Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Zena Hitz: «Puede que en las universidades no se piense. Lo encuentro terrorífico, pero sucede»

Texto: Teo Peñarroja Canós [Fia Com 19]. Fotografía: Manuel Castells [Com 87]. Ilustración: Fernando del Hambre  

Observar un escarabajo pelotero. Entender a Platón. Descubrir una nueva receta de rigatoni. Exclamar eureka cuando cuadra la ecuación. Son cosas que la profesora Zena Hitz no dejaría de hacer ni aunque supiera que mañana llega el apocalipsis, porque en el placer de aprender sin más afán que el de haber aprendido se cifra la felicidad de los hombres. Las preguntas certeras e incómodas de esta filósofa perforan hasta la entraña de un mundo que, por querer san tan productivo, ha caído exhausto.


Debe de haber un congreso o algo así, porque el ascensor no ha dejado de subir y bajar de la recepción sin detenerse en la planta de la profesora Zena Hitz. Por fin, suena un pitido y se abren las puertas. La mujer, menuda y tímida, se embute entre los extranjeros elegantes. Cuando llega abajo se aparta del grupo para intentar identificar al periodista. Se disculpa por los tres o cuatro minutos de retraso. Tiene una risa simpática, como de ratoncillo de biblioteca, y unas gafas gruesas que agrandan la mirada de alguien que, de pequeña, elegía los libros antes que las excursiones. Parece la clase de persona que preferiría evitar esta entrevista, la última del día, para perderse en sus pensamientos.

Así —Lost in Thought, en español Pensativos: los placeres ocultos de la vida intelectual— tituló un libro que agitó el mercado editorial estadounidense en 2020. Su tesis principal, clásica —ella es filósofa, experta en Aristóteles—, es que aprender por el puro placer de hacerlo nos conduce hacia una vida más plena, a la felicidad. Que los libros, la música, el arte y también la jardinería, el senderismo o la cocina tienen sentido por sí mismos, sin necesidad de hacerlos para algo. Tiene algo de Perogrullo, pero en un mundo tan competitivo como el nuestro —y por eso tan ansioso, tan triste y ruidoso— su voz ha sonado como una promesa de liberación. 

La profesora Hitz (Estados Unidos, 1973) cree, a pesar de todo, en la conversación como forma elemental de aprendizaje. Estudió en el Saint John’s College de Annapolis, con máster en Cambridge y doctorado en Princeton. Inició una cruenta carrera por el prestigio académico que la hizo profundamente infeliz. Se rompió por dentro. Salió a encontrar el sufrimiento de los demás. Se convirtió al catolicismo. Lo mandó todo a paseo y se fue tres años a vivir en medio de los bosques de Ontario, a una pequeña comunidad religiosa. Allí, donde «todo se volvía luminoso», decidió que no debía apartarse del mundo, sino intentar que la gente fuera un poco más feliz. Para eso quiso regresar a la universidad en la que estudió, donde puso en marcha un programa de tutorías para tratar con sus estudiantes —uno a uno— las grandes cuestiones de la vida a través de la lectura de los libros clásicos, desde La República de Platón hasta Las aventuras de Alicia en el país de las maravillas de Lewis Carroll, pasando por San Agustín, Confucio o Simone de Beauvoir. El Centro Humanismo Cívico del Instituto Cultura y Sociedad la invitó a la Universidad de Navarra para conversar sobre la necesidad de una vida intelectual.

 

Pensativos empieza así: «A la mitad del camino de mi vida». Las mismas palabras con las que Dante da inicio a su Infierno. ¿Intenta este libro ser un Virgilio que nos guíe en la «selva oscura» del mundo contemporáneo? 

No en la selva oscura sino a través de ella, hacia fuera. Ya hay demasiados libros que le dicen a la gente lo que debe hacer, y yo quería que quedara claro que también soy una peregrina, como mis lectores. Quería mostrar los hitos que he atravesado en mi camino hacia el placer de la vida intelectual, y en ese sentido me gustaría ser como Virgilio.

 

Su libro tiene una evidente vocación pública hasta en los ejemplos que usa. Menciona, de hecho, que una de las formas de la lucha obrera en el siglo XIX era la lectura. ¿Cree que hoy, que no se lee, los trabajadores tienen menos posibilidades de realizarse?

