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Washington, rehén de sí misma

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El salario de medio millón de empleados públicos en Estados Unidos está en juego tras el cierre parcial del Gobierno federal. El pulso político entre los republicanos y los demócratas impide la aprobación de nuevos presupuestos debido a un desacuerdo sobre la financiación de la sanidad pública, aunque algunos expertos apuntan a razones más profundas.
El calendario político tiene sus ironías.
En Madrid, la medianoche del miércoles 1 de octubre marcó el comienzo del tercer año consecutivo sin Presupuestos Generales del Estado. Más allá del ruido parlamentario, este incumplimiento pasó casi inadvertido en la vida cotidiana de los españoles: colegios y hospitales continuaron abiertos, los funcionarios en sus despachos y las cañas se sirvieron en las terrazas como cualquier otra tarde. Gracias a que la Constitución española contempla la prórroga automática de las últimas cuentas aprobadas, la maquinaria administrativa puede seguir funcionando sin sobresaltos, como viene ocurriendo desde 2023.
En Washington D. C., la misma medianoche presentó otro escenario. El Congreso tampoco cumplió con la fecha límite para la aprobación del presupuesto federal para 2026, y, como consecuencia, se puso en pausa la vida pública: los museos y los parques nacionales cerraron sus puertas, y más de medio millón de empleados públicos quedaron temporalmente sin salario. A este lado del Atlántico no se aceptan entregas tardías y el disenso presupuestario se traduce en un Government shutdown: un parón administrativo que sacude la cotidianidad de millones de ciudadanos y turistas.
Esta parálisis no es inédita. Desde 1976 se han producido veinte interrupciones en la financiación federal estadounidense. La vigésimo primera ha nacido de un desencuentro entre demócratas y republicanos en torno a la subvención de la salud pública que ha impedido al Senado llegar a los 60 votos que se exigen para aprobar cualquier ley de financiación. Como consecuencia, las agencias federales suspendieron todas sus funciones «no esenciales» hasta que el Congreso llegue a un acuerdo.
De momento hay alrededor de 600.000 trabajadores en riesgo de suspensión junto con numerosos programas federales que sostienen el funcionamiento de museos públicos, monumentos y servicios clave para la salud económica norteamericana. Por ejemplo, la Small Business Administration no aprobará nuevos préstamos para pequeños negocios que busquen adquirir equipos o renovar instalaciones. El National Institutes of Health —el mayor financiador público de investigación biomédica del mundo— suspenderá a tres cuartas partes de su personal y los Centers for Disease Control and Prevention harán lo propio con dos tercios de su plantilla. En cambio, trabajadores esenciales, como los controladores de tráfico aéreo o los inspectores de seguridad alimentaria, deberán seguir en sus puestos, aunque sin recibir paga.
Todo el país se ve afectado por estas repercusiones, pero es la capital estadounidense —por su naturaleza de distrito federal y papel político— la que más siente los efectos de la interrupción parcial del flujo del dinero público. Desde la primera hora del miércoles, día 1 del shutdown, Washington D. C. amaneció con escenas inusuales: avenidas desérticas en áreas de edificios federales, turistas confundidos deambulando por los monumentos, y una larga fila para desayunar en Thompson Markward Hall, una residencia cercana al Capitolio en la que viven muchas mujeres empleadas en el Congreso. El comedor —que suele estar vacío a media mañana de lunes a viernes— hierve ahora de conversaciones nacidas por los furloughs (suspensiones temporales de empleo), de las que escapan comentarios como «Podríamos reunirnos aquí abajo y entretenernos con algún hobby», «¿Ah, no eres trabajadora esencial?», «Los museos tenían que cerrar justo ahora que viene mi novio de visita», «Imagínate que esto dure un mes… no sabría cómo pagar el alquiler».
Preguntadas por Nuestro Tiempo, varias de ellas reconocen su decepción y coinciden en que lo único común entre las distintas oficinas del Congreso era un «palpable sentimiento de enfado». Por lo demás, la polarización se respiraba en los pasillos y, desde la semana pasada, todas daban por hecho que no habría avances. La única decisión pendiente era quién sería considerado «esencial» para continuar trabajando.
Hoy la Cámara Alta cuenta con 53 senadores republicanos, 45 demócratas y dos independientes. El Reglamento del Senado de Estados Unidos establece que se requiere una mayoría cualificada de 60 votos para aprobar cualquier proyecto de ley de financiación en el país y evitar así el filibuster —esa técnica de obstruccionismo parlamentario a través de una prolongación indefinida del debate—.
El partido rojo —el republicano—, que lucha por un presupuesto más conservador, necesita el apoyo de al menos siete demócratas para sacarlo adelante. Sin embargo, los progresistas han centrado la disputa en la sanidad pública y han rechazado los recortes propuestos, decididos a mantener los subsidios que se pusieron en marcha durante la pandemia y la cobertura médica asequible del Affordable Care Act, la reforma sanitaria de 2010 impulsada por la presidencia de Barack Obama.
Además, los republicanos presentaron una reforma de continuidad que habría permitido financiar la Administración hasta el siguiente deadline presupuestario del 21 de noviembre. No obstante, tampoco existía consenso sobre esa reforma: los demócratas condicionan su apoyo a que se renueven ciertos subsidios vinculados al covid-19 que expiran a final de año, mientras que los republicanos se negaban a negociar con el shutdown como amenaza.
En la jerga de la comunicación política se habla a veces, metafóricamente, del «juego de gallinas» o chicken game. Es un término de la teoría de juegos que proviene de un reto muy peligroso: dos conductores conducen uno hacia el otro a toda velocidad, y pierde el que se aparta primero. Estados Unidos juega a ese juego: los coches de los partidos se aproximan a doscientos por hora. Ninguno quiere chocar, pero no están dispuestos a desviarse.
