Revista cultural y de cuestiones actuales
Número 719

Faustino, ágora de la amistad

Texto: Pedro Lozano Bartolozzi [Der 65 PhD 67 Com 79] Fotografía: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

El entrañable rincón del edificio Central, con su arquitectura y su bullicio, es mucho más que una cafetería restaurante. Repasamos los años dorados de este espacio único ahora que sus padres,  los que le dieron el nombre y lo encumbraron, ceden el testigo a nuevos dueños. Nuevos tiempos y nuevas manos para el calor de siempre en el bar Faustino.


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Érase una vez, en aquel tiempo construido por ilusiones y esfuerzo, por sueños que se hacían realidad, capaces de levantar toda una universidad a la vera de un río escondido, de huertos y prados asombrados, árboles curiosos y risueñas margaritas, un hombre llamado Faustino Usoz, que inventó su fascinante cafetería.

El lugar cerraba con sus cristaleras de botillería romántica el patio escurialense del edificio Central y abría a la amistad, el encuentro y la conversación de todos —estudiantes, empleados, profesores y amigos— su amplia estancia forrada de nobles maderas con escudos, mesas redondas y gran mostrador.

Recordaba a los bodegones alemanes donde los estudiantes se batían en duelo tras apurar jarras de cerveza. Faustino, que con tal nombre fue bautizado por sus asiduos visitantes, tenía ciertamente un aire de Heidelberg, pero también de figón de pícaros, venta manchega y caserío vasco. Extraña criatura, sí, señor, que además se convirtió en aula magna alternativa.

Faustino era el reino de las tertulias, los encuentros, las charlas informales de doctos invitados, las miradas discretas de los enamoramientos, las risas de los jóvenes, las sesudas reflexiones de aspirantes a filósofos, juristas, historiadores, políticos, periodistas y profesores. 

Tinglado de la antigua farsa de cómicos pudiera también decirse de tan curioso y proteico escenario, como igualmente era émulo de los encuentros literarios madrileños en el café Gijón o en Pombo, habitado por las greguerías de Ramón Gómez de la Serna, o los cafés parisinos de Montparnasse

Faustino ofrecía además una suculenta carta de pinchos, bocadillos y platos combinados que pronto elevó su oferta a comedor de postín.

 

ELOGIO DE LOS CAFÉS 

Foto: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

 

Propiciar la conversación es tarea encomiable, justa y necesaria, máxime en estos tiempos algo deshumanizados que están suplantando el diálogo entre personas por la hipercomunicación digital. En el Faustino que ahora evoco, apenas se veían o se escuchaban teléfonos móviles. Sé que las cosas han cambiado y no soy nada apocalíptico ni partidario de distopías pesimistas por culpa de las nuevas tecnologías y, lógicamente, ahora se ven alumnos con sus tablets y teléfonos inteligentes sobre las mesas o corrillos que de vez en cuando atienden llamadas y mensajes de WhatsApp. 

Tal vez por esta misma realidad sea muy oportuno incluir aquí unas líneas en elogio de los viejos cafés, donde es posible que se perdiera el tiempo y se favoreciese el ocio, pero del mismo modo se creaba un espacio propio, apartado, donde convivían las tertulias y los parroquianos aislados, meditabundos y hasta somnolientos. 

También en nuestro café universitario, con la excusa de tomar una taza de esta bebida caliente y reconfortante que unos dicen proviene de Arabia y otros de las Indias, podemos hacer un alto en nuestros trajines y trabajos para hablar con otras personas e incluso con uno mismo. El diálogo, si además es bonancible y entre amigos, es quehacer beneficioso para la salud y ayuda a convivir, a enterarse y escuchar las opiniones ajenas y a manifestar nuestros criterios. ¿No es precisamente este el espíritu que sostiene la universidad?

Si no recuerdo mal, Moratín escribió una obra titulada La comedia nueva o El café y Ramón y Cajal el libro Charlas de café. Nuestro Faustino no ha pasado todavía a la aventura literaria pero sí a la epistolar, gracias al ingenio y gracejo de las crónicas volanderas tituladas precisamente Desde Faustino.