En cierto modo es evidente que no: la tasa de alfabetización actualmente es muy alta, las condiciones laborales —al menos en Estados Unidos y Europa— son mejores… Pero nuestra situación frente a la tecnología es mucho peor. Mientras que un libro te daba amplias posibilidades de desarrollo personal —de crecimiento interior—, un teléfono, que es lo que tiene la gente de hoy, no. Es difícil hacer un diagnóstico certero porque estamos muy al inicio de algo parecido a la revolución industrial, pero es obvio que hay una degradación y es natural que nos preocupemos. También ofrecerá, seguro, nuevas posibilidades, aunque no soy capaz de decir cuáles.

 

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«Tus valores e ideales no te los puede dar el algoritmo; al contrario, debes utilizar las máquinas para llevarlos a cabo. Para eso, lo primero y lo más importante que hay que recuperar es el sentido de comunidad, el cara a cara, y el crecimiento que se produce en una comunidad así»

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¿Cómo concibe usted una relación saludable con internet a las puertas de la revolución de la inteligencia artificial y el metaverso?

En una relación saludable, internet es una herramienta que puedes usar o no. Lo que yo defiendo es una forma muy crucial de libertad en la que eres tú quien decide cómo usar las herramientas y qué papel desempeñan en tu vida. Tus valores e ideales no te los puede dar el algoritmo; al contrario, debes utilizar las máquinas para llevarlos a cabo. Para eso, lo primero y lo más importante que hay que recuperar es el sentido de comunidad, el cara a cara, y la clase de crecimiento personal que se produce en una comunidad así.

 

Hay momentos de su libro en los que uno tiene ganas de dejar el mundo y marcharse a Walden. ¿Le parece a usted una opción aceptable? 

Preferiría que se desarrollase una contracultura robusta, que es lo que se ha perdido en los últimos cincuenta años en Occidente. La gente necesita construir alternativas. Me gusta más, como metáfora —aunque sea un poco dramática y hasta ofensiva—, el ferrocarril subterráneo por el que los negros del Sur de los Estados Unidos huían de la esclavitud. Se escondían a través de una red de casas seguras que componían una vía de escape. También hoy se necesita un túnel de fuga de la cultura contemporánea, y para eso hace falta alguna clase de conexión entre personas. No sirve de nada desaparecer del mundo. Es mejor crear una red invisible y coexistente con la cultura mainstream que la desafíe. Eso es una forma de caridad también: ayudar a las personas que están atrapadas en un estilo de vida dañino.

 

Ese estilo de vida que atrapa a la gente es el de lostrabajadores explotados en los almacenes de Amazon, pero también el de sus jefes. Dice usted que somos «esclavos de esclavos». ¿Cómo hemos llegado a esta situación?

[Resopla] No tengo ni idea, pero existe también un altísimo grado de competitividad entre las personas más ricas. Por algún motivo —no sé de dónde procede— es una característica de nuestro tiempo: nadie se siente seguro. Aunque puede que esto haya mejorado un poco desde el covid. El libro lo escribí antes y es posible que esa situación haya llevado a algunas personas a cambiar algo de sus vidas.

 

En Estados Unidos, durante la pandemia, mucha gente abandonó su puesto de trabajo. 

Es un fenómeno interesantísimo. Sucedió en todos los niveles, especialmente en los más bajos. Ante la perspectiva del encierro y la muerte, la gente se dio cuenta de que podía tomar decisiones.

 

La cito: «Si trabajo para ganar dinero, gasto el dinero en las necesidades básicas del día a día y organizo mi vida en torno al trabajo, entonces mi vida es una espiral inútil de trabajar por trabajar». ¿Cree que un individuo puede romper ese círculo vicioso o es algo que solo puede hacerse desde la política? 

Creo que parte de nuestra obsesión con el trabajo tiene que ver con la soledad: cuando no estás trabajando te das cuenta de lo vacía y desoladora que es tu vida, de hasta qué punto estás desconectado de tus semejantes. Esto es especialmente cierto en los Estados Unidos, donde tenemos una cultura muy comercial. Te vas a vivir lejos de tu familia, lo dejas todo, no tienes hijos, le vendes el alma a tu profesión… Así que, si dejas de trabajar un momento, te pones enfermo, no puedes soportar el vacío. Pero no creo que la solución sea política, sino más bien social. Necesitamos una comunidad, salir de la soledad, conectar con otras personas. 

