Una infancia jurásica

11 de julio de 2025 4 minutos

Ignacio Uría Biografía

Ignacio Uría (Gijón, 1971) es historiador, periodista y profesor de la Universidad de Alcalá. Estudió Derecho en la Universidad de Navarra y fue editor de Nuestro Tiempo de 2012 a 2018. Colabora con distintos medios en la sección de política internacional. Ha publicado cinco libros y dos centenares de artículos de opinión y divulgación histórica. Lector omnívoro –con predilección por el ensayo y la poesía–, le apasionan el cine, la conversación y los viajes en Vespa, con la que ha recorrido media Europa y el norte de África. 


«Esos viernes de labor podíamos ir a la faena con los mayores. Trabajaban como mulos, pero también paraben a fumar y contar chismes de la romería de Solares»

Qué buenos tiempos fueron aquellos. Los recordamos así porque la memoria es benévola o tal vez porque la nostalgia nos empuja a la infancia, nuestra primera patria. Aquella donde una tarde de abril el sol inundó los manzanos con un orbayu de oro.

En esa vida, conocíamos a los animales por su nombre —igual que a los vecinos— y ellos nos conocían a nosotros. Por eso, si una vaca entraba a pacer en el prau de casa, sabías bien quién era —y ella quién eras tú— y podías mandarla de vuelta a la cuadra e incluso insultarla si se ponía terca. Esa violencia envalentonaba a los gansos, que te perseguían con malvada terquedad para picarte. Ahora bien, para picotazos, nadie como los gallos, veloces y repentinos. Muy cabrones los gallos, siempre alborotando al amanecer. De noche, sin embargo, los animales se calmaban y la vida brillaba en paz. La vida y la luna, grande y amarilla como el faro de Tazones.

En invierno, las heladas nocturnas caían a diario, así que se encendía la chimenea. Solía hacerlo la abuela Palmira, una matriarca que solo se sentaba para coser o rezar el rosario. A veces, prendía la leña alguno de los primos, como Tinín o Pinón, ejemplo del capricho de los diminutivos y aumentativos asturianos. Tinín era un gigante de manos anchas y gastaba una puntería del diablu tirando manzanes o jugando a la llave. Pinón, pese al tamaño de su nombre, era pequeño como una ardilla. Decía don Amalio, el cura párroco de Coro, que Pinón segaba mejor que san Miguel («¿Sieguen los ángeles, abuela?») y que tenía una habilidad sobrenatural con la fesoria. El rapaz lo demostraba cada año en la sextaferia de primavera, cuando la aldea se juntaba para limpiar de broza los comunales.

Esos viernes de labor podíamos ir a la faena con los mayores. Trabajaban como mulos, pero también paraben a fumar y contar chismes de la romería de Solares —por santo Tomás, el incrédulo— y confirmar lo guapa que se había puesto Elena, la de Cardín. En aquellos descansos se perpetuaban los cuentos familiares, como la vez que Rufino, después de una espicha, durmió en el llagar de Amandi porque no encontró la salida. Ahora bien, la mejor historia era la de la ballena del Puntal, aquella que cazó el abuelo Ramón «él solu y a pura fuerza», juraba Tinín. «Nun lo creeréis, pero salió hasta en El Comercio». La leyenda decía que le había dado tan fuerte con un remo que el pobre animal murió allí mismo («Sí, del sustu», apuntaba mi madre, y me parecía fatal, porque el abuelo era un sansón para mí). También los acompañábamos, la verdad, por si caía algún culín de sidra. Justa paga por llevarles la comida o empujar la carretilla de la maleza.

Otras veces íbamos con ellos al arroyo de la Vega, siempre helado porque el agua venía del Polo Norte, que ya es venir. Cerca de allí había una poza grande, pero daba cosa bañarse porque no veíamos el fondo. Los mayores, sin embargo, se tiraban desde un árbol donde un Margolles, bravucón, había atado una cuerda que usaban de liana, en plan tarzanes de Villaviciosa. Los Margolles venían en verano y en su casa siempre había longaniza, pero nunca era bastante para aquellos cinco guajes. «Comen como prerromanos», prevenía la tía Geni, imbatible haciendo farrapes con el maíz seco del hórreo. Encima, tenían dos perros de caza —qué envidia—, pero a uno lo llamaban Gato, lo que levantaba la indignación infantil. «Un perro no puede llamarse Gato. Lo prohíbe Dios», decía Inés, la mayor de los Roces, siempre tan católica. La ocurrencia nos daba risa, pero había que andarse con ojo, no conviene reírse de Dios y menos aún de la Inés, que daba unos cogotazos de maestra de escuela.

Todo aquello ocurrió hace más de medio siglo, pero al cerrar los ojos presiento que, si Dios se estira, también será el futuro. Un porvenir con nietos para caminar hasta Rodiles a ver la puesta, recordar a la ballena y volver a casa para prender la chimenea. Como si el tiempo se hubiese parado porque hay a quiénes contar —con palabras idénticas o diferentes— aquella infancia jurásica y mantener así con vida a los que se fueron: Pinón, don Amalio, Rufino y la preciosa Elena Cardín, reina de la romería, que murió en un parto.

Qué buenos tiempos serán entonces.

LA PREGUNTA DEL AUTOR

¿Nos mejora la nostalgia o simplemente nos humaniza?

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