En las fotografías de los enfermos de un manicomio del siglo XIX, Javier Viver encontró una iconografía: éxtasis, estados de gloria, dolor. «Hay belleza en los cuerpos, aunque estén rotos». Uno de los imagineros más reconocidos del arte sacro español contemporáneo —suyas son obras como la Bella Pastora, de Iesu Communio, o la primera Madre de Hakuna— busca en el misterio de la encarnación la puerta al arte. Ahora prepara el monumento más grande del mundo al Corazón de Jesús.

Javier Viver (Madrid, 1971) es un hombre que sonríe. Viste camisas coloridas y usa gafas de pasta que le achinan los ojos y parece que le hacen sonreír más. Pasea por su estudio-taller como un niño que va mostrando sus juguetes a un desconocido que se acaba de convertir en su mejor amigo. Ninguna obra le deja indiferente, ni siquiera las que no son suyas, como la foto de tres metros que preside la sala central. En ese mostrar lo que ha hecho suyo, a uno se le contagian las ganas por seguir jugando, sea a través de la escultura, de la pintura o la fotografía.

El primer acercamiento de Viver a las artes fue por la pintura. Era un obseso del impresionismo, de sus trazos, de sus luces. Iba a observarlos los fines de semana en los museos de Madrid y luego trataba de copiarlos en su casa. Eso le llevó a la modernidad y al presente y, solo desde allí, regresó a lo clásico. Todavía transita ese camino, uniendo lo contemporáneo con lo clásico, la fotografía y los collages con la temática religiosa. Su último proyecto consiste en un Sagrado Corazón de Jesús, de 37 metros, que se convertirá en el más alto del mundo y en el que pretende conectar estas dos orillas. A los quince años le dijo a su padre que quería ser pintor, y no tocó la escultura hasta el tercer curso de su carrera de Bellas Artes. Aunque se le conoce sobre todo por esta faceta, la imaginería o escultura sacra no le interesó hasta muchos años después.

Su obra, sin embargo, no se reduce a lo religioso. También ha trabajado alrededor de la salud mental —su fotolibro Révélations recibió el Premio Nacional al Mejor Libro de Arte en 2016— o de biología —Aurelia Inmortal, 2017—. Su trayectoria imaginera ha hecho que la mayor parte de sus obras estén en los hogares, pero ha expuesto en el Reina Sofía, el Queens Museum of Arts de Nueva York, en el Swatch Group Collection de Shanghái y en el Museo Universidad de Navarra.

¿Qué sucedió cuando terminó la carrera y empezó su camino como artista?

En la universidad yo tenía en la cabeza movimientos más contemporáneos para los que la mayor parte de la gente no descubre una puerta de acceso. Comencé a exponer, pero me encontraba con una desconexión muy grande con el público. En ese momento pasé una pequeña crisis, porque empecé a considerar la importancia que tenía la comunicación en el arte.

¿Hubo algo concreto que le descubriera esa brecha?

Al intentar hacer arte sacro me di cuenta de que el arte contemporáneo es, hasta cierto punto, autorreferencial. Tiene un discurso metanarrativo para especialistas que se aleja de las cosas más humanas y universales. Cuando creas algo para la devoción popular, no puedes montar una narrativa conceptual, pero ese aspecto comunicativo no se trataba en la Facultad de Bellas Artes. A la comunicación se dedicaban los de Periodismo; un artista tenía que ser auténtico y expresar su interior, vomitarlo, al margen de que nadie le entendiera. Se olvidaba un hecho importantísimo: que el arte es un fenómeno social, es cultura, y, por lo tanto, no existe si no hay un receptor. Para que haya arte tiene que haber una obra y un artista, pero también un lector, un intérprete, un contemplador. Si no existe ese intérprete, si la obra se queda encerrada en una habitación, es irrelevante desde el punto de vista artístico.

¿Todo arte debe tener esa condición?

El artista puede tener sus ideas y su interpretación, pero es la primera y habitualmente la menos interesante. Con el tiempo la gente vuelve a interpretar esa pieza, y la va enriqueciendo con otras dimensiones que nunca había pensado su autor. Y eso la convierte en una obra maestra: que, de repente, encuentra ecos en gente muy diversa, de otras culturas, de otros siglos.

«LA OBRA COMO TAL DESBORDA LA CAPACIDAD DEL AUTOR. ESTO TAMBIÉN SUCEDE CUANDO UNA PIEZA SE CONTEMPLA E INTERPRETA»

En otras artes, como la poesía, al lector se le aconseja leer el poema varias veces y debe hacerlo en voz alta para captar los ritmos, los sonidos… ¿Qué condiciones ha de reunir el espectador para entrar en diálogo con una escultura?