 

El proyecto Catherine

 

Se exigen dos requisitos a quienes quieren estudiar en el Proyecto Catherine: saber leer y poder mantener una conversación. Es gratuito y no ofrece títulos ni créditos: solo el placer de haber aprendido. Profesores de distintas universidades participan sin recibir nada a cambio en este curioso voluntariado cultural que Zena Hitz fundó en 2020. «Yo visualizaba la educación sin ataduras: ni carreras, ni créditos, ni tasas, movida solo por el amor manifiesto al simple aprender», declaró en la revista Plough. Una vez a la semana, los alumnos —a los que llaman lectores— y los profesores —tutores— se reúnen por videoconferencia en pequeños grupos para comentar una treintena de libros clásicos (Tomás de Aquino, John Dewey, Michel de Foucault, Fernando de Rojas…) en conversaciones sin un rumbo predeterminado. El programa tiene lista de espera y aspira a crear una red internacional de grupos de lectura locales para esquivar la virtualidad, que entienden como un mal menor. El nombre del proyecto quiere honrar a santa Catalina de Siena, que refutó a cincuenta filósofos de la corte con su elocuencia, y a Catherine Doherty, fundadora de Madonna House —donde vivió unos años la profesora Hitz— que, entre otras cosas, inventó una especie de biblioteca por correo postal cuando el Gobierno canadiense dejó muchas de las regiones del país sin ese servicio.

 

El filósofo coreano Byung Chul-Han sostiene que, en nuestro capitalismo tardío, el ocio se piensa como una manera de descansar para seguir produciendo. Usted apunta en la misma línea. ¿Cómo entiende usted un buen ocio, deseable? 

El ocio no es pasivo, es una actividad. Pero una actividad que se basta a sí misma, que podría ser la culminación de tu existencia. Hay quien dice que se podría tirar toda la vida en la playa, pero la mayoría de las veces no va en serio. Sin embargo, existen actividades —el pensamiento, el estudio, el arte, la música, la oración— que son una especie de cima en las que uno puede decir: «Mi vida va de esto».

Otra forma de distinguir el buen ocio es aplicarle el test del meteorito. Si cayera mañana un meteorito, ¿seguirías haciendo eso? Si la respuesta es que no, es porque lo que haces no se basta a sí mismo.

 

¿Existe la felicidad? 

[Chasquea la lengua] Por supuesto, sí.

 

¿En un sentido fuerte? 

Bueno, no en un sentido convencional, desde luego —sentimientos constantes de placer y una satisfacción que dure para siempre—, eso no es posible. Pero sí lo es disponer de una actividad gratificante que llene tu vida de sentido y estructure el resto de tu existencia, es decir, un fin último. Ahora bien, esta respuesta sigue incompleta, porque existe Dios y hay felicidad eterna.

 

En su libro dice sobre esos «fines últimos» que «a menudo presentan una fragilidad impredecible; de ahí la ansiedad juvenil por el futuro, nuestras crisis de mediana edad y los arrepentimientos de la vejez». Resulta angustioso pensarlo, habida cuenta de que nuestra felicidad depende de ellos. ¿Qué podemos hacer para no equivocarnos?

[Le da un ataque de risa]. Hay una fragilidad muy esencial en la vida, incontrolable. No puedes pensar que si sigues unos pasos determinados no te equivocarás y serás feliz. Has de asumir que puedes fracasar incluso aunque tengas unos fines últimos estupendos. Yo, por ejemplo, que dedico mi vida a enseñar y aprender, puedo dejarme embelesar por esto de que me traigan en avión a España, me lleven a unas comidas espléndidas y me entrevisten los medios de comunicación. Aunque empecé con esto por una cuestión de servicio público, es francamente sencillo que se me tuerza la intención y lo haga por mí, por lo que disfruto, por recibir la atención de los demás… Sinceramente, pienso que la estructura de una vida es una cuestión de gracia divina: nunca estará del todo bajo tu control, porque la fragilidad es una forma básica de lo que somos. Y, si no crees en la gracia, tienes que pensar que es una cuestión de suerte.

 

¿Y si la gracia no llega? 

La gracia siempre llega. [Se ríe]. Abrazas lo que ves, haces lo que puedes y todo cuaja.

 


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«Las conversaciones son encuentros intelectuales titubeantes y con final abierto, y esa es la estructura del auténtico aprendizaje. Ensayas tus ideas, las pones a prueba con otra persona que confronta tus perspectivas»

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Entonces, ¿cuál es el papel de la fe en la felicidad?

