Historias mínimas
Columna de repente
¿Y ahora de qué escribo yo? Eso pensé dramáticamente cuando Ana Eva Fraile [Com 99], redactora jefe (¿o jefa?, ay) de Nuestro Tiempo, me recordó con su legendaria amabilidad la fecha límite para enviar esta columna. Realmente no era «esta columna» porque esta columna no existía cuando me la pidió. Mi contribución se parecía entonces al famoso gato de Schrödinger, que estaba vivo y muerto a la vez (la física cuántica tiene estas paradojas, que yo no entiendo, pero que siempre lucen en un artículo).
Puestos a citar a gatos prefiero al sonriente de Cheshire, capaz de aparecer y desaparecer y de enseñarle a Alicia que es posible ver un gato sin sonrisa, pero jamás una sonrisa sin gato. Me gustan estas ocurrencias del País de las Maravillas porque me transportan a una infancia despreocupada y llena de felinos: el inteligente Fígaro que acompañaba a Pinocho, don Gato y su pandilla, el «lindo gatito» Silvestre, siempre a la caza de Piolín —traicionero y amarillo como un lazo—, Tom, el de Jerry, o Garfield, el de la lasaña. En fin, un listado largo donde no faltaban los de Loquillo en su callejón o los Aristogatos, que eran gatos y no un par de políticos. Miau, diría Galdós.
Con este asunto de los mininos, ya ve usted, hemos llegado al primer tercio de la columna. Y los tercios son cosa seria, ya sean los de Flandes —encamisados y bandera imperial en ristre— o los tres tercios toreros: picar, banderillear y matar. Con todo, no me olvido del tercio de cerveza y tampoco del Terço portugués, que es como allí califican al Rosario nuestro de cada día: un tercio de avemarías y otro de misterios —que ahora sería un cuarto, pero eso es otra historia y debe ser contada en otra ocasión, como diría Michael Ende—.
Entre bromas y veras, ya voy por la mitad de mis obligaciones y eso me gusta. Vislumbro el final de la columna al final de la página y un buen final realza cualquier trabajo. No quiero precipitarme: llegaremos, pero a su debido tiempo.
Ah, el tiempo, siempre tan esquivo, tan líquido y goteante como lo pintó Dalí. El tiempo es lento para los que esperan, rápido para los que temen, largo para los que sufren, corto para los que gozan y eterno para los que aman. Esta frase es redonda como el tiempo oriental, lástima que no sea mía sino del Bardo de Avon —Shakespeare para los amigos—. He tenido tentaciones de no citarlo —como si yo presidiera una galaxia muy cercana y fuera doctor, qué sé yo, en Economía—, pero las he superado. A mí no me pasa como a Wilde, que podía resistirlo todo… salvo la tentación. Yo no puedo resistirlo todo. En absoluto. Por eso no veo el telediario, que es irresistible y eterno —el primero, de 1957— y la eternidad se hace un poco larga, sobre todo, al final. Eso lo decía Woody Allen, al que adoro por su hipocondría y por enseñarme Manhattan.
La historia de esta isla merece la pena. Como cualquiera sabe si es indio lenape, Manhattan quiere decir «isla de muchas colinas». Ahora no quedan colinas porque las aplanaron para construir rascacielos, pero haberlas las hubo. La historia cuenta que un holandés llamado Peter Minuit la compró en 1626 a la tribu del lugar por unos mil doscientos euros actuales. Un negocio calvinista donde los haya.
Dos años más tarde la bautizaron como Nueva Ámsterdam y la eligieron capital del territorio de Nueva Holanda —imaginación, la justa—. En pocas décadas, los ingleses expulsaron a los oranje y, rivalizando en incapacidad para denominar nuevas tierras, la llamaron Nueva York en honor del duque de York. Este se coronaría más tarde como Jacobo II, último rey católico de Inglaterra, al que Purcell dedicó un himno sacro. No es poca cosa para un rey viniendo del compositor de The Virtuous Wife (or Good Luck at Last). Un título heteropatriarcal y barroco con ecos proverbiales.
Y aquí estamos ya. Por fin llegó el fin. Entre gatos, tercios, Shakespeare y Manhattan se nos ha pasado la columna. La misión imposible se ha convertido en misión cumplida. No ha sido tan terrible.
Ignacio Uría [Der 95 PhD His 04] es profesor de Historia en la Universidad de Alcalá.