Historias mínimas
Dicen que todos tenemos dos vidas y que la segunda empieza cuando descubrimos que solo nos queda una. En ese instante hay que averiguar si vivimos como queremos o somos extraños en un tren. La duda puede rondarnos largo tiempo o, con suerte, desaparecer pronto. ¿Con suerte? Resulta paradójico mirarse al espejo —al de dentro y al de fuera— y descubrir que el partido avanza y no habrá prórroga. Duele, pero libera.
Habitualmente, el punto de inflexión lo provoca una enfermedad o la muerte de algún ser querido. De pronto, el vértigo diario se evapora, el reloj se para. Uno sale de su propio cuerpo y todo discurre a cámara lenta. Cesan las discusiones, se apagan los reproches. Adiós a tanta queja y tan poca gratitud.
Si al contemplar nuestra vida nos vienen solo ganas de darle una limosna, entonces ha llegado el momento de un cambio de tercio. Como en la lidia, la vida sale del chiquero plena de fuerza y soberbia, así que debemos templarla antes de que nos embista. En el segundo tercio llegan las banderillas (un jefe insufrible, una hipoteca a treinta años, otra campaña electoral…). En el tercero, nos jugamos el ser o no ser en un desenlace imprevisto. Ser para la eternidad, por supuesto. Todo lo demás no importa; es entretenimiento y asombro —igual que una faena de Morante cuando es Morante—, aunque se nos queda corto.
Nuestra alma se colma con lo infinito, pero estamos en el mundo y somos en el tiempo. Carne y hueso y alma. El asunto reviste tanta importancia que hasta san Agustin confesó: «¿Qué es, pues, el tiempo? Si nadie me lo pregunta, lo sé; pero si quiero explicárselo al que me lo pregunta, no lo sé». Woody Allen, filósofo humorista, aseguraba que, al final, la eternidad se hace larga. Yo sonrío y me pregunto qué final es ese, si es un fin sin fin, si tiene finalidad. Dudas que me acompañan desde el siglo pasado, cuando todo era más sencillo; el pan, pan; el vino, vino y los hombres y las mujeres sabían lo que es un hombre y una mujer. Algo tan prodigioso que su amor puede ser eterno y colaborar con el propio Dios trayendo hijos (suyos y nuestros) al mundo. Hoy, las modas y los sentimientos abren caminos directos al abismo, como el mulo de Lezama Lima, una trinchera donde —se ufanan— no tendremos nada y seremos felices. Yo me malicio porque nadie nos librará de los impuestos. Hay mucha agenda que pagar.
Si bien, como dijo Perogrullo, todo tiempo pasado fue anterior, no todo lo vivido fue mejor. Nos lo parece porque tenemos mala memoria y buen corazón. Hay pasados bien pasados, como los revolucionarios de 1789, oh là là!, forja de mártires en serie. Por ejemplo, los irreductibles de La Vendée, católicos con un ideal —qué maravilla— perseguidos por defender su fe y a su rey. Resultado: 130.000 víctimas del terror ilustrado. Con esos muertos no hubo liberté ni egalité, y la fraternité se quedó para otro día. O aquellos otros del infausto Mayo del 68, donde lo realista era pedir un imposible que nunca llegó, precisamente, porque era imposible. Hoy sufrimos los latigazos de su nieta woke, morada y mortífera, pero no prevalecerá porque se opone a la naturaleza, que desconoce la piedad.
En fin, fuera la tristeza, que es la peste del alma y además aburre. Vivimos los mejores tiempos que podrían habernos tocado, por eso estamos en ellos. Otra cosa es que la tentación —permanente— nos susurre con palabras pequeñas una mística «ojalatera» (ojalá esto, ojalá lo otro) que no lleva a ninguna parte. Eso decía un cura santo de Barbastro, perito en almas, y no le llevaré la contraria.
Todos tenemos dos vidas y la segunda comienza cuando asumimos que solo nos queda una. No importa que el prodigio suceda a los treinta o a los sesenta. Lo esencial es ponerse en marcha y re-vivir. Quitar importancia a lo que carece de ella. Ignorar los defectos del otro, no tomarse en serio a uno mismo. Distinguir las voces de los ecos. Pedir perdón y perdonar(se). Librarnos de la carga y madurar de rodillas, como aconsejaba Manzoni («El hombre crece cuando se arrodilla»).
No hay que esperar a sufrir un ictus para cambiar de tercio. Nos queda una vida y aún podemos vivirla con plenitud.
LA PREGUNTA DEL AUTOR ¿Qué cosas dotan de sentido su vida? |
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia Contemporánea en la Universidad de Alcalá.