Es importante el conocimiento, pero en una contemplación hay muchos niveles. Me parece un exceso asumir que solo hay experiencia estética en el plano más alto y tras haber superado una barrera intelectual. También cabe el deleite por un color que te gusta. ¡O por el reconocimiento de unos objetos! El decir: «Esto que está aquí, en dos dimensiones, lo he visto antes». Es legítimo disfrutar de esas conexiones. Pero el arte conceptual desprecia esta verosimilitud.

¿Qué cambios produjo esta reflexión en su obra?

Intenté partir de una serie de elementos a los que todo el mundo pudiera acceder. Generar un primer conocimiento en el reconocimiento de lo representado, porque, si no entiendes una obra, crees que te están tomando el pelo. Pero si tienes una entrada a través de la representación puedes acceder ya a otro mundo.

Es, entonces, un acceso progresivo.

Sí. Y el barroco lo hace hasta la sublimación, con representaciones muy directas y a la vez muy complejas, recubiertas con un plano intelectual muy serio a través de los símbolos y de las alegorías. Cuadros como Las meninas o Las hilanderas tienen una complejidad tremenda. Pero todo el mundo ve al perrito o cómo está jugando la infanta, y le parece fascinante.

Lo que usted veía en el arte contemporáneo es que la puerta de acceso se estrechaba.

Para entrar en la contemplación del planteamiento excesivo de las vanguardias se necesita una educación estética muy sofisticada. Eso es lo que pretendió, por ejemplo, el constructivismo ruso en plena revolución comunista. Y fue un fracaso. Era excesivamente elitista y, como contrapunto, triunfó el realismo socialista. Pero cabe la posibilidad de un arte que sea más universal, con un acceso general. En el ámbito de la imaginería, en concreto, no queda otra. Tienes que partir de ahí, porque tu intención es ser popular. Quieres llegar a mucha gente y plantear el acceso a lo invisible, a lo sobrenatural, a través de lo visible, de las cosas más tangibles.

hecho carne

Fotografías: Samuel De Román  La referencia al cuerpo y a la carne es una constante de la imaginería de Javier Viver. Se ve, por ejemplo en la Madre de Hakuna, que muestra a la Virgen embarazada, o en los brazos traspasados del Corazón de Jesús de Boadilla.

 La referencia al cuerpo y a la carne es una constante de la imaginería de Javier Viver. Se ve, por ejemplo en la Madre de Hakuna, que muestra a la Virgen embarazada, o en los brazos traspasados del Corazón de Jesús de Boadilla.

La referencia al cuerpo y a la carne es una constante de la imaginería de Javier Viver. Se ve, por ejemplo en la Madre de Hakuna, que muestra a la Virgen embarazada, o en los brazos traspasados del Corazón de Jesús de Boadilla.

Cuando dice «mostrar lo invisible», ¿se refiere a lo religioso?

No, no solo. Lo religioso es una parte de todo eso que conocemos como misterio. Pero lo invisible son las últimas preguntas: ¿Qué estamos haciendo aquí? ¿Qué hay después de la vida? ¿Qué anhelo tenemos, casi como un recuerdo vivo, de felicidad, de belleza, de justicia, de paz, de armonía? ¿Todo eso de dónde viene? Yo no entiendo el arte como un lugar de expresión de lo que vemos. Debe alejarse del empirismo para, a través de una experiencia sensorial, llevarnos a una región que es invisible, en la que hay más preguntas que respuestas.

O sea, partir de lo sensible para llegar a otra realidad invisible.

Se trabaja con colores, volúmenes, formas, cosas tangibles. La religión, curiosamente, también funciona con imágenes, con sonidos, con formas: ritos sensoriales que te llevan a lo sobrenatural. Eso se sublima en el cristianismo, que asume la encarnación: el Dios invisible al que nadie ha visto jamás de repente toma un rostro humano. La encarnación es como una performance artística de una intensidad bestial. Por eso, entre el arte y la religión siempre ha habido una conexión tan grande. La mayor parte del arte de todas las épocas se ha hecho para expresar los sentimientos religiosos. El arte secular, que ha intentado desconectarse de lo invisible, es una rareza histórica.

Tanto en la religión cristiana como en el arte que defiende hay, de alguna forma, una vuelta al cuerpo. Por eso decía Juan Pablo II que «el cuerpo y solo el cuerpo es capaz de hacer visible lo que es invisible».