Todo indica que la parálisis de los presupuestos encuentra su origen en dinámicas más profundas que los detalles de la política fiscal sanitaria. El analista y periodista Eric Levitz argumenta que «en realidad, el cierre se produjo como resultado de la interacción entre tres acontecimientos relacionados y de gran alcance en la política estadounidense».
Primero, Levitz apunta que «el contexto más importante» para entender el vigésimo primer shutdown es la subversión de normas de gobernanza institucional por parte de Donald Trump. La presión sobre instituciones independientes, la publicación de vídeos paródicos y ofensivos generados con IA, las deportaciones de residentes sin el debido proceso y la pretensión de anular el gasto ordenado por el Congreso son solo algunos de los muchos ejemplos de cómo su Administración se ha distinguido por tensar al máximo los límites del sistema.
Todo ello ha contribuido a una dinámica que se retroalimenta, en la que los demócratas perciben al presidente como una amenaza autoritaria y no están dispuestos a ceder terreno. Esta es, según el periodista, la segunda causa: la consolidación de un sentimiento demócrata de que Estados Unidos avanza hacia el autoritarismo y de que cualquier espacio de diálogo con los republicanos queda descartado, aun cuando pudiera traducirse en beneficio de los ciudadanos. Por ejemplo, podrían haber aprobado la extensión de financiación propuesta por el partido rojo y seguir defendiendo la sanidad pública durante las siete semanas adicionales de negociación. Forzar un shutdown en este momento no era estrictamente necesario. Aun así, «los demócratas optaron por jugar duro en el terreno procedimental».
El tercer factor es la obsolescencia del Reglamento del Senado, que obliga al coche azul a escoger entre facilitar políticas con las que no está de acuerdo o aceptar el cierre del Gobierno como única alternativa. En palabras de Levitz, «las reglas del Senado dan el poder suficiente al partido minoritario para apagar la financiación federal, pero muy poco para conseguir cualquier otra cosa».
Mezclando estos tres ingredientes obtenemos la receta perfecta para un cierre del Tío Sam.
La cena del jueves en la residencia Thompson Markward Hall se convirtió en un ejercicio colectivo de comparación de pagos entre las empleadas federales, ese grupo que se prevé que sea el más afectado por el shutdown. Las trabajadoras del Congreso —principalmente auxiliares administrativas y becarias legislativas de oficinas de congresistas desde Rhode Island hasta Nueva York y California— revisaban juntas si habían recibido su primer pago de octubre, conscientes de que, mientras continúe el cierre, la mayoría no percibirá su sueldo.
Sin embargo, los funcionarios no solo se enfrentan a la pérdida temporal de sus salarios. Muchos consideran que este shutdown es distinto a los anteriores, ya que la Administración no habla únicamente de suspensiones, sino también de aprovechar la coyuntura para despedir a empleados federales. En concreto, a miles, según estimó la portavoz de la Casa Blanca, Karoline Leavitt, en una rueda de prensa el jueves.
La parálisis administrativa también afectará al ciudadano medio. Aunque servicios «esenciales» como el correo, el aparato de seguridad nacional, el control aéreo o la financiación de ayuda a Ucrania continuarán operativos, se prevé que programas como la asistencia alimentaria, la educación preescolar sostenida con fondos federales y las actividades en los parques nacionales sufran restricciones o incluso cierren por completo. Los turistas, por su parte, deberán afrontar filas más largas en los aeropuertos, y encontrarán algunos monumentos y museos con las persianas bajadas: en Washington D. C. y Nueva York, por ejemplo, los museos Smithsonian no abrirán a partir del 11 de octubre.
El shutdown también revela su coste en el terreno económico. El cierre anterior, que tuvo lugar durante el primer mandato del presidente Trump y duró 34 días, le costó a la economía estadounidense unos once mil millones de dólares, según la Oficina Presupuestaria del Congreso. Un estudio de la consultora de estrategia EY Parthenon cifra el impacto del shutdown actual en siete mil millones semanales. A esto se suma que, hasta que el Gobierno no esté completamente operativo, se interrumpe la recolección de datos sobre los niveles de inflación y desempleo nacional. Cuanto más se prolongue, menos información tendrán los líderes para guiar sus decisiones, y mayor será el riesgo de acabar aplicando políticas equivocadas o ineficaces.
Por ello, los shutdowns pueden hacer que los políticos paguen un precio por no cumplir con su función principal: que el Gobierno funcione. Matt Glassman, investigador del Government Affairs Institute, de la Universidad de Georgetown, señala que, con frecuencia, es el partido que «intenta aprovechar el cierre» el que asume la mayor parte de la culpa. En este caso, podrían ser los demócratas, a quienes les puede pasar factura en las elecciones de mitad de mandato, en 2026.
Consecuencias como estas llevan a expertos como Forrest Maltzman, profesor de Ciencias Políticas en la Universidad George Washington, a sostener que «la parálisis gubernamental no será tan larga como muchos temen». Pero las residentes de Thompson Markward Hall advierten de que las dinámicas de polarización están hoy tan arraigadas en la política estadounidense que «a estas alturas ya ni siquiera hay respeto en el Congreso». Además, acerca de su última semana pre-furlough, muchas relatan que sus mañanas transcurrían atendiendo llamadas de ciudadanos que, casi a partes iguales —según calculan de memoria—, pedían a las oficinas demócratas que «resistieran» sin ceder en los recortes sanitarios y, al mismo tiempo, que no dejasen al país sin un Gobierno operativo.
En un escenario con niveles tan altos de polarización y prioridades tan contradictorias entre los propios votantes, resulta casi imposible prever qué coche será el primero en desviarse en este juego de gallinas.
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