El periscopio
La edad perfecta
A su debido tiempo la vida te avisa. Alguien te cede el paso y se le escapa… “señora”, la crema de contorno de ojos empieza a hacerse habitual, descubres unas canas desafiantes, una noche crápula te pasa factura. Pero no haces caso. Piensas con ingenuidad: todavía queda. Sin embargo, el virus ya te ha inoculado su dosis de inquietud. Empiezas a intuir que, dentro de poco, nada volverá a ser como antes, que estás llegando al punto de no retorno. Sabes que lo que venga después no será una caída libre sino un periodo de meseta seguido de un descenso suave, apenas perceptible. Físicamente habrá comenzado la cuenta atrás. Llegado el momento, el crecimiento celular se ralentizará, las hormonas cambiarán, las grasas se instalarán en lugares insospechados.... Deberás tomarte la vida de otra manera. De hecho ya percibes los primeros síntomas y estás alerta.
Cada cumpleaños que queda te aferras a la juventud como lo haría un gato a la cornisa de un rascacielos. Comienzas a hacer cosas que antes no se te ocurrían, que incluso veías extravagantes en otros: no poner las velas en la tarta, evitar celebraciones o, en el peor de los casos, trucar la edad. Cada uno de esos aniversarios deja de ser la conmemoración festiva de un año más para convertirse en la amenaza de “un año menos”.
A tu alrededor otros ya han cruzado la frontera. Te dicen con aparente despreocupación: me siento igual que ayer, antes esto tenía más importancia, lo malo es no cumplirlos. Sonríen condescendientes y anuncian con timbre de vendedor ambulante: la mejor edad, los segundos veinte, los nuevos treinta, la época de la plenitud, de la estabilidad… Pero a ti no te seducen esos cantos de sirena. El cerco se estrecha y ves cómo sus límites amenazan con alcanzarte. Ahí está la hermandad del recuerdo: “¡Ven a la cena de la promoción! Aquellos tiempos fueron los mejores...”. El club del currículum: “Fulano se casó, tiene cuatro hijos y es director general de…” La peña de la adulación: “¡Por ti no pasa el tiempo!, ¡pareces un chiquillo!”. Discursos ajenos e inquietantes a los que respondes con una sonrisa postiza mientras piensas: “¡Es que lo soy!”.
Porque –qué curioso– cuando miras fotos antiguas te parece que los demás se han hecho mayores pero tú te ves con la misma cara de chaval. Hasta que un buen día caes en la cuenta de que tu hijo ha cumplido trece años y te sobrepasa en altura, o regresas a la Universidad por cualquier motivo y notas que los alumnos te miran con curiosidad de paleontólogo. Y en tu interior comienza a crecer la sospecha de si no será un espejismo lo que a tus ojos es tan evidente.
Asúmelo, estás llegando a la mitad del kilometraje y nadie te evitará el trago de hacer balance. Probablemente descubras que has alcanzado un buen equilibrio entre el gasto energético y la velocidad. Tu coche se encuentra en buen estado. Recorriste un largo camino. Te has desarrollado profesionalmente, has formado una familia estupenda y puede que incluso la crisis no te afecte especialmente. Estás satisfecho y tienes la conciencia tranquila. No eres George Clooney en Los descendientes. No te confíes, te asaltará un miedo cerval a perder todo lo que has alcanzado con tanto esfuerzo. O puede que te des cuenta de que no has dado la talla. Perdiste oportunidades que otros han aprovechado como la hormiga de la fábula de Esopo, tomaste decisiones erróneas que ahora lamentas, viviste peligrosamente. Notarás el regusto de la frustración y la necesidad de recuperar el tiempo dilapidado.
En cualquiera de estos casos, y en la amplia gama de matices intermedios, estás pasando por un momento crítico. Y no es mala cosa. Las crisis son síntomas de que estás vivo. No te sientas culpable ni intentes negarlo. Al fin y al cabo lo que sientes es natural. El ser humano no está hecho para envejecer. De alguna manera en su interior guarda el deseo de los nuevos cielos y la nueva tierra, donde no habrá más muerte, ni pena, ni queja, ni dolor. El anhelo de la edad perfecta.