En el libro enfatizo que la vida intelectual es un don natural. La fe no garantiza que tu vida funcione ni es una especie de evangelio de la prosperidad. Pero en la vida hay cosas que importan y otras que no, y la fe puede ayudarte a tener claro cuáles son cuáles; ayuda a mantener lo importante en el centro.

 

En su libro se advierte una predilección por las cosas pequeñas: limpiar la casa, cocinar, cuidar las plantas, la carpintería… ¿Qué tienen de especial esas actividades?

Conciernen al cuerpo de un modo neurálgico y te fuerzan a medirte con alguna clase de limitación. Suena paradójico, porque pensamos que la experiencia del límite es dolorosa, pero de hecho resulta un alivio. Nuestra mente es una habitación donde todo es lenguaje, y resulta muy sencillo perderse. Hay gente que ha dedicado toda su vida a un proyecto intelectual absolutamente inútil, desconectado de la realidad. ¡Es terrible, si lo piensas! Pero en la cocina o el jardín el resultado es palpable, tangible. Puedes verlo, y sabes cuándo ha salido mal. Además, esa clase de actividades manuales son útiles y producen cosas buenas. La comida, la belleza, las verduras y las flores, una silla o una mesa bien hechas son un servicio a los demás. Creo que por eso resulta tan satisfactorio.

 

Usted habla mucho de la naturaleza y el aire libre. ¿Puede el movimiento ecologista ayudarnos a recuperar parte de la vida intelectual que hemos perdido? 

Creo que sí. Hay facciones políticas de ese movimiento más interesadas en cambiar nuestros hábitos de vida... Pero creo que preservar la naturaleza y facilitar el contacto de los humanos con ella es muy importante. Esos programas que llevan a los niños al campo y les enseñan los nombres de los pájaros y las flores y los bichos son extremadamente positivos. Nos ponen en contacto con una parte importante de lo que somos, y también con nuestra limitación. El mar es inmenso, como las montañas. ¿Quién eres tú en mitad de todo eso? Esa experiencia es en cierto modo inquietante, perturbadora. Ahí reside el misterio, que tiene que ver con la belleza, una gran imagen del mundo. 

 

¿Y qué pasa con la belleza? ¿Cómo nos relacionamos con ella? 

No pienso demasiado sobre la belleza, la verdad; no es uno de mis temas. [Silencio] Creo que me siento inclinada a decir que es una cierta clase de orden... Hay algo casi teológico en la belleza natural. 

 

John Denver, en una canción, dice algo así como que la naturaleza es una oración para los no creyentes... Y es verdad que en ella experimentamos algo parecido a la contemplación, ¿no? 

La contemplación es la respuesta de la mente y el corazón a lo que está ahí, a la realidad. En la contemplación de la naturaleza no solo entrevemos a Dios, sino que nos conocemos mejor a nosotros mismos: hay algo radicalmente distinto en el cielo, en la nube, en el mar, en el árbol, en el animal… Pero en otro sentido somos lo mismo. Hay algo liberador y profundo en la pregunta sobre qué es el mundo, de qué está hecho, cuál es el fondo de las cosas. Ahora parezco una filósofa continental [Se ríe]. 

 

Pensativos es una defensa a ultranza de la inutilidad de lo inútil. Sin embargo, usted cuenta en el prólogo que muchos de sus compañeros de clase en la universidad están muy bien posicionados en la política, los medios o las organizaciones internacionales. ¿Es falso que no se puede vivir de las humanidades?

Es falso, así de simple.

 

Pero ¿las ideas todavía mueven el mundo? 

No estoy segura de que lo hayan movido nunca [Se ríe]. Sí lo mueven a pequeña escala: tú orientas tu vida a partir de tus ideas, y en eso consiste la libertad. Pero, en un sentido amplio, las ideas vienen detrás de los hechos, son una especie de justificación de lo que sucede. Ahora sueno como una marxista. ¡Las condiciones materiales y sociales tienen su propia vida! Algo como la revolución industrial —el dinero y el poder— sí cambia el mundo. ¿La filosofía? No lo creo.

