Ahora bien
En el primer capítulo de la serie El gran debate, el flamante premio de Asturias Michael Sandel, profesor de Filosofía Política en Harvard, se reúne, con unas decorativas ruinas griegas de escenario, con un puñado de fotogénicos jóvenes de diversas nacionalidades para discutir sobre inmigración. La mayoría no encuentra ningún argumento de por qué los ciudadanos que han tenido la suerte de nacer en un país próspero podrían resistirse a admitir a todos los inmigrantes. Ni el instinto cultural de supervivencia les convence. Uno o dos, tímidamente, se atreven a sugerir cierta analogía con la defensa de una herencia familiar. Los demás, ostentosamente (ponen caritas y dan bufidos), ven la herencia como el caso más flagrante de suerte injusta, que clama al cielo. Nadie sabe qué replicar.
Si se hubiesen preparado el simposio leyendo a Edmund Burke, no se habrían encontrado en un callejón sin salida. El político y escritor británico defendía que una sociedad es una comunidad entre los muertos, los vivos y los que nacerán. Romper la cadena es romper la sociedad. En el debate de Michael Sandel, sentían que toda herencia económica, pero también la de instituciones que funcionan, la de estabilidad política, la de riqueza cultural o la de normas jurídicas, eran injusticias rampantes; y que la única redención implícita sería no poner barreras a nadie para que las disfrute, aunque se pierda todo en un proceso sin control.
Burke, en cambio, no lo vería injusto, porque la fortuna de ser herederos de los que se fueron se equilibra en el presente con la ardua deuda de ser testadores de los que vendrán. Ese era el problema: aquel buen grupo de muchachos inteligentes no pensaba en las nuevas generaciones. Ni las nombran. ¿Quién les explicará que esa exigencia les salvaría? Hablamos de los efectos nocivos económicos y laborales del descenso de la natalidad, pero se nos olvida echar las cuentas filosóficas, antropológicas, políticas y culturales. Sin hijos, los occidentales nos sentimos estériles e injustos, sin más compensación que el nihilismo y el relativismo.
Esto no quiere decir, por supuesto, que haya que despreocuparse de los desafíos de la inmigración y de los problemas humanitarios. Solo que no habría que encararlos con este sentido de culpa y vacío flotante que no ayuda a nadie, ni a ellos ni a nosotros. La solidaridad horizontal —en el espacio— ha de cruzarse con la solidaridad vertical (en el tiempo), pilar y eje.
Lo comprendí gracias a que me puse a ver el documental mientras pensaba en la columna para este número redondo. Qué inmerecido privilegio, yo, que soy un recién llegado, como quien dice, sumándome a la celebración de tal número de números. Cuánta historia de la que soy, gracias a la amable invitación de Ignacio Uría y a la confianza posterior del actual equipo de redacción, un beneficiario inmerecido. Podría hasta sentirme mal. ¿No recuerdo, en una estantería del despacho del jefe de estudios de mi colegio de Cádiz, cuando era un adolescente, los preciosos, prestigiosos y apretados lomos de colores de la colección? Yo no había llegado aún a la Universidad y Nuestro Tiempo ya era apabullante, con tantas firmas y reportajes excelentes.
Ahora bien, mi privilegio es exigencia, y, por tanto, no puedo apocarme. He de animarme. Ojalá, cuando se celebre el número 7 000, un columnista reciente se sienta igual de orgulloso de pertenecer a Nuestro Tiempo, y yo haya puesto mi olvidado granito de arena en ello, y, sobre todo, que ese desconocido colega, que me desconocerá, sienta la obligación de transmitir el espíritu de la revista hasta el número 70 000, y ustedes, los lectores, reconozcan esa continuidad, y la hayan transmitido también. Porque para que algo —nuestro país, nuestra familia, Nuestro Tiempo— sea nuestro, tiene que seguir siendo de los de antes, palpitando en nuestra fidelidad, admiración y agradecimiento; e ir a ser después de los que vengan, presentes en nuestra ilusión, en nuestra entrega, en nuestra confianza.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.
@EGMaiquez