Vínculos Opinión Desde la redacción Clásicos
La fiebre de los documentales de la que nos advertía Ana Sánchez de la Nieta hace tres años no se ha pasado aún, al menos en mi casa. Las horas de sofá que pide un crío en sus primeros meses de vida nos han empujado no solo a la inolvidable La sociedad de la nieve, sino también a otras cintas que cuentan el mundo real con las mejores técnicas de la ficción. Nos tuvo pegados a la pantalla la serie Pícaro, que cuenta el auge y la caída de Francisco Nicolás Gómez Iglesias. El Pequeño Nicolás acaba como parodista de sí mismo: una fantasía al estilo Pantomima Full. Un chavalín de quince años que, embriagado de lo que él llama «la erótica del poder», se dedicó a vivir al calor de la política hasta que se le fue de las manos: «Yo era el puto amo —resume—, y quería ser todavía más el puto amo». Como de costumbre, coincido con Platón: han de gobernarnos los mejores de entre nosotros, no los que tengan más ganas. Lo que Nicolás amaba de la política es lo que yo detesto.
La cultura precede y sostiene las estructuras. Empiezan a verlo los analistas que descubren que las medidas profamilia no aumentan la natalidad: eso lo consiguen los valores y creencias. A la política le pasa lo mismo. Una carcasa democrática rellena en un porcentaje macabro de trepas que aspiran a vivir del cuento. Frente a una élite en la que no se encuentra nada imitable, las promesas de prosperidad material del sistema se han demostrado imposibles de cumplir. Resultado: el 12 por ciento de los jóvenes españoles preferiría una dictadura «en algunas circunstancias» (¿si les permitiese ganarse el pan con un trabajo honrado y volver por la noche a una casa propia?). A otro 15 por ciento le da igual una democracia que una dictadura. Son datos del CIS.
La política ha de entenderse como un servicio público, y para eso hay que saber qué es lo público. Una noche que llovía, mi amigo Guillermo me expuso su teoría sobre la «conciencia del prójimo». En un mundo emperrado en identidades cada vez menos colectivas, cuando no en un individualismo exasperante, comprender que los vínculos importan, qué vínculos importan y en qué orden importan se revela una necesidad intelectual urgente. La familia, la amistad, el barrio y, después, la amistad social —en pontificia expresión— o la patria, si prefieren. El cometido de la política es favorecer que florezcan y fructifiquen esos vínculos, según su jerarquía: permitir a los conciudadanos que sean prójimos de los demás.
Si entiendes esto, es que eres competente en tu ámbito profesional y detestas la política de los putos amos, y Platón ya describió tu fenotipo hace 2400 años. La propuesta del filósofo era obligar a los mejores a gobernar. No estoy de acuerdo con el imperativo legal, pero sí con el moral: hay una obligación grave, para los buenos, de hacer de tripas corazón y construir una política para el prójimo. Métete en política antes de que sea demasiado tarde.