El éxito de esta original metamorfosis de un café en estafeta de correos fue rotundo. Su difusión, amplísima, popular y periódica convirtió a estas cartas en imprescindibles para enterarse los antiguos alumnos de noticias, sucedidos y cotilleos mil, hasta el punto de ser rebautizado informalmente como el Hola de la Universidad.

Todavía añoro las explicaciones que me daba el infatigable José Antonio Vidal-Quadras sobre el contenido o el diseño de la carta que estaba preparando. Lo hacía gesticulando con entusiasmo, mientras pinchaba una crujiente croqueta y pedíamos dos vinos.

 

AUTÉNTICA AULA MAGNA

Foto: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

 

Mencioné antes que la verdadera aula magna del edificio Central era Faustino. Y lo reafirmo con cierta bonhomía respetuosa. Aquí no hay actos solemnes, reposteros, sillones de terciopelo rojo, alfombra palaciega ni serios tribunales de catedráticos ataviados con togas negras, puñetas de encaje y birretes con flecos multicolores. Ni tampoco bedeles con guantes blancos o alumnos encorbatados y alumnas con vestido de cóctel.

Es otro tipo de aula magna, sin protocolos ni discursos laudatorios, sin citas de Cicerón ni de Shakespeare en sus versiones originales. Es el aula del bullicio estudiantil, del alborotado atendimiento a las demandas de la barra, del entrar y salir de unos y otros, del ir y venir de un revoloteo de bandejas, del ruido contagioso entre vasos, botellas, tazas y platos.

Toda la variopinta vida universitaria palpita, desfila y se asienta aquí, en el movimiento continuo, casi en el fluir heracliano que recorre de un extremo a otro tan rico y cambiante escenario. 

Faustino no es una cafetería, es una pandereta alegre de la tuna, apuntes olvidados en una silla, libros que se repasan antes del examen, un bolso con las esperanzas de Inés que empieza Filosofía, una mochila con los pensamientos de Ernesto que termina Derecho, el queso de cabrales que regala Esteban, el café cortado en vertical de don Luka, el dominó de ideas que juegan Alfonso y Carlos Soria, un paraguas traído tal vez por Mary Poppins y el destello del sol curioseando el patio al llegar la primavera.

 

PALABRA, AMISTAD, ATENCIÓN

Foto: Archivo Fotográfico Universidad de Navarra

 

Los escudos colocados en las paredes y el torneo de sus mesas otorgan a este lugar tan metafísico un evidente vínculo histórico con los caballeros del rey Arturo. Lo digo por las mesas redondas, claro, que si en parte tienen un cierto aspecto de bosque de setas encantado o cachivaches de juegos de un parvulario, más se parecen a la célebre tabla redonda del legendario aposento artúrico en el castillo de Camelot.

Estoy seguro que de vez en cuando, por sorpresa, aparecen por aquí guerreros con armadura, juglares, monjes, damas emperifolladas, halconeros. ¿No los han visto? Les diré un secreto. Cuando vienen se disfrazan de camareros y camareras.

Faustino es mucho más que todo lo dicho hasta ahora. ¿Por qué?, se preguntarán. La respuesta es muy sencilla por su evidencia. Faustino es palabra, amistad, trabajo hecho con delicadeza de orfebre, sencillez, comprensión, servicio discreto, labor escondida en las estancias que no vemos, como la cocina, la despensa o la cesta de la compra. Y, sobre todo, es corazón. Corazón generoso en Faustino y en Juan Ardáiz, casado con su hija Silvia. Ellos han continuado el recio y sentido buen oficio, incorporando novedades y avanzando siempre, sin perder un ápice del carácter entrañable de este legado. Juan supo recoger la antorcha del relevo y embridar novedades y cambios. Se potenció el comedor, instalando en el piso superior un auténtico restaurante merecedor de varias estrellas Michelin. Siempre atento, aconsejaba las verduras de temporada o los pescados del día o el solomillo al punto. Se hizo mítico el postre de goxúa, un pastel con crema caramelizada. Si el comedor pudiera hablar, nos asombraríamos de la cantidad de anécdotas, de noticias, de comentarios, de festejos familiares o de amigos de los que ha sido testigo. Gracias, Faustino, por ser ágora de la palabra y de la amistad.