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Señales

Un cuentista eminente

24 de octubre de 2025 3 minutos


Tim Gautreaux
La Huerta Grande, 2025
536 páginas
25 euros

Tras sus dos novelas ambientadas en las primeras décadas del XX en Luisiana, su tierra natal, parte del Sur Profundo —plantaciones, esclavitud, pasado, derrota, penurias, tensiones raciales, fervientes bautizados, inmovilismo de la sociedad pero también actitudes maravillosas—, Tim Gautreaux (1947) corrobora su talento y su maestría para el cuento en Señales, su última colección. Reúne una docena de títulos nuevos, publicados en revistas, a los que suma nueve de sus dos libros anteriores de narrativa breve: tres de El mismo sitio, las mismas cosas y seis de Todo lo que vale

Vuelven a estar presentes los rasgos propios de este escritor: su mirada minuciosa y original, que compone historias —a veces sombrías, medio crueles— ingeniosas y bien narradas; el alcance universal de sus temas y la sabiduría de destacar objetos que sugieren simbolismo (una radio, un piano, una caja de caudales, una embarcación en una mancha de petróleo…). El buen humor, embeleso de Gautreaux, se asoma tras los infortunios y las adversidades. Y la emotividad —otro rasgo peculiar de su narrativa— bambolea entre dos polos no irreconciliables, de lo ridículo a lo sublime. Los personajes se desarrollan suficientemente en una veintena intensa y amena de páginas. Tienden a cotidianos. Les sobrevienen problemas y posibles soluciones, según qué decidan o entiendan ellos mismos, o si se arrepienten y cambian.

Como libro de cuentos, Señales está bien distribuido de peso, bien estibado: lo inicia un relato excelente —«Ídolos»— y lo cierra una historia inolvidable de amor conyugal —«Lo que no vemos a la luz»— y ninguna de las veintiuna piezas desmerece. En «Ídolos» (como llama la mujer de uno de los protagonistas a los tatuajes que su marido intenta borrarse), Gautreaux acepta un reto que ejecuta con calidad narrativa: expandir dos cuentos de Flannery O’Connor. Combina las figuras de aquella también genial (y católica) cuentista sureña: a Julian de «Todo lo que asciende debe converger» y a Obadiah de «La espalda de Parker». Gautreaux, como O’Connor, admite también el sentido anagógico de sus narraciones, una interpretación que lleva al alma a un deseo de ascender, de mejorar interiormente, igual que la lectura anagógica de las Escrituras permite detectar en los versículos las promesas de la salvación eterna.

En «Cambio de actitud», un joven y grandullón sacerdote al que arrolló un tren mientras pensaba en detalles de su homilía se ha quedado con la cara desfigurada y el corazón cándido de siempre (piensa que todo el mundo es bueno). Apenas recibe labores pastorales. Se mete en un lío por confesar a un mexicano ilegal, jardinero suyo, que le robó una escopeta de caza a un pariente y la empeñó. Para solucionarlo, el cura quiere comprar otra pero acaban deteniéndole en la armería. Al mexicano y su gente los deportan, y el sacerdote va un año a una cárcel aburrida y llena de desfalcadores y magnates y dos italianos. Allí llega un gigantón como él, antiguo jugador de rugby que un día le da una paliza. Cuando el cura sale del presidio, le confían escasas y sencillas tareas sacerdotales. Predica, en una urgente sustitución, a unos niños a quienes les lee la historia del samaritano que recibe una tunda. Como él. Pregunta el cura a los críos: «¿Por qué permitió Dios que le dieran una paliza al judío?». Las respuestas de los chiquillos —entre resabidillas e ingenuas— son de diez. Y el broche del narrador, de matrícula. 

Otras de las muestras nuevas del libro son también magistrales: «La reseña», «Magia de la radio», «Alas», «Señales»… Releídas, todas las milésimas de ese oro se convierten en metal más valioso, casi casi oro puro. Cada veinticinco años vienen tres cuentistas perfectos. Gautreaux está en el pódium, aunque no besa su medalla.


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