Vagón-bar
Mi botellón
Vengo de dar la última clase del cuatrimestre y también del año. Hasta dentro de nueve meses, si Dios quiere, no volveré a las aulas. Y esto me apena. Justo cuando me parece que podría ayudar más a los alumnos, ahora que les conozco bien, tengo que dejarlos. Pero siempre es así. En esa clase comenté con ellos la práctica final, que era un ejercicio argumentativo en el que podían defender o condenar la experiencia conocida como botellón. Cuando les propuse el tema, percibí que no les entusiasmaba. Y a la vez, que la mayoría de ellos, asiduos frecuentadores del botellón local, pensaban defenderlo. Sin embargo, casi todos los textos que produjeron atacaban esa costumbre de beber en la calle a altas horas de la noche. A medida que iba leyendo los argumentos, mi perplejidad aumentaba, porque estaba completamente convencido de que intentarían defender su peculiar manera de entretenerse los jueves por la noche. Hasta que caí en la cuenta y me dije: «Atacan el botellón porque les resulta más fácil que defenderlo». En el fondo, solo estaban facilitándose las cosas desde un punto de vista académico.
Probablemente, si les hubiera planteado una argumentación cualquiera, más o menos libre, de manera instintiva hubieran recurrido a fórmulas de humor o irónicas para defender sin problema el botellón. Pero había fijado algunas condiciones de estructura para el texto y también les obligaba a mencionar los argumentos en contra de su tesis —fuera esta la que fuere— y rebatirlos. Con estos límites, el margen se estrechaba demasiado: les costaba mucho trabajo encontrar respuestas defensivas para las numerosas objeciones que suscita el botellón, así que se inclinaron por atacarlo. Como consecuencia, los trabajos que intentaron ser más exhaustivos acabaron en una condena durísima de la famosa práctica juvenil, porque al panorama inmenso de inconvenientes apenas podían contraponer una tímida defensa basada en las ventajas que tal tipo de reuniones supone para la socialización de los participantes —a los que, según algunos, se les aleja así de la adicción a las redes— y en que parece mucho más barato y seguro que acudir a los pubs, donde las consumiciones son mucho más caras y la calidad de lo que se sirve no está garantizada.
En contra, sin embargo, figuraban el alcoholismo precoz y los muchos problemas de salud y de comportamiento que se derivan de él, el ambiente propicio para la iniciación en otras drogas, la violencia entre ellos que la mezcla de los dos anteriores suele provocar, las molestias a los vecinos por interrumpir su descanso y por el desolador paisaje de basura de diversas clases que deben sortear al día siguiente los más madrugadores, y un etcétera muy largo del que yo ni siquiera era consciente, pero que ellos, como testigos presenciales, conocen bien.
En la clase les dije todo esto, que se habían inclinado por lo fácil o incluso por lo razonable, pese a que se oponía a sus propios comportamientos. Se rieron. No les dije que, muy probablemente, influyó también su audiencia: el profesor. Supusieron que me encontraría más inclinado a valorar aquellos ejercicios que más se acercaran a mi probable opinión. Tampoco les dije, porque son muy jóvenes aún, que en realidad lo que hicieron ellos es lo que hacemos todos a nada que nos despistamos: pensar una cosa, e incluso razonarla y defenderla, y hacer otra. Ni que esto, siendo malo, apenas alcanza la perversidad de quien intuye o sabe que obra mal y ni siquiera se para a pensarlo.
El que reconoce que se equivoca... siempre puede rectificar. Así que, aunque mis alumnos llenarán el botellón de este jueves después de haberme explicado con profusión de datos y argumentos su inconveniencia, ya me preocupa menos que antes.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular
de la Universidade da Coruña.
@pacosanchez