La teología habla de la realidad sacramental: las cosas significan lo que representan. Obran lo que representan. En un plano distinto, esto es lo que produce el arte: hace presente lo que representa. Al final el arte no es más que una puerta a otro lugar. Es un instrumento para hacer ese tránsito.

Marcela Duque contaba en una entrevista —lo han dicho también otros poetas— que, conforme escribe, sus poemas cobran vida y le indican por dónde seguir. ¿Cómo reconoce cuándo y cómo tiene que dejar espacio a la obra para que crezca fuera de usted?

Al final de su vida, Matisse decía que, en el momento en el que él estaba trabajando, alguien venía y completaba la obra. En esas situaciones, el artista trabaja en un estado de gracia. También desde la teología se entiende la creación artística como un don divino y, hasta cierto punto, la experiencia del artista es que hay muchas cosas que le desbordan, que no controla. La creación es la capacidad humana más divina: tenemos la posibilidad de crear como lo hace el Creador. George Steiner, en Presencias reales, sostiene que es imposible la creación artística si no hay Dios. Y eso un artista lo vive: hay cosas que le exceden y que son incontrolables, que no tienen que ver con un proceso racional. La obra como tal desborda la capacidad del autor. Esto también sucede cuando una pieza se contempla e interpreta.

«LA ENCARNACIÓN ES UNA PERFORMANCE ARTÍSTICA DE UNA INTENSIDAD BESTIAL. ENTRE ARTE Y RELIGIÓN HAY UNA CONEXIÓN ENORME»

Pero se queda algo del propio artista, ¿no?

La obra no puede realizarse si no es a partir de una conciencia absolutamente única. Eso es lo que pone el artista. Por eso, la inteligencia artificial nunca puede superar a un humano: no tiene la conciencia primigenia que levanta ese proceso. Podrá llegar a ofrecernos soluciones mil veces más acertadas, mejores, pero necesita de una conciencia creadora que la acepte y las incorpore a su propuesta.

¿Cómo volvió a lo religioso?

A través de un fotolibro que tuvo mucho éxito y recibió el Premio Nacional al Mejor Libro de Arte, que es Révélations (2015). Investigando, me encontré con una iconografía muy enciclopédica de un hospital psiquiátrico de París (La Salpêtrière), en plena época ilustrada (1875-1918), en la que se hacía una taxonomía de todas las enfermedades que atentaban contra el progreso: las enfermedades psiquiátricas, que son como el gran enemigo de la razón. Esas personas no posaban, simplemente estaban sufriendo y les hacían una foto médica para archivar y conocer las enfermedades. Pero ahí lo que está en juego es que, si quitas toda esa parte clínica, lo que tienes es una iconografía. De hecho, los volúmenes originales se llamaban Iconographie de La Salpêtrière. La iconografía es un atributo que siempre se ha utilizado para lo religioso. Todos esos gestos proféticos, de anuncios, de actitudes relacionadas con la historia de la salvación a través del sufrimiento, la pasión, la muerte, la resurrección, todos los éxtasis, las flagelaciones, las crucifixiones, los estados de gloria en los que el cuerpo se eleva, todo eso aparece ahí, en la Iconographie de La Salpêtrière.

Encontró la intersección.

Todo eso me dio pie para hacer un proyecto en el que la imaginería se alimenta de ese tratado de pasiones documentales, que es la Iconografía de La Salpêtrière. [Viver seleccionó las imágenes, las clasificó, las cruzó con otras para marcar significados]. Eso produce un libro increíble, el proyecto más duro que he hecho en mi vida, pero que tiene muchísimo interés porque las imágenes de esos retratos, de esos cuerpos, descubren trozos de verdad, puros y nítidos. Ahí no hay nada idealizado ni estetizado.

Hay una conexión directa con el rostro.

Sí, todo el mundo conecta con ese libro. Uno no puede quedarse indiferente, porque hay belleza en los cuerpos aunque estén rotos. Hay quien no puede seguir leyéndolo y lo cierra. Otros se ponen a llorar. Pero afecta a todo el mundo. Para mí fue un descubrimiento de cómo esos dos planos que me había planteado —el del arte contemporáneo más profano y el sacro— confluían.

Fotografía: Samuel De Román Cambiar por descripción de la imagen

Sucede lo mismo en la Mujer de Lot. En esa escultura, hecha con sal, se mezclan lo contemporáneo-efímero con lo clásico en su referencia más religiosa.

