Vagón-bar
Editar el corazón
Se lo escuché hace tiempo a una periodista recién graduada que empezaba a trabajar en un diario importante. Hablaba con otro, también muy joven, sobre el jefe de su sección y decía de él algo que no se me olvidará: «Corta el texto como un cirujano plástico, con precisión y sin dejar cicatrices. No se nota después su mano, pero el texto parece otro». Pensé que le hacía un halago enorme, el más grande que se le puede ofrecer a un editor, a una editora. Un halago, además, muy preciso. El verbo cortar se ajusta de maravilla al arte de la edición, que consiste sobre todo en quitar lo superfluo, lo que estorba. Mi querido José Luis Meilán solía repetir: «Lo innecesario es un error». Habrá casos, supongo, que escapen a esa regla. Pero en la escritura no. Al escribir, lo innecesario es siempre un error. De ahí que aprender a escribir signifique, antes que nada, aprender a tachar, a ver lo que sobra, lo que no aporta, lo redundante.
También me pareció maravillosa la imagen de la cicatriz. Deja ronchas el editor que impone su estilo, sus preferencias, sus manías. No las deja, el que respeta la naturaleza del texto y la voz de su autor o de su autora, y se limita a quitar los ruidos. Quizá la imagen de la cicatriz me pareció especialmente adecuada porque ya la había oído antes, aunque referida a quienes deben acompañar a otras personas: padres, amigos, profesores, sacerdotes. Al ayudar, puede comparecer el impulso de corregir demasiado fuerte, demasiado pronto o demasiado tarde, haciendo daño. O la tentación de dejar huella, de suplir, de convertir al otro en lo que uno querría haber sido, de utilizarlo, en fin, como un medio para otra cosa. Por eso siempre me ha gustado el personaje de Bruno, protagonista de Despegando la sombra del suelo. Un instructor de vuelo que enseñaba a partir del error, permitiéndolo. Y luego dejaba a sus pilotos solos y se quedaba en tierra, temblando, viendo cómo despegaban la sombra de la pista hasta que entraban uno a uno en el cielo.
Se ha utilizado muy a menudo la escritura como metáfora de la vida. Acaso porque la vida, como la escritura, se desarrolla con muchos errores, en proceso continuo de descubrimiento, tachando y repensando, poniendo y quitando, sobre todo quitando. Algunos asemejarían la vida a un proceso de autoedición en busca de un texto que, además de contar, componga algo hermoso. Lo que se suele llamar una vida lograda tiene su origen en un montón de decisiones editoriales, en editar —por fuerte que parezca la imagen— el propio corazón. Y construir el propio corazón consiste, otra vez, en descartar lo innecesario para quedarse solo con lo que vale la pena. Y ese algo raramente se reduce al éxito profesional.
No es tan fácil. Los que escriben sobre escribir insisten mucho en esto: en la fortaleza necesaria para identificar y eliminar lo inútil, por muy vistoso que parezca o por mucho que haya costado conseguir ese dato, esa historia, esa comparación incomparable a la que no llega cualquiera, propia solo de los genios. Con el corazón ocurre lo mismo: también resulta complicado advertir a la primera lo prescindible y, más difícil aún, extirparlo. En el proceso de escritura eso puede producir tal desgarro que algunos profesionales americanos lo llaman «matar al hijo». Pero hay que hacerlo o todo el texto se resentirá.
Supongo que, si me hubiera aplicado el cuento, nunca habría alcanzado este párrafo. Pero confío en mis editores y aprovecho para declararles un agradecimiento permanente.
Paco Sánchez [Com 81 PhD 87] es periodista y profesor titular de la Universidade da Coruña.