Vagón-bar
Comunidades asfaltadas
Le acababa de decir unos minutos antes que debería leer periódicos, varios. Le sugerí que empezara por algunos más próximos a sus ideas, pero que los mezclara con otros, aunque esos otros solo sirvieran para enfadarle. No importaba, funcionarían al menos como contrapunto, como el líquido de contraste en los rayos X: le ayudarían a ver mejor sus propias posiciones. Se trata de alguien muy joven, muy buena persona, muy moderno, progresista y conectado: su móvil no paraba de recibir notificaciones de toda especie y, como yo, está presente en las redes sociales más importantes, solo que él de un modo mucho más activo. Seguimos hablando y, a propósito de algo que no recuerdo, dijo que La Sexta era la cadena de televisión más vista en España. Le contesté que la más vista era Telecinco. Me miró burlón y añadió algo que tampoco retengo, pero en un tono duro, casi desagradable, de superioridad, que no suele utilizar conmigo y que me inquietó. Repuse que se trataba de un dato fácil de comprobar y que no valía la pena discutir por algo que podría resolver con una búsqueda sencilla en su teléfono móvil. Le sugerí incluso los términos de la búsqueda. Accedió y, unos segundos más tarde, me miró perplejo: La Sexta ni siquiera era la segunda o la tercera y andaba incluso por debajo de La 1. El chaval, con ese instinto noble y violento de la primera juventud, despreciaba Telecinco y odiaba La 1. Parecía desolado y dijo: «Pero si todo el mundo ve La Sexta».
Así que volví a insistir en lo de los periódicos —así, en plural—, porque mi joven amigo dice que se entera de las cosas por las redes sociales y que ya no los necesita. Recordé entonces unas palabras de Zygmunt Bauman: «Las redes sociales no enseñan a dialogar porque es tan fácil evitar la controversia… Mucha gente usa las redes sociales no para unir, no para ampliar sus horizontes, sino al contrario, para encerrarse en lo que llamo zonas de confort, donde el único sonido que oyen es el eco de su voz, donde lo único que ven son los reflejos de su propia cara. Las redes son muy útiles, dan servicios muy placenteros, pero son una trampa». Por supuesto, hay otra mucha gente que no usa así las redes sociales y les saca mucho partido. Pero el riesgo es real y algunos manipuladores profesionales lo aprovechan a fondo para asfaltar pensamientos en un único tono gris oscuro. Quise decirle al chico, pero no se lo dije, que las redes sociales comentan lo que sale en los periódicos, como si pusieran una lupa sobre los contenidos y enfoques que merecen ser promovidos o aborrecidos. De ahí que se produzcan esos efectos jauría como los que satiriza con tanto acierto el primer capítulo de Black Mirror. De modo que la realidad nos llega a menudo cocida por ciertos medios y recalentada en las redes: pensamos y decidimos sobre una realidad, en el mejor de los casos, de tercer o cuarto nivel.
Hace unos años consideraba, quizá porque lo había leído en alguna parte, que estaban desapareciendo las comunidades tradicionales, sustituidas por otras que se cohesionan en torno a argumentos que superan la mera cercanía física, la pura geografía: comunidades articuladas en torno a intereses profesionales o relacionados con aficiones, por ejemplo. Ahora me doy cuenta de que esas comunidades solo responden a tal nombre por analogía —la comunidad científica, por poner un caso— y que las comunidades de verdad, como dice Bauman, no se pueden crear, sino que vienen dadas. En las comunidades virtuales puedes borrar amigos, pero en las reales no puedes borrar a un hijo, a un compañero de trabajo o a otro ciudadano. Solo los violentos piensan así y borran de su vida a quien les parece e intentan borrarlos también de la comunidad, porque en el fondo detestan el pluralismo, la libertad de los demás y, por tanto, les resulta extraña y contradictoria la noción de bien común.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista
y profesor titular de la Universidade da Coruña.