 

Vida intelectual

 

El impulso de aprender puede encauzarse mal, para obtener dinero o estatus, pero eso no es vida intelectual, sino una deformación de aquella que Zena Hitz llama «amor al espectáculo» [curiositas]. Ese tipo de conocimiento no ofrece  nada parecido a la felicidad. En cambio, la verdadera vida intelectual está orientada al crecimiento de la persona, es un esfuerzo consciente por conocerse a uno mismo, como proponía el oráculo de Delfos. Por eso conviene redimir el deseo de saber a través de la disciplina filosófica, y esa ascesis es la vida intelectual: una lucha interior por obtener la virtud de la seriedad [studiositas], «el deseo de llegar a lo más importante, al fondo de las cosas».

 

Sin embargo, sí cree que las ideas se asientan al contrastarlas. Uno de los puntos más concretos, efectivos y sorprendentemente sencillos de su propuesta es la conversación de uno en uno. ¿Qué la hace tan especial?  

Que son encuentros intelectuales titubeantes y con final abierto, y esa es la estructura del auténtico aprendizaje. Ensayas tus ideas, las pones a prueba con otra persona que confronta tus perspectivas. Para que una conversación sea buena, basta una suerte de unidad de propósito, buena intención, aunque no se llegue a un acuerdo. Responde al modo en que los seres humanos conectamos unos con otros. En una conversación piensas de verdad, mientras que recibir un resumen de unas ideas en bulletpoints y tener que arrojarlas luego en un examen no es pensamiento. Hemos construido una institución, la universidad, cuyo único sentido existencial es el pensamiento… Y puede que en las universidades no se piense. Lo encuentro terrorífico, pero sucede.

 

¿Se puede incorporar la conversación a los sistemas universitarios? 

Por supuesto que se puede. Ahí está el modelo de Oxford y Cambridge, que funcionan así desde hace siglos. Los alumnos leen algo, escriben y, una vez a la semana, acuden a los tutorials, que son conversaciones a ese respecto con un profesor que no los evalúa. El problema es que eso es carísimo, porque se necesita un número muy elevado de profesores que no se pueden permitir instituciones como la Universidad de Maryland, que tiene veintitrés mil alumnos. Donde yo trabajo, en Saint John’s, aplicamos otro estilo: leemos grandes libros y luego tenemos una conversación estructurada en el aula sobre ellos. En el Proyecto Catherine tenemos por Zoom conversaciones que no dan créditos. No es perfecto, pero ya es algo.

 

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«Si no ves el dolor de los demás, no puedes amarlos. El amor, el dolor y la percepción del dolor tienen entre sí una conexión muy íntima. No podemos vivir sin amor, pero el amor causa dolor»

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A principios de este año ha publicado A Philosopher Looks at the Religious Life (2023), en el que escudriña con mirada filosófica la vida de los monjes. ¿Qué podemos aprender de ellos? 

Su opción vital tiene una visión de la felicidad, cierta idea de lo que significa florecer como ser humano. Hay gente que apuesta por esa vida hoy —no es algo del pasado o una mera posibilidad—, y al lector contemporáneo le resulta paradójico que esa vida incluya el sacrificio deliberado del dinero, las posesiones, la familia, la forma de vestir… incluso la voluntad para determinar el propio futuro. El libro investiga la paradoja de una felicidad que lo entrega todo. Es difícil de entender que funcione.

 

Pero funciona. 

Claro que funciona.

 

En las decisiones de su vida, contemplar el dolor ajeno ha desempeñado un papel fundamental. ¿Es posible una vida humana que no considere el dolor de los demás?

Probablemente no. Si no ves el dolor de los demás, no puedes amarlos. El amor, el dolor y la percepción del dolor tienen entre sí una conexión muy íntima. No podemos vivir sin amor, pero el amor causa dolor: el de la ausencia, la frustración, la preocupación, la inquietud, la ansiedad…, o el dolor de que alguien a quien quieres ejerza su libertad de un modo pernicioso. 

No hay amor sin dolor, eso es verdad. Pero también es verdad que el dolor puede engendrar un amor activo. Pensemos en el pecado original, que es al mismo tiempo el sufrimiento original. Antes de la caída, Adán y Eva serían como niños. Después del sufrimiento se hicieron adultos. Yo no quiero ser una niña para siempre, sino florecer como ser humano, y para eso he de sufrir. Sé que no es una explicación, pero la metáfora ilumina. Es algo mucho más misterioso de lo que podemos llegar a entender. Pero estamos juntos en este camino: tenemos que sufrir para amar.

 


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