Sí, incorporé al plano secular de un museo esa imagen que pertenecía al ámbito religioso. Y resulta que funcionaban perfectamente, porque esto es como el lenguaje: dependiendo del contexto, de las palabras que rodean a unas palabras, la frase tiene un sentido u otro. Aquí sucede algo parecido.

La Mujer del Lot, que forma parte de un relato bíblico, habla de no mirar atrás. De pasar página, de enfrentarse a lo que está por venir. Para el pueblo judío, es un recordatorio de que tienen que estar en continuo movimiento hacia la tierra prometida, que no pueden acomodarse hasta el punto de quedarse petrificados; de que si miran atrás debe ser como un retrovisor que les permita seguir hacia adelante. Y eso es una actitud que tiene mucho que ver con el arte contemporáneo, sus descubrimientos y la relación con la tradición.

Esa obra se puede leer como la contemplación de unas ruinas contemporáneas. ¿El arte recupera relatos antiguos para hacerlos presentes?

Entiendo el arte como narración. Yo quería hacer una estatua de sal, con los problemas técnicos que implica tallarla como una piedra. Pero esas dificultades me permitieron toda la poética de los materiales: la sal pura es muy frágil para hacer una estatua de seis metros. Eso aporta unos componentes muy hermosos y significativos a la contemplación estética. Pero también tiene, por eso mismo, unas connotaciones que hablan de una serie de principios, de conceptos. Sería imposible contar el mensaje sin la materia, que es el medio y en la medida en que cambia la tecnología, cambia el arte. Lo formal y sensorial están al servicio de la narración. Todo forma una unidad.

Usa modelos para las vírgenes y los cristos. ¿Lo hace para distanciarse de su obra?

Tomar distancia es especialmente importante en el ámbito imaginero porque tienes que generar algo que pueda volverse universal. Lo que representas pertenece a otra realidad distinta de la tuya, con la que puedes empatizar, pero que te excede en sublimidad. Eso solo se consigue inventando estrategias de distanciamiento. Es un tema recurrente en la teoría del proceso creador. Necesitas distanciar las cosas, extrañarlas, separarte de la realidad. En definitiva, con eso lo que consigues es que esa imagen que estás creando no sea tu propia proyección de la realidad.

Es un proceso contradictorio, porque de una parte intentas acercarte lo máximo para conectar con el espectador, para hablar de sus cosas, de sus usos, de su forma de vestir, de su forma de entender la realidad, de cómo acepta el cuerpo, cómo entabla una relación espacial... En la tradición mística española y mediterránea, el encuentro con lo sobrenatural se da a través de imágenes de lo encarnado. Pero también hay un proceso de alejamiento para que la imagen se separe de lo que es la propia realidad. Nosotros lo hacemos a través de la monocromía y las actitudes, las poses, los gestos. De ese modo, las imágenes resultan muy cercanas, muy humanas y a la vez muy sobrenaturales, y te conectan con algo que no es de tu mundo.

Fotografía: Samuel De Román Cambiar por descripción de la imagen

Usar el cuerpo humano como molde para separarse de la obra ya lo hacía Yves Klein en sus Antropometrías: no pintaba él, sino que embadurnaba otros cuerpos de pintura para que fueran ellos quienes tuvieran contacto con el lienzo.

Resulta alucinante, en el arte contemporáneo, la incorporación de la huella como un contacto directo. La fotografía y el cine son huellas directas de la naturaleza, de lo que tienes delante, en una película emulsionada. Lo que se queda grabado es una especie de contacto directo, a través de la luz, entre el objeto y la película. Todo el arte de mayor interés plantea un contacto directo, o sea, la imagen provocada sin la intervención de la mano del artista. Y eso es exactamente lo que plantean los pintores de iconos. El origen de la tradición iconográfica —por lo tanto, imaginera también— es el artista que quita su gesto personal para que aparezca el verdadero rostro de lo sobrenatural. Eso tiene su origen en una reliquia del rostro de Cristo.

La Sábana Santa.

La Síndone de Turín es una de las reliquias que provocó todo ese desarrollo artístico. Es una imagen que supuestamente ha sido grabada sin la intervención de la mano del artista. Los pintores de iconos lo que hacen es copiar esa imagen, ese rostro, utilizando espiritualmente el mismo proceso: hacer algo que no tenga la huella personal, sino que refleje eso que ha sido la impronta del Dios encarnado, humanado, y que ha dejado un rostro. Todo el planteamiento de la iconografía es elaborar unas técnicas, unos procesos, para quitar el gusto personal y que ahí se produzca una hierofanía, la manifestación de lo sagrado.

