El invitado
Cultura
Mi ciudad es, aliada con la patria de Copérnico, una de las candidatas españolas a la capitalidad de la Cultura Europea 2016. Empeño importante, que entre los ciudadanos no ha provocado entusiasmo conocido, aunque sí adhesiones institucionales, más protocolarias que fervientes. En las terrazas veraniegas, en las piscinas o en los autobuses de mi ciudad, que arrasó unas termas romanas para construir un parking, este asunto no existe. En la plaza de toros, sí, pero no por la candidatura, mucho menos por la cultura en sí. Quizá no está claro a qué obliga y qué reporta esa capitalidad y que con la cultura pasa lo que San Agustín, obsesionado con la eternidad, confesó respecto al tiempo: sabía qué era, si no se lo preguntaban; si tenía que definirlo, no. Ahora que se aplica la palabra ‘cultura’ a cualquier actividad, incluso a tropelías sociales como el ‘pelotazo’, habría que comenzar por una definición.
Los manuales de antropología citan un libro de dos especialistas, A.L Kroeber y Cl. Kluckhorn, a buen seguro más citado que he leído, Culture. A critical review of concepts and definitions (Cambrige, Massachussets, Peabody Museum of American Anthropology, 1952), cuyas 217 densas páginas a doble columna ofrecen más de lo que anuncia el título. ‘Cultura’, palabra de evidente origen latino, está en auge desde hace siglo y medio y con frecuencia –no en la sociología americana– funciona como sinónima de ‘Civilización’. Por cultura, en sentido estricto, se entiende el conjunto de los conocimientos que una sociedad valora y transmite, especialmente su historia, obras y creencias. Quien conoce tal acervo es culto. En otro sentido, más amplio y hoy dominante en las ciencias humanas, viene a ser la Kultur alemana: Cultura es todo lo debido a la acción humana, es decir lo contrario de Naturaleza estricta. (No se fíen de Crusoe: es imposible volver al ’estado natural’ del hombre: desde que nacemos todo –salvo pocas reacciones reflejas, como succionar, respirar, defecar– pasa por un aprendizaje educativo, que reduce a inane el debate sobre la animalidad del ser humano: estudiamos ‘sociedades animales’, pero nadie ha descubierto ninguna ‘cultura animal’.)
De la primera acepción de cultura derivamos ‘culto’; de la segunda, ‘cultural’. Comte-Sponville (Dictionnaire philosophique, PUF, 2001) resume que “un vestido, una cosechadora o una pieza de rap son tan culturales, en ese sentido último, como una sinfonía de Mahler. Pero la gente culta no los coloca en el mismo plano”. Tampoco considera una barraca de feria tan arquitectura como el edificio de Comunicación, sede de esta revista. Cultura es la carga intelectual, artística y creativa de la civilización. El asunto, sin embargo, no es tan simple, porque el sentido de cultura y de civilización cambia según el artículo que le precede. La cultura es el conjunto total de las creaciones humanas, de los materiales con que elaboramos nuestra experiencia como individuos o como sociedad: los hábitos que asimilamos y transmitimos. Una cultura es un subconjunto, propio y característico de un grupo humano concreto.
Nietzsche escribió que todo lo que en Europa se adorna con el nombre de cultura al margen de la francesa, yerra. Con la venia de Nietzsche, ¿a qué nos referimos cuando hablamos de la Cultura Europea que tantos quieren encabezar? No lo aclara la propaganda de las ciudades candidatas, amasada sobre todo con manifestaciones folklóricas, festivas y populares que rara vez superan el horizonte local y aun de un oficio. “Hay más cultura en una receta de cocina que en una catedral gótica”, sentenció sin pestañear un chief vasco en La Contra de La Vanguardia. ¿Eso es cultura europea? Prefiero la ironía pragmática de Sacha Guitry: “El secreto de una cultura inteligente es saber en qué estantería de la biblioteca está el Larousse” o el consejo de los autobuses urbanos de mi ciudad: “La educación es signo de cultura. Cediendo el asiento demostramos educación”. No sé por qué no exhiben esa idea para obtener la nebulosa capitalidad.