De tejas arriba
Desenmascarar la biografía
Narrar el argumento de una vida se ha vuelto fácil y difícil a la vez.
Fácil, porque se imponen las fechas, sobre las que se marcan plazos, sucesos: toda esa temporalidad que sitúa el acontecer, sin importar el sentido, con la infundada convicción de que no se resquebrajará el hilo temporal. Y sobre ese frágil equilibrio se carga el habitual quehacer en la inmediatez de lo que ocurre y se vivencia.
Difícil, porque ese tiempo resulta resbaladizo, se pierde en el instante que olvida la unidad que pudiera dar significado al conjunto. Resulta arduo dirigirse hacia un futuro que no está ahí o, en el otro extremo, recordar con nostalgia un pasado que, en sí, tampoco es ya (Confesiones, XI, 15). Lo recuerdan los personajes de C. S. Lewis (Anthony Hopkins) y Joy Gresham (Debra Winger) en Tierras de penumbra: «El dolor de hoy es parte de la felicidad de ayer».
El relato parece ser la forma más certera, hoy, de asegurar el propio yo, pues ofrece una trama aun a aquello no apresable bajo los cánones de la racionalidad. Para que eso sea factible, lo insólito, o inefable, debe tener su lugar en el guion del libreto. Llegados a este punto, la cuestión central no es ya la felicidad o la infelicidad, sino, muchas veces, olvidar cuánta capacidad hay para tender a ella, y caminar entonces en lo extraordinario, en lo que no puede ser narrado.
Historia, biografía, epopeya o gesta —no importa el nombre—, la vida humana no consiste en su poder ser contada. Porque la vida lo es cuando lo excepcional asalta de forma descarada lo cotidiano y arranca convicciones, separa espacios y sitúa a la persona fuera de certezas; se aprende que es preciso adueñarse de la existencia más allá de su razón.
Sencillamente, no hay un perfil. Fijar rasgos en los que resolver los actos personales es ya deshumanizar lo más propio de lo humano, que es de continuo novedad. Renovada invención de lo diario; sostenerse sin la sutil y a veces engañosa seguridad de un contorno en el que la identidad, casi ausente, quede encajada en un cuadro de lectura, e intentar recomponer una semblanza. Así trata de hacerlo Hana (Juliette Binoche) ante el rostro quemado y ausente del conde László Almásy (Ralph Fiennes), en El paciente inglés, dentro del significativo escenario de un monasterio italiano abandonado.
Lo mismo da libro que espejo. La narrativa y la imagen amodorran la genialidad de lo único. Solamente descubriendo la originalidad del existir puede el alma reconocer qué impar y propia es la andanza que le incumbe.
Desenmascarar la biografía significa deshilar razonamientos; advertir que lo humano lo es cuando, sabiéndose, escucha aquella voz que irrumpe en la cotidianidad e ilumina diariamente una nueva manera de vivir. Se hace posible la singularidad, decía Kierkegaard, para ser, como Abrahám, excepcional «caballero de la fe»; y, por fin, alzar los ojos y preguntar al autor de las historias: «¿Ves en el tiempo lo que se ejecuta en el tiempo?» (Confesiones, XI, 1).
Elevada de este modo la mirada, lo que parecía extraño huésped en el día no es sino asombrosa llamada a la misión diaria. Igual que el artista se sabe requerido por su obra, enseña Van Gogh (Kirk Douglas) en El loco del pelo rojo, buscando, allá donde la encuentre, «la disposición que existe en la naturaleza»; o quien en el monacato se prepara para oír la palabra de su Dios, como en Diálogo de carmelitas. Jeanne Moreau (Madre María de la Encarnación) expresa lo que parece ser postrera decisión y es en realidad entrada a la «gran narración», esa que culmina la plenitud.
María Jesús Soto-Bruna [Fil 82 PhD 87] es profesora ordinaria de Filosofía de la Universidad de Navarra e investigadora especializada en el neoplatonismo medieval y moderno.
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