Sabemos que dar un paso al frente consiste en cuidar y en dejar que nos cuiden. Sabemos que somos falibles, pero que ninguna de nuestras faltas —por muy graves que parezcan— nos definirá para siempre.
Un pequeño gesto nos conduce a lugares insospechados. En ocasiones, puede ser una lágrima —le hemos leído páginas extraordinarias al respecto a la filósofa francesa Catherine Chalier—; en otras, una mano que consuela o una palabra que nos guía. Sin embargo, en el fondo surge siempre la necesidad del movimiento, de dar un paso —primero uno, después otro—, hasta trazar un camino. Esta experiencia la tuvo, al poco de cumplir la treintena, el cardenal John Henry Newman cuando regresaba, gravemente enfermo, de un viaje a Italia. Tras unos días de fiebre en el barco, el clérigo inglés se asomó a la noche y compuso un hermoso poema —«Lead, Kindly Light»—, que se canta aún hoy como himno en las Iglesias anglicana y católica. En su sencillez, aparecen unos versos que nos hablan de esperanza. Una estrella lejana —reminiscencia de la estrella de Belén— preside la escena. Newman se encuentra lejos de casa y tiene miedo. Ha sentido en su carne las dentelladas de la muerte; quizás no solo el dolor físico, sino el abismo del sinsentido, la angustia de la soledad y quién sabe si el espanto ante esa tentación última que nos repite incesantemente al oído: «Nada de lo que haces, ni nada de lo que eres tiene valor alguno. Todo es pasto para los gusanos». Frente a esta oscuridad, Newman eligió un camino distinto pidiendo la gracia más humilde, sabiendo que en ella reside la verdadera grandeza. Los versos más conocidos del poema son estos: «No pido ver el horizonte distante / un paso es suficiente para mí». A este deseo, san Francisco de Asís lo hubiera denominado minoritas. La poeta de Moscú Marina Tsvietáieva prefería hablar del «don de reconocer el sufrimiento de las cosas»: un don que nos lleva a fijar nuestra mirada en el amor y, por tanto, en el sentido; puesto que el amor llama a la esperanza.
Pensaba en Newman mientras leía a Navid Kermani, un escritor iraní que me acompaña desde hace tiempo. Le debemos uno de los libros más sugerentes que conozco sobre el arte cristiano:Incrédulo asombro. En otro de sus títulos, Everyone, Wherever You Are, Come One Step Closer, intenta responder a las dudas de fe —musulmana en este caso— que le plantea su hija pequeña. Allí descubrí una historia que utiliza un lenguaje similar al empleado en su oración por aquel joven sacerdote anglicano de Oxford. Resumida, esa historia dice así: una vez el sheij Abu Sa’id, que fue uno de los místicos más famosos del siglo XI, llegó a Tus, una ciudad situada al noreste de Irán, y allí se encontró con una muchedumbre de fieles que había acudido a la mezquita para escuchar su prédica. Eran tantos que no cabían. La persona encargada de acomodarlos tuvo entonces que ordenarles con voz imperiosa que todos dieran un paso adelante y se apretujaran aún más. No quería que nadie se perdiera aquel sermón tan importante. El sheij, al escucharle, sonrió y decidió tomar la palabra para contar lo siguiente: «El acomodador ya ha dicho todo lo que yo quería decir y todo lo que los profetas han dicho: todos, por favor, dondequiera que estéis, acercaos un paso». Y, a continuación, el sheij abandonó la mezquita y se fue de Tus.
«Un paso es suficiente para mí», rezaba Newman en sus noches de angustia. «Acercaos un paso», requería el místico sufí antes de dejar la ciudad. Sus fieles no necesitaban más: solo avanzar despacio y perseguir un anhelo que late en el corazón de los hombres cuando contemplan el espacio y sondean con la mirada el misterio del tiempo. Tampoco nosotros necesitamos mucho más. Sabemos que dar un paso al frente consiste en cuidar y en dejar que nos cuiden. Sabemos que somos falibles, pero que ninguna de nuestras faltas —por muy graves que parezcan— nos definirá para siempre. Somos pobres y débiles, es cierto, pero ¡qué belleza se oculta en esta fragilidad de niños! ¡Y cuánta verdad hay! Es la imagen de una madre acunando a su hijo. Es la imagen de una familia que peregrina bajo las estrellas buscando un hogar. Es la certeza que nos concede el amor. Lo único que nos pide a cambio es acercarnos un paso más de un corazón a otro, para así descubrir cuál es la sustancia y el sabor de la humanidad.