Ahora bien
He leído con mucho placer el libro de poemas Azca (Laika, 2021) de Alba Flores (Madrid, 1992; premio Adonáis 2017 y Ojo Crítico 2018). Es un cancionero petrarquista a un chico medio amigo de la infancia, medio primer amor, medio amor platónico, medio reencuentro de cada verano… Sumando, me salen dos chicos enteros, o es que tal vez son varios, pero dejemos las matemáticas. El desorden de los factores no altera el producto. El poemario funciona como un solo cancionero estremecido a lo inalcanzable del amor. Véase: «Te he visto pasar por todas las edades/ corriendo./ Un animal que huye de mis manos rojas/ cada vez que intento acercar a su boca/ el jugo dulce de las zarzamoras».
Los amores imposibles tienen un encanto lírico que no tienen —envidié por escrito alguna vez— los amores contantes y sonantes. En la memoria, son serenos como un lago de plata. Fue un pensamiento imperdonable, no solo por lo que enseguida explicaré más detenidamente, sino porque ya el capitán don Francisco de Aldana escribió en nuestro Siglo de Oro un soneto magistral sobre la imposibilidad última de culminar la fusión amorosa como piden los corazones más ardientemente enamorados. ¿Por qué, se pregunta el capitán, «en medio a tanto bien, somos forzados/ llorar y suspirar de cuando en cuando»? Porque todo amor verdadero es, en última instancia, imposible. Me pilla mi mujer (teletrabajamos ahora juntos) mirándola. «¿Qué?», pregunta. «Nada», replico fingiendo indiferencia. Porque quién le cuenta que estoy ponderando todo esto y que acabo de recordar, con gozosa melancolía insumisa, aquello de Dante: «[su belleza] que solo su Hacedor la goza entera». Hasta su belleza, por lo visto, se me escapa viva. Menos mal que Dios —Dante mediante— la recoge.
Chesterton sostenía que la variabilidad en el carácter de la mujer es una maravilla más. Y de tal calibre que permite al hombre monógamo compartir el vértigo del visir en su harén, sin sus numerosas contraindicaciones. Una mujer es tan rica en personalidades, que nos da inacabables sorpresas. Tantas que cabría añadir, entre las mil y una posibilidades de la monogamia, la de conocer también la melancolía hermosa y poética del amor imposible, inalcanzable e idealizado. Cuando Neruda era un jovencito inocente y romántico escribió un poema añorando lo que cualquier matrimonio estable le hubiese dado sin necesidad de tanta impertinencia: «Me gusta cuando callas porque estás como ausente». Un viernes por la noche, exhaustos del ajetreo de toda la semana, tenemos ese silencio soñado de Neruda en nuestro cuarto de estar, real como la vida misma.
Leo los hermosos versos de Alba Flores con admiración y, ojo, con un gozoso reconocimiento. «Sinceramente pienso ojalá algún día coincidamos borrachos/ para poder contarte algo que vayas a olvidar», dice; y yo no necesito estar borracho, ni mucho menos que lo esté mi mujer, para contarle algo que ella vaya a olvidar de inmediato o, todavía más, ni vaya a escuchar del todo. «De qué me vale la poesía —se pregunta Alba— si ni con ella me atrevo a decirte la verdad./ De qué vale la poesía si ni con ella te das por enterado». Yo a eso, desde luego, no puedo responderle. Tengo exactamente la misma duda.
«Si algún día te murieses y no tuvieses nicho yo te haría un hueco en el mío». Cuánta emoción destila esa imposibilidad amorosa hasta que la muerte nos aclare. Yo la puedo compartir punto por punto. Alguien dijo que todo amor, mientras dura, es eterno, y es verdad; como lo es también que todo amor es el primero, el instantáneo, el único, el último, el práctico, el platónico, el imposible, el infeliz y el feliz, todo a la vez y cada parte por completo. Si es bueno, no hay poema de amor ni de desamor ni de amor de vuelta que nos sea ajeno.
La pregunta del autor Dentro de su amor feliz y cotidiano, ¿hay también agazapado un poético amor imposible? |
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Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.