Título original: Yakarta Año de emisión: 2025 Cadena original: Movistar (6 episodios de 35 minutos) Creador: Diego San José
Muchas veces —demasiadas— enterramos el pasado para no escuchar nuestros propios gritos. Ocurre con mayor saña cuando la infancia ha sido profanada y la memoria, ese paraíso del que no podemos ser expulsados, se ha transformado en una habitación con vistas al infierno. Desde esa contradicción germina Yakarta, la nueva miniserie de Diego San José para Movistar Plus, un drama que se atrinchera en pueblos de tercera y polideportivos de cuarta. Un deporte tan raquítico como el bádminton —y eso que ahora, al menos, tenemos a Carolina Marín— ejerce como excusa para merodear por todos los contornos de la derrota y acercar la lupa compasiva hacia quienes cargan con heridas que parecen imposibles de sanar. También aquí una cicatriz es un siniestro amuleto contra el olvido.
El creador de la sensacional Celeste —y coguionista de Ocho apellidos vascos— ahuyenta cualquier barniz humorístico para encarar el abismo a porta gayola. Sin solemnidad, eso sí, pero con una eficacia naturalista. El logline de Yakarta despista en el sustantivo: «Un homenaje a la gente que pierde, incluso cuando gana». Ahí late la poética de San José, sin duda: la ternura hacia los que les salió cruz, esa fauna de supervivientes a ras de suelo, dignos y patéticos a partes iguales. Reales, pero esta vez les arranca la sonrisa, les apaga el neón y los deja a solas con sus demonios interiores. Quizá solo un bohemio y un soñador pueda ofrecerles esa mano a la que agarrarse en el naufragio. O no.
Porque Yakarta es oscura. Mucho. No por su fotografía grisácea y de interiores tenues ni por sus paisajes de fotocopiadora de Vallecas y bares de carretera, sino por hondura existencial. El relato se adentra sin miedo en territorios minados: la adicción, la culpa, la soledad, el trauma y el abuso. Un Javier Cámara monumental —esa confesión en el último tercio te deja noqueado y moqueado— abandona por completo la máscara paródica de Vota Juan y sus secuelas para encarnar a un tipo que vive de prestado, atrapado entre la fachada torpe del pícaro y la sorda capitulación del bingo, ese vicio casi arqueológico, rancio, en tiempos de flameantes apuestas online. Hay multitud de primeros planos suyos que bastan para entenderlo todo: el cansancio, la vergüenza, la tentación de rendirse, la ira pasivo-agresiva, o esa insondable melancolía que le envuelve con las coplas de Angelillo («Hoy he vuelto a pasar / por aquel camino verde / que por el valle se pierde / con mi triste soledad»).
En este paisaje interior donde el fracaso echa raíces, la trama levanta un jugoso juego de espejos: entre entrenador y pupila, entre hija y jugadora, entre el bingo y el canto. Pero, sobre todo, entre el pasado y el presente. Yakarta habla de ese tiempo que se obstina en volver… porque jamás se fue. Es lo más pegajoso del trauma: que te convence de que no hay un camino distinto para evitar tropezar una y otra vez con la misma puñetera piedra. La narración exhibe aquí, como ya ocurría en Celeste, una precisión milimétrica con los símbolos cotidianos. Un boli, unas mechas, unos agapornis. Son detalles que permiten a la trama cargarse de eco conforme avanza, hasta que todo encaja. No hay gesto ni objeto gratuito. Cada elemento está sembrado con mimo en una construcción tan precisa que convierte lo cotidiano en vía de redención. Un ejemplo sublime de esta sutileza lo encontramos al final de un episodio donde, simplemente, escuchamos la alegría de unos niños chapoteando en su verano perpetuo. Ahí hay una segunda navegación especialmente devastadora; una potencia que la serie sabe replicar en sus cierres de capítulo, siempre vigorosos narrativa y emocionalmente.
Por eso desentonan el exceso de exposición del cuarto episodio o los dibujos del último. En una serie que trabaja tan bien la elipsis y la sugerencia, no hacía falta exhibir las llagas ni ponerle subtítulos al dolor; el espectador ya sabe de dónde proviene el llanto.
En el fondo, Yakarta no necesita regodearse sus heridas: basta con la obstinación de sus personajes. «Intentarlo es una mierda», clama uno de ellos. Y tiene razón. Pero, ay, a veces es lo único que queda. Es el retrato —ahora sí: el homenaje— del heroísmo invisible de quienes, con el agua al cuello, siguen braceando. De quienes ya no sueñan con ganar, pero aún se levantan. De quienes, de tanto ocultar la verdad con mentiras, se engañaron sin saber que eran ellos los perdedores. En esa melancolía de quien avanza a tientas late la esperanza, mínima pero obstinada —esa que permite, quizá, esbozar una sonrisa— de no olvidarse del todo de vivir.
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