de los novios es un hortera (se llama Chipie y lleva lazo). Todo cuqui, carne de Instagram para una competición de detallitos pueriles. Incluida, lo siento, la entrada al salón perpetrada por los novios entre un mar de servilletas al viento y música ratonera de banda sonora. Ay, la juventud, inútil tesoro.

A mí todavía me extraña que un adolescente lleve una argolla en la nariz como si fuera un buey cántabro. Eso es propio de tribus amazónicas, contra las que no tengo nada pero que no reconozco como mías. Como tampoco acepto a un universitario que asiste a clase de Metafísica o de Embriología con chanclas y bermudas. Tal indumentaria me arrebata si es para ir a la playa de Estaño, allá en Asturias, patria querida. Pero never-never-never (que diría Shirley Bassey) para abordar los misterios del ser como ente móvil o el espacio que ocupa el saco vitelino. Para tales menesteres prefiero un buen corte de pelo —tipo Marín o Rota—, una camisa y zapatos reglamentarios que oculten mis dedos torcidos. Es decir, me avergonzaría toparme con Aristóteles y llevar una facha más propia de un socorrista que de un tipo corriente, que es lo que soy. Corriente, pero no idiota. Al menos, para desconocer una terca evidencia: la belleza nos ayuda a ir por la vida. La buena vida, la verdadera, la que elige los compromisos sin caducidad y trae hijos al mundo.

Queda claro que soy un cavernícola. Viva. O quizá me he caído de un guindo y esté delirando. Sin embargo, en ese árbol hay más gente, alguna, inesperada. Por ejemplo, varios institutos franceses, muy laicos y progresistas, que han prohibido a sus alumnas acudir con tanga al liceo. Las muchachas, en su candor, llegaban a clase desplegando una lencería tan ardiente que los radiadores eran innecesarios. Aquello no mejoraba ni abriendo las ventanas. Ante la temperatura del asunto, una exministra de Educación, la socialista Ségolène Royal, dijo que todo era consecuencia del modelo de mujer propuesto a las francesas «en el que el cuerpo femenino se exhibe como una vulgar mercancía». Bien ahí, Ségolène.

También el Real Madrid ha recordado a su plantilla la importancia del respeto. Emilio Butragueño, ese hijo perfecto que le metió cuatro a Dinamarca, sentenció: «Este club tiene una historia y una imagen. No podemos ofender al rival con celebraciones estrambóticas». Es decir, nada de festejos grotescos después de marcar un gol. Nada de futbolistas haciendo el ridículo con bailecitos pueriles. Vinicius y Rodrygo no lo han pillado, pero todo se andará.

La última en rendirse a la moderación ha sido la NBA, harta de que los jugadores se disfracen de macarras y traficantes. A partir de este año, todos como un pincel: adiós a esos pendientes más grandes que las orejas o los medallones tamaño rueda de tractor. Ahora reinarán la corbata, la cara limpia y el pelo corto, que hay niños mirando.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Es el fracaso de lo bello el fin de la belleza? En tal supuesto, ¿con qué se podría sustituir?

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