Historias mínimas
El arcoíris perfecto
Tiempo después supieron que fue un día redondo, de esos que te reconcilia con la vida, a veces tan hosca que parece ella misma.
De madrugada, entre olas, llegaron a Estocolmo remontando el fiordo. La cercanía de la costa les dejaba presentir la vida de los ribereños, todos con sus botes al pie de las casas. Los pantalanes de aluminio y madera eran muelles perfectos para iniciar una singladura al fin del mundo. Los jardines, sosegados y fríos, encerraban un silencio báltico, tan anfibio como sus dueños.
Un par de veleros surcaban las aguas ya doradas, al tiempo que algunos niños echaban sus cañas a la ría. Una de ellos –tan rubia como la esplendorosa Elke Sommer en El premio– lo hacía desde la ventana de su casa. Con los pies calientes.
Entonces la embocadura se fue achicando, como si tuviera la cordial misión de darles la bienvenida. Desde el mar la ciudad parecía una postal. Agujas desafiantes, canales y más veleros. Por los pequeños puentes fluía un tráfico perezoso donde reinaban las bicicletas, y hasta el Ayuntamiento se presentó alegre para enseñarles su famoso “Salón Azul”, que es rojo.
Desembarcaron sin prisa y se fueron a pasear. Caminaron por un parque recoleto y un mercado de nombre irrepetible, donde almorzaron. Del Palacio Real al Museo Vasa. De la curiosidad al deleite con una parada para tomar café.
Al final llegó la tarde con un cielo de nubes bajas, aviso definitivo para retornar a su casa flotante, que les esperaba como una niña obediente. Zarparon entonces de un puerto parecido a otros del norte: mar, orden y gaviotas. El viento azotaba con rachas caprichosas, casi latinas por su arrebato, pero al final apareció un sol piadoso que resultó ser un mago medieval. Un Merlín sueco capaz de devolverles la inocencia en apenas dos segundos. Quizá tres. Ese fue el tiempo que necesitó el capote del cielo para abrirse magnánimo. Lo curioso –después supieron porqué– fue descubrir que el barco se deslizaba con desgana, empeñado en quedarse varado en el estuario.
Entonces brilló el prodigio. Llegó, pero sin estruendo. Deslumbrante. Surgió poco a poco, dibujándose con timidez de adolescente, apenas velado por una cortina de lluvia menuda que algunos llaman orbayu. Su aparición provocó un silencio sagrado, una paz remota, quizá procedente del tiempo en el que todos fuimos niños. Era un Arco Iris luminoso, frágil y efímero. Una media naranja de colores jamás vistos. Ni en el País de Oz y Judy Garland. Ni siquiera en sueños. Era el Arco Iris perfecto, majestuoso en su inocencia, pero no llegó solo. Con él también apareció su Padre para abrazarles con fuerza y susurrar cariñoso que, si se portaban bien, se verían en el Cielo.