Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Prejuicio y sensibilidad

Texto: Lucía Martínez Alcalde

«Te has casado con uno de Pamplona, así que aquí ya toda  la vida», le dijeron muchos a Lucía Martínez [Fia 12 Com 14] tras su boda con Pablo Callejo [Ing 06] en 2015. Pero ella ya sabía que ese prejuicio no se confirmaba en su marido. En agosto trasplantaron sus raíces  a Oxford: de ciudad universitaria a ciudad universitaria.


OXFORD [REINO UNIDO]. «Nos vamos a Oxford». Lo había repetido muchas veces desde que tomamos la decisión, unos meses antes. Pero fue entonces, el 24 de agosto, en el asiento del copiloto de nuestro Seat Alhambra cargado hasta los topes, mientras me despedía de Pamplona, cuando pensé que esas pocas palabras no reflejaban todo lo que implicaba irse a Oxford.

En cuatro días metimos toda nuestra vida en cien cajas. Marta Manzarbeitia [Der 11], que tiene experiencia en traslados internacionales con familia (primero São Paulo, luego Dubái), me había aconsejado: «Lleváoslo todo. Es clave para adaptarse». Me he acordado muchas veces de Marta, desde aquella primera noche en que, tras decir adiós a los de la mudanza pasadas las diez, hora inglesa, pudimos sentarnos en nuestro propio sofá.

 

Tierra a la vista. En las veinticuatro horas que duró el viaje hubo tiempo para jugar, probar fish and chips por primera vez e incluso conseguir dormir un poco.

 

A Pablo [Ing 06], mi marido, le habían ofrecido un trabajo en Vicon Motion Systems, la empresa número uno del mundo en desarrollo de sistemas de captura de movimiento. Una de sus aplicaciones más llamativas —y con la que suelo explicar a qué se dedica— es la relacionada con efectos visuales en el cine. Los productos creados por Vicon se han utilizado en películas de Star Wars, la serie The Mandalorian y en videojuegos como Final Fantasy.

Llegamos a Portsmouth el 25 de agosto, tras un viaje en ferry que supuso un preludio emocionante para la aventura familiar. Jaime, nuestro hijo mayor, de cinco años, se acuerda con frecuencia del barco, y es un elemento recurrente en sus juegos con Ignacio (dos años y medio) y Fátima (cumplió uno en octubre). Condujimos hasta Oxford y dormimos esa primera noche en un hotelillo indio a las afueras.

 

La cámara Radcliffe.  Es parte de la Bodleian Library, la principal biblioteca de la Universidad de Oxford. Tiene capacidad para 600.000 libros.

 

A la mañana siguiente, tras recoger la llave, tomamos posesión de nuestra nueva casa. Vivimos en Kidlington, al norte de Oxford. Pablo llega en cinco minutos en coche al trabajo (antes tardaba cincuenta), y aquí podemos comer juntos todos los días. El cole de Jaime también está cerca, a un cuarto de hora caminando a paso de niño. Cada semana, Jaime trae a casa un cuento diferente. Cuando fuimos a la revisión de un año de Fátima, la enfermera nos regaló dos libros infantiles. Me chocó en un primer momento pero me encanta que consideren básica la lectura para el desarrollo de un niño: una buena dieta de alimentos y de páginas. Yo ya sueño con que los Reyes Magos (o Father Christmas) les traigan en un futuro no muy lejano Las crónicas de Narnia, de C. S. Lewis, y puedan leerlo en su lengua original.

Pasamos las primeras semanas vaciando cajas y montando muebles de IKEA. Mis hermanos Álvaro [Arq 15] y Pablo viven en Inglaterra —Londres y Bristol, respectivamente— y vinieron a echarnos una mano. Gracias a ellos adelantamos bastante la puesta a punto de la casa antes de que Pablo se incorporara a la oficina.

 

UNA ACOGIDA CÁLIDA, COMO UN TÉ CON CANELA

Un cierto recelo generalizado me llevaba a pensar que los ingleses eran personas frías. Mis prejuicios se disolvieron más rápido que los de Elizabeth Bennet hacia Mr. Darcy en la novela de Jane Austen. Desde que llegamos no hemos parado de conocer gente acogedora. El primer sábado en Oxford, saliendo de St Aloysius —la iglesia donde predicaba Newman, donde Hopkins fue sacerdote y donde Tolkien solía ir a misa—, se nos acercó un matrimonio chileno, Magdalena y Clemente, con sus dos hijos, a darnos la bienvenida. Enseguida intercambiamos teléfonos y el viernes siguiente estábamos merendando en su casa.