Eso, como planteamiento estético, es de una importancia tal que generó en Occidente un arte nuevo. Recogió una tradición griega que pintaba a los dioses con cuerpos humanos, y la llevó a la plenitud. Se produjo una cultura nueva basada en dos conceptos: la palabra y la imagen.

El descubrimiento de la fotografía añade la incorporación, de nuevo, a través de la huella humana, de toda esa estética y espiritualidad del icono. En palabras más sencillas: cuando trabajas con un modelo, estás trabajando con una huella que remite en sucesivas cadenas al primogénito, al que se puso de modelo para ser modelado en ese primer cuerpo de un hombre y una mujer, de Adán y Eva. Con lo cual, siempre, detrás de cualquier rostro, nosotros llegamos al rostro de ese primogénito.

Entonces sucede que, a diferencia de lo que decían los bizantinos, la anatomía, la perspectiva, todo eso no entraña un decremento de lo espiritual, de lo sobrenatural, sino que se convierte en el cauce natural por el que puede desarrollarse.

Entonces, cuanto más humano, más divino.

Ese es el asunto. San Francisco provocó una revolución espiritual que luego, culturalmente, se desarrolló con Giotto y los que vinieron después. En ese momento ya hay una plena asunción de que lo humano es el ámbito de lo sobrenatural y, por lo tanto, cuanto más humanos, más sobrenaturales. Se rompe así la división entre lo corporal y lo espiritual, entre lo sobrenatural y lo natural, entre lo humano y lo divino.

El Corazón de Jesús de Boadilla

El monumento alcanzará 37 metros de altura y 60 de envergadura, con la herida del costado orientada al sol naciente.
El monumento alcanzará 37 metros de altura y 60 de envergadura, con la herida del costado orientada al sol naciente.

El último proyecto de Javier Viver es un monumento al Sagrado Corazón de Jesús en Boadilla del Monte, localidad cercana a Madrid. Este encargo de una asociación civil de devotos será, cuando se termine en 2030, la escultura de Cristo más grande del mundo. Se elevará hasta los 37 metros de altura —la de Río de Janeiro alcanza los 36— y tendrá 60 metros de envergadura. Para sustentar esta estructura, el tronco y la cabeza del Cristo serán de hormigón armado y los brazos, de fibra de carbono.

El monumento ofrecerá una experiencia inmersiva donde la luz solar atravesará las heridas de la Sábana Santa.
El monumento ofrecerá una experiencia inmersiva donde la luz solar atravesará las heridas de la Sábana Santa.

En su interior, el visitante podrá tener, según cuenta Viver, una «experiencia multisensorial» de ese corazón resucitado. Desde fuera, podrá observar las huellas de su Pasión, mapeadas desde la Síndone de Turín. Y su costado abierto, por el que entrarán los primeros rayos de luz del amanecer e iluminarán directamente el corazón dorado: un sagrario de dos metros y medio situado en el interior. Al recibir los rayos, el tabernáculo descenderá hasta el suelo, hasta los hombres, por un mecanismo de poleas. De esta forma, el visitante podrá tener una experiencia directa de él: reposar su cabeza, como lo hizo san Juan, y escuchar su latido, palpar su pulso, abrazarle, adorarle. No era así inicialmente. El corazón iba a estar fijo en su posición anatómica. Sin embargo, unas carmelitas descalzas a las que Viver les mostró la maqueta le corrigieron: «Esto hay que cambiarlo. Es el corazón de Jesús el que baja a los hombres y no al revés».

La estructura usará hormigón armado en el torso y fibra de carbono, más ligera, en los brazos. Eso permite alcanzar la anchura colosal.
La estructura usará hormigón armado en el torso y fibra de carbono, más ligera, en los brazos. Eso permite alcanzar la anchura colosal.

Aunque ya poseen los permisos para edificar en un terreno —público, cedido por el Ayuntamiento de Boadilla— situado junto a la M-50, la ciudad financiera de Boadilla del Monte y la M-501, el proyecto, que costará 17 millones de euros y se financiará íntegramente mediante donaciones, está todavía en una fase de recaudación de fondos. El propio Viver ha donado su diseño a la asociación de devotos. Cuando se cubran los gastos de la obra, entre el 10 y el 60 por ciento de las donaciones se destinarán a obras de misericordia. Se puede encontrar más información en corazondejesusboadilla.org.

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