Ahora bien
Otra de mis múltiples ilusiones de racimo es hacer una antología como la de poemas al padre titulada Tu sangre en mis venas, pero esta vez sobre el amor conyugal. Parece que la poesía se ha especializado en el amor de juventud, en el amor pasión, en el vaivén de enamoramientos y desenamoramientos y en Romeo y Julieta. Pero hay toda una corriente subterránea de cantos al amor constante, cotidiano, correspondido y cómplice, como al final de La fierecilla domada.
Título ya tengo: El vino bueno. ¿Recuerdan? En el episodio evangélico de las bodas de Caná, tras el milagro, los invitados se extrañan de que se sirva el vino bueno después. Lo habitual es beberse primero lo mejor de golpe y, ya luego, ir resignándose. Jesús, sin embargo, no da puntada sin hilo y, en la celebración de una boda precisamente, hace aparecer más tarde el vino mejor, después de ciertas hesitaciones y tras una crisis. Que el vino mejore con los años resulta una sabrosa metáfora de un matrimonio feliz, por una parte, y, además, es lo que pasa, literalmente, cuando la solera es buena, y se cuida.
Escribo este largo preámbulo porque el poeta Jesús Cotta (Málaga, 1967) ha publicado un nuevo libro, Niños al hombro, en el que hay varios poemas de amor conyugal. Mientras que todos los poetas queremos ser Roger Federer (toques muy elegantes sin despeinarnos), Cotta es un Rafa Nadal: pura garra, tierra batida hasta la camiseta y reventar cada bola agónica. Cotta no le teme a la emoción desbordada, a la imagen poderosa, a la voz en grito. Reivindica, entre otras, la obra más racial de García Lorca.
Hay varios poemas sensuales-conyugales en su libro, como «Yacer contigo», de expresivo título, pero de esos tengo para mi antología bastantes, como es natural. La sorpresa me la ha dado «Mi bien», en el que, con la voz más baja, descubre —la lírica es una rama de la investigación— un inédito sentimiento muy común: la sorpresa que te da darte de bruces con tu esposa por ahí:
«Qué alegría encontrarte aquí en la calle,
mi bien, tan de ojos verdes,
donde solo hay señores con corbata
y mujeres con prisa y con tacones».
El poema sigue, como veremos enseguida, pero qué hallazgo poético detectar esa repentina extrañeza que nos produce encontrarnos con el cónyuge de casualidad, fuera de casa, sin haber salido juntos, como cuando éramos novios o como antes, incluso, en el enamoramiento.
Jesús Cotta se ausculta los efectos:
«Andaba yo muy mustio y de repente
desde tu pelo el sol me dice: “Mira”.
Y entonces digo: “¡Pero si eres tú!”,
compañera de todo lo que amo,
donde florece el nardo y se abre el mirto».
Hay un instantáneo regreso (¿reflejo de Pavlov?) a la juventud y al noviazgo. Según la expresión coloquial, un marido o una mujer es, en contraposición con la familia de sangre, alguien que uno «se encontró en la calle». Cotta da la vuelta a esa frase ligeramente despectiva y convierte el encuentro en la calle en una celebración de la historia de amor desde sus inicios:
«la novia que besé bajo el almendro
cuando era cama nuestra todo el campo
y olíamos a jara, espliego y pino,
la ninfa que se enamoró del fauno».
Pero la conmoción de la sorpresa del inopinado saludo no se queda solo en la vívida nostalgia del bucólico noviazgo. Ojo a los dos versos finales: la novia campestre de antaño es ahora
«¡blanca flor que al abrirse me regala
princesas que me llaman papá!».
Así acaba. Miguel Hernández, otro poeta muy del gusto de Jesús Cotta, también consideraba la paternidad y la maternidad como la culminación del amor humano:
«Porque mi querer no acaba
en ti, mujer: que en ti empieza.
Yo te quiero hasta tus hijos
y hasta los hijos que tengan.
Yo no te quiero en ti sola:
te quiero en tu descendencia»,
o
«Beso que va a un porvenir
de muchachas y muchachos».
En «Mi bien», fíjense, hasta qué punto la conyugalidad lo eleva: el hombre mustio de hace un rato que fue fauno hace mucho, ha recordado, ¡oh!, que es el padre de princesas, nada menos.
Enrique García-Máiquez [Der 92] es poeta y ensayista.