Cuando aún pensábamos si venir o no, un amigo en común nos puso en contacto con Marta y Víctor. Ellos llegaron aquí en 2016, cuando su hijo mayor tenía casi un año; ahora tiene seis y tres hermanos. Sus consejos y su disponibilidad para resolver cualquier duda práctica han hecho mucho más suave nuestro desembarco.

Por Magdalena conocí a Nathalie, que me invitó a un plan de amigas en su casa sin haberme visto nunca. Y allí estaban también Bea y Rocío. Unas semanas después, Rocío y su marido, Dominic, nos prepararon una rica cena de pollo asado con coles de Bruselas y Yorkshire pudding.

 

Las huellas de grandes escritores. En Magdalen College fue profesor C. S. Lewis. Cruzando el río se llega a The Grove, una gran pradera del college donde habitan ciervos.

 

En un pícnic de familias, nos presentaron a Ana [Eco 99] y Edward, que se habían mudado hacía relativamente poco, desde Londres. También hemos celebrado el cumpleaños de Mikel, el hijo mayor de Maibe y Ben. Maibe es de Bilbao y, al escuchar a sus hijos llamándola «amatxo, amatxo», por momentos me preguntaba si estaba en Oxford o en Pamplona.

Los domingos, después de la misa de diez y media en St Gregory and St Augustine, sirven café, zumo y pastas, y ha sido una ocasión de conocer a mucha gente. Y de reencuentros: Michael y Pablo coincidieron en Singapur hace diez años y tendría que haber grabado sus caras cuando de repente se vieron saliendo de la iglesia.

Todo esto en el primer mes.

Con solo cinco cajas por vaciar, el siguiente reto consiste en cuadrar horarios de oficina de Pablo, colegio y teletrabajo. Estoy feliz de poder continuar en Nuestro Tiempo, ahora desde la distancia, así como seguir escribiendo para Aceprensa y colaborando con Canavox, un movimiento internacional a favor del matrimonio y la familia. En nuestra nueva casa tengo «una habitación propia», aunque —no sé qué diría Virginia Woolf al respecto— en bastantes horas del día la comparto con Ignacio y Fátima, un perro de plástico que ladra y piezas de construcciones.

 

Brothers.  Dos de los cuatro hermanos de Lucía viven también en Reino Unido: Álvaro (primero por la izquierda) es arquitecto y Pablo, psicólogo.

 

Desde la primera semana los niños dicen «Vamos a casa» para referirse a la de aquí. Jaime, por iniciativa propia, se presenta como «Jimmy». No me costó más de dos días acostumbrarme a comer a las doce  y media y a que los coches conduzcan por el lado equivocado. La semana pasada me atreví a echarle leche al té y me sorprendió gratamente. Solemos merendar gelatina y porridge, como me recomendó Mariona [PhD Fia 16].

Cuando se asomaba el otoño, suspiré pensando en los colores del campus. Pero, una vez más, este país me sorprendió, con rojos en los que chisporrotean pinceladas doradas y granates intensos que brillan con fuerza ante el más pequeño rayo de sol. Y, de repente, en el jardín de Marie y Carlos (un matrimonio inglesa-español que nos invitó a tomar el té hace unos domingos, y a quienes hemos adoptado como «los abuelos en Oxford»), descubrí con alegría un ginkgo biloba, que aún no había comenzado a volverse de oro.

En las semanas de analizar pros y contras con Pablo, sobre si venir o no, me acompañaron los mensajes de WhatsApp de Sole [Fia 12 Com 14], a la que acudí —como tantas veces durante nuestros seis años de carrera juntas— en busca de palabras sabias: «Mira, Lu, es compatible la pena con la ilusión, y la incertidumbre con ver claro lo que hay que hacer».

Como siempre, Sole tenía razón. Y ese desgarro interior ha sido menos doloroso de lo que sospechaba. He descubierto que el «Home is wherever I’m with you» que cantan Edward Sharpe & The Magnetic Zeros es una realidad que, en mi caso, tiene la forma de Pablo, Jaime, Ignacio y Fátima. También, me acuerdo mucho de lo que le decía Hannah Arendt a su marido: «Eres mi hogar portátil». Venir a Oxford no me lo ha descubierto, ya lo sabía, pero sí me ha hecho experimentarlo como nunca. Y es una verdad enorme y acogedora.

 

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