El periscopio
Hay artilugios de la técnica casi mágicos. Ya sé que el comentario es reprochable por poco científico, pero es que desde que tengo un smartphone mi vida se ha simplificado notablemente. A las conocidas funciones de teléfono, despertador, calendario, bloc de notas, etcétera, que tenía en la versión anterior de mi, digámoslo, asistente electrónico, ahora añado el GPS que remedia mi pésimo sentido de la orientación. Además ya no tengo que consultar el ordenador para contestar mis e-mails, puedo hacerlo mientras me desperezo de madrugada, al saborear un café, cuando salgo a la calle un bonito día de primavera, mientras el semáforo está en rojo –no diré si como conductor o como peatón, no sea que me multen–, en medio de una conversación tediosa –disculpa, tengo que resolver una cuestión urgente–, en los anuncios del telediario, o apagada ya la luz minutos antes de dormir. Incluso, si me he dejado activado el sonido de los correos electrónicos, puedo tener la fortuna de leerlos en plena fase REM.
Otro de los encantamientos de la tecnología es el asunto de las aplicaciones. Hay miles, y todas de gran utilidad: contador de calorías, cronómetro, cursos de inglés, diccionarios, el tiempo, frases famosas, tests de psicología, valores financieros... Te adentras en este fascinante mundo y se te pasan las horas deslizando suavemente el dígito por la pantalla, como si fuera una varita mágica, con la seguridad de que detrás del próximo toque estará la aplicación más irresistible que pronto será mía. Ya he bajado una treintena, entre ellas las de los principales periódicos del mundo, en idiomas que desconozco, pero que estoy segura de que llegaré a comprender tan fácilmente como los he descargado. Luego están las redes sociales. Qué fascinante gozar de un día de playa, lejos del bullicio de la urbe, y pensar en tantos contactos y amigos de Facebook que esperan una actualización de estado. ¿Cómo no compartir la puesta de sol con esos pobres diablos de la ciudad, cómo no generar ese poquitín de envidia tan necesario para saberse afortunado? Ah, la conciencia cívica. Somos seres sociales.
O Twitter, para no olvidar que, también en posición horizontal, soy un ser intelectual y comunicante capaz de evocar, inspirado por el romper de las olas, una cita de La perla, de Steinbeck; Moby Dick, de Melville; Las olas o El faro, de Virginia Woolf; de generar un pensamiento sobre el devenir del tiempo, o tener un gesto solidario con las víctimas del tsunami japonés.
Abro mi correo. Tengo quince mensajes recientes sin abrir. Dos seguidores de Twitter que me suben la autoestima, tres PPS nostálgicos o cursis que me envían algunas personas queridas que aún no han captado mi aversión a ese tipo de manifestaciones de afecto, cuatro novedades de perfil de Facebook de otros tantos conocidos, tres asuntos de trabajo, dos correos de amistades y una actualización del currículum de un colega profesional. Digo recientes porque, como la mayoría no los abro por falta de tiempo y de interés, se van acumulando y ya tengo en mi haber la sustanciosa cifra de 573 correos pendientes, cosa que, si bien no me quita el sueño, me deja una vaga sensación de tarea a medias y de descuido. Algún día me tendré que dedicar a hacer limpieza. También debería poner en orden los perfiles que sigo en Twitter que al principio me interesaron, fruto del entusiasmo y la curiosidad, pero que a la vuelta de los meses se me antojan superfluos.
El microblogging, las redes, las pequeñas pantallas tienen su encanto. El móvil es el poder, el conocimiento en las manos. Suena en mis oídos “El aprendiz de brujo” en la película Fantasía y veo a Mickey Mouse, con su gorro de Merlín, dormitando, después de transmitirle vida a la escoba. Por alguna extraña razón, yo también tengo cada vez más sueño. Me cuesta leer un libro, ver una película, sentir una emoción y traducirla en palabras que ocupen más de 140 caracteres. Este mismo artículo me cuesta horrores. Pero tengo un smartphone a un tic nervioso de bolsillo. El gorro de Merlín.