Vagón-bar
Dolores de espalda
Tuve suerte en el primer vuelo: estaba abarrotado, pero yo disponía de tres asientos. Así que no me quejé cuando rebotó contra mis rodillas el respaldo de la butaca delantera. Volvió a rebotar. Me golpeó una tercera vez con una insistencia que parecía deliberada, así que levanté la vista del libro y tropecé con la cara sonriente de Luis, procurador de los tribunales y, como puede advertirse, bastante gamberro. Iba a Madrid por cuestiones de trabajo. Nos alegró saber que coincidiríamos en el vuelo de regreso al día siguiente. Una azafata interrumpió para confirmar si yo viajaba a Pamplona y comunicarme la puerta de embarque desde Madrid: K98. Entonces, la señora sentada en el asiento de atrás me dijo muy contenta: «Yo también voy a Pamplona». Me volví y su rostro me pareció familiar, pero no logré ponerle nombre o circunstancias. Ya en Madrid, me ofrecí a ayudarla con el equipaje. Empezó a contarme cosas y me di cuenta: era la madre de Javier, jefe de Sociedad y Cultura en La Voz de Galicia y a quien había dado clases en Navarra veintipico años antes. Javier se parece a su madre, de ahí que me resultara familiar. Nos pusimos muy contentos.
Ya en la K98 me pidió que atendiera su equipaje un momento y se fue. Volví a la lectura hasta que percibí una presencia plantada a tres pasos, mirándome. Era Miriam, directora de un banco de inversión en Londres y a la que no veía desde veinte años atrás. Estaba igual que cuando era alumna de Periodismo en Navarra y colaboraba en Nuestro Tiempo. En el segundo avión descubrí en el asiento inmediato a Juan Manuel, ahora en el Consejo General del Poder Judicial. Le había conocido en Pamplona veinte años antes y solo nos habíamos reencontrado a finales de noviembre pasado, en Santiago de Compostela. Otra alegría.
Me recogió en el aeropuerto Antonio, codirector de la excelente tesis de Álvaro Pérez sobre Chaves Nogales que motivó mi viaje. Sabía que había fallecido su padre y me interesé, pero en mi cabeza rondaban mil historias de cuando fue alumno de mi asignatura. Especialmente de un comentario en broma que él tomó en serio y contestó por escrito de un modo que aún hoy me conmueve.
Beatriz, la otra codirectora de la tesis, se nos unió en la cena con dos profesoras que formaban parte del tribunal y a las que no conocía: María Isabel Cintas y Verónica de Haro. También fui profesor de Bea y empezaron a saltar noticias de compañeros de curso. Paramos para no dejar en fuera de juego a las otras dos invitadas.
Desayuné al día siguiente con un condiscípulo de mi promoción de Periodismo. Nos llamaban «los Sánchez» y trabajábamos muy bien juntos. Pero no recordamos viejos tiempos, sino que hablamos de los nuevos. Ahora es catedrático de Sociología. Bajé con Fernando a la Universidad. Pasamos por Nuestro Tiempo para saludar a Laura, que es quien me reclama estos artículos, a Ana, otra antigua alumna que sigue con cara adolescente, y al director. Por el camino, nos entretuvimos con los bedeles y con bastantes profesores. Los alumnos interrumpían a menudo nuestro avance para compartir algo con Fernando. Le dije que me alegraba comprobar que el ambiente de la Facultad no cambiaba con los años. «No creo que cambie», dijo él muy serio.
Ya de vuelta en A Coruña, tomando una cerveza con unos amigos de la época del bachillerato, apareció alguien muy sonriente y me acusó de no saludarle por la calle. «Pero si no sé quién eres», dije. Me dio su nombre, escandalizado. «Y esta —señalando a su mujer— es la chica, a la que escribías poemas». Cuando compartíamos pupitre en el colegio, Rafa me encargaba de vez en cuando un poema para su novia. Me estoy haciendo viejo, pensé. Y recordé que Bea me había llamado bisabuelo el día anterior, porque dirigí la tesis de Fernando, Fernando la de ella, y ella la de Álvaro.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.
@pacosanchez
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