Cátedra Abierta
No ha sido infrecuente, en los últimos tiempos, oír voces de poco aprecio por la memoria. Se contrapone el aprendizaje “memorístico”, entendido como esclerótico, mecánico, hecho con falta de vitalidad y creatividad, al aprendizaje personal, reflexivo y libre. Y, a mi modo de ver, quien opina así quizás se refiera a una imagen peculiar y estereotipada de la memoria.
Pienso que ella es, por el contrario, una de las más preciosas facultades que poseemos: si el núcleo definitorio del ser humano está en el dúo amor-saber, se puede decir que la memoria es la dimensión básica de tal núcleo.
No hay saber humano que no contenga los conocidos tres momentos descritos por la lógica clásica. El primer momento es el concepto, que me es dado, no me lo invento, y, por tanto, me hace comprender que hay algo anterior: el pasado. En segundo lugar, el juicio, donde aparece el yo que afirma, y así experimenta el presente temporal, que es un punto entre pasado y futuro, y eso solo se da humanamente en la decisión. El tercer momento es el raciocinio, que saca consecuencias y que, por ello, prevé; es función de futuro.
Y no hay amor humano que no contenga también los tres momentos: fe, confianza que se tiene en alguien que me antecede —pasado—; amor explícito, hecho a partir de un juicio afirmativo de querer, y que es la quintaesencia de la presencia eterna —todo amor verdadero es necesariamente eterno—; y esperanza, que es el amor que, dado en el tiempo, ha de atender a no ser absorbido por él.
El instante de la realización del juicio —presente temporal— va antecedido por el “pasado” de la fe —se afirma aquello en lo que se cree—, y ese juicio solo tiene sentido si se orienta a alcanzar el amor explícito —el presente eterno, por medio de la presencia del ser querido—. Por eso, cuando nos equivocamos al juzgar, poco a poco perdemos la esperanza: el error nos deja sin la fuerza necesaria para mantener en el tiempo la eternidad.
La memoria es, por consiguiente, la base de todo saber y la dimensión de agradecimiento propia de todo amor verdadero: retenemos algo porque no queremos que se nos vaya de las manos, y no queremos que se vaya porque agradecemos que exista. Sin ese agradecimiento no prestamos atención, condición imprescindible para el aprendizaje. Por eso Sócrates sostenía que no hay otro saber verdadero que el que se da según «amor al saber». Es interesante que un antiplatónico como Martin Heidegger diga lo mismo: «Denken ist danken», «Pensar es agradecer».
El amor agradecido nos hace entrar en el interior de lo que estudiamos, y solo al hacerlo podemos confiar, lo que no es posible desde la pura exterioridad, que únicamente consigue abrirnos a un objetivismo superficial. No hay análisis serio sin memoria. La «memoria del corazón» es el fundamento de todo saber verdadero.
Quien ama algo no lo olvida. «Non ti scordar di me» se canta en la famosa aria operística italiana: la palabra scordare es pura metafísica: «No te me vayas del corazón». No solo eso: gracias a ese amor se ocurren cosas nuevas, mientras que quien no ama ni a las personas ni a los saberes no se renueva, envejece: olvida.
Es la propia memoria la que, consciente de las limitaciones a las que nos somete nuestra condición corpórea, inventa técnicas para no olvidarse ni siquiera de lo externo, de los datos... Son las llamadas precisamente «reglas mnemotécnicas». Por consiguiente, un buen profesor tiene que, en primer lugar, transmitir “por ósmosis” a sus alumnos el amor por la materia de estudio; y, después, exigirles amablemente, para que aprendan reglas mnemotécnicas: ejercitar el amor al saber y también la capacidad retentiva, pues sin “datos” no se puede pensar.
Y puesto que la música existe en el pasar de un tiempo que, ordenado y acompasado, puede retenerse —hacerse memoria—, la sorpresa ante su maravilla me reenvía a mis orígenes: toda auténtica música es celestial, me recuerda mi origen en Dios. Por eso decía Josef de Maistre que «la mera razón solo puede hablar; es el amor el que canta». Y por eso durante milenios la enseñanza se ha basado en el oído, hasta que llegaron los nuevos planes de enseñanza llenos de colorines.
LA PREGUNTA DEL AUTOR ¿Por qué crees que es importante ser agradecido todos los días? |
Rafael Alvira es catedrático de Historia de la Filosofía y profesor emérito de la Universidad de Navarra.