Firma invitada
En la estantería de mi dormitorio, en la casa en la que crecí, guardo un ejemplar —el lomo polvoriento, amarillas ya las hojas, los márgenes pintarrajeados con anotaciones— de Why Nations Fail. En la primera página, la dedicatoria de mi amigo Luis, y luego: «Feliz cumpleaños». Debajo, una fecha de mayo de 2012.
El libro de Acemoglu y Robinson fue polémico, como suelen serlo las obras con vocación de erizo, en la distinción de Isaiah Berlin. Why Nations Fail (que en España publicó Deusto con el título Por qué fracasan los países) contenía una gran idea y con ella pretendía desentrañar el mundo: las instituciones inclusivas, propias de la democracia liberal, explican el éxito económico de los países, y las instituciones extractivas su declive. No es la cultura, no es la geografía: son las instituciones.
Aquel trabajo era la culminación de un neoinstitucionalismo que bebía de Douglas North y se remontaba a Adam Smith. Una década antes, en 2002, Dani Rodrik había publicado Institutions Rule: The Primacy of Institutions over Geography and Integration in Economic Development. Las instituciones eran importantes. Y la tesis no tardó en permear el discurso político. Lo avisó Richard M. Weaver: las ideas tienen consecuencias.
La Gran Recesión llegó a España como un cóctel explosivo de corrupción y malestar económico que llevó al Congreso la reivindicación de la reforma y la regeneración institucional. A ello contribuyó con entusiasmo una nueva generación de intelectuales y académicos en la que yo había logrado meter la cabeza: como la canción de Bowie, an absolute beginner, pero with eyes completely open.
Traduciendo a Rodrik, a Acemoglu y a North, pensábamos que el problema de España no guardaba relación con ninguna atávica maldición. No había nada en nuestro ADN que nos impidiera acercarnos a los países que destacaban en buen gobierno. La cultura no era destino. Tampoco la moral. Los españoles no estábamos hechos de una pasta peor que los suecos. Lo que sucedía es que los suecos contaban con un diseño institucional que generaba incentivos virtuosos.
Creíamos que no se trataba de sustituir a unos políticos malvados por otros bondadosos. Eso no serviría de nada, porque la experiencia demostraba que la ideología no informa de la ética política. En todas partes, a izquierda y derecha, había personas que se corrompían al llegar al poder. Y escrutar almas era trabajo de curas. Lo que había que hacer era introducir incentivos virtuosos en las instituciones. El gobierno de las leyes y no de los hombres, y todo eso.
En la estantería de mi cuarto hay otro título importante de ese mismo año 2012: The Righteous Mind: Why Good People Are Divided by Politics and Religion, de Jonathan Haidt. En España: La mente de los justos (de nuevo, Deusto). Tomados ahora ambos libros, uno en cada mano, los miro y veo en el de Acemoglu y Robinson un final de trayecto, y, en el de Haidt, la anunciación del mundo que hoy tenemos.
La última década se ha llevado por delante el neoinstitucionalismo. Quizá porque la Gran Recesión mermó el prestigio de los economistas, quizá porque la crisis alimentó una incertidumbre y una anomia que han propiciado el retorno de lo emocional frente a lo racional. El caso es que vivimos una época de nuevos valores fuertes, identidad, cultura y remoralización de la vida pública (y privada). El mundo ya no lo explican los economistas, sino los psicólogos sociales.
Las instituciones ya no son tan importantes. A cambio, importan el género, la tradición, el sexo, el origen y hasta el horóscopo. Y también ahora ha calado en la política. No solo porque la oferta partidista se haya llenado de reivindicaciones identitarias y batallas culturales. La degradación institucional que vive España desde hace un lustro, del procés al uso desaprensivo que el Gobierno hace de la Administración, solo puede entenderse en un contexto en el que lo institucional ha pasado a un segundo plano.
Las ideas tienen consecuencias. Léase con cierta estupefacción, pero sin demasiado lamento.
LA PREGUNTA DE LA AUTORA ¿Por qué son importantes las instituciones? |
Aurora Nacarino-Brabo es editora y politóloga.