Dos veces cuento
El emigrante
Una cadena hotelera encargó un informe a quienes dirigían su centenar de establecimientos preguntándoles qué objetos solían olvidar en las habitaciones los clientes. El cargador del teléfono móvil —del celular—, el pijama, ropa interior, ese dócil libro que se abre con la cabeza en la almohada, el pasaporte y cualquier otro documento, incluso productos de gastronomía típica de la zona que se quedan, fríos y sin más viaje, en el minibar. Los directivos de los hoteles concretaron el lugar del abandono: los armarios —ahí dejan de dar pasos los zapatos sin dueño—, debajo de la cama, entre el gurruño de las sábanas, en el desorden del baño, sobre la mesilla de noche; y, en regiones soleadas, los descuidos que siguen sus vacaciones en el balcón son los trajes de baño y las sandalias. Los verdaderamente olvidadizos somos los varones de entre 35 y 55 años, sin importar ni la nacionalidad ni adónde va uno a ir. La encuesta con que se hizo publicidad gratuita la cadena hotelera acababa mencionando las rarezas arrumbadas en las habitaciones: las tradicionales prótesis dentales, peluches gigantescos, algún disfraz poco verosímil, una silla de ruedas, cierta colección de pelucas, una pistola, una señal de tráfico subida de la calle, un pobre perro y, para no dejar coja la enumeración de anomalías, no podía faltar un clásico: una pierna ortopédica izquierda de caballero.
Lo que no podrá olvidarse, así como así, es ese arqueológico microrrelato de Monterroso, “El dinosaurio” (1959), encumbrado a ser, con sus siete palabras más las dos del título, una de las piezas más breves de la narrativa en nuestro idioma. Sin embargo, desde este siglo xxi, algunos (aficionados a las tallas ceñidas) defienden que el puesto (el huequecito) se lo ha quitado esta pieza del mejicano Luis Felipe G. Lomelí (1975) que llega hoy aquí, desde el primer lugar de su libro Ella sigue de viaje (marzo de 2005).
Ambos microrrelatos apuntan historias a base de no precisar las circunstancias que los envuelven. Por eso se multiplican las interpretaciones. El de Lomelí, con su hondura tamaño de cartel, se hace “reflexivo y a la vez nostálgico, doloroso al mismo tiempo que apasionado” y deja esencialmente dolor. Ese ojalá —el Diccionario académico lo incrusta en esta incompleta definición: interjección que “Denota vivo deseo de que suceda algo”—, ese distante ojalá tiene más objetos y más habitaciones presentes que toda una cadena hotelera internacional. El título lo enmarca en una aduana, y su autor sabe que los emigrantes “no logran disociar ni empatar lo de allá con lo de acá, hay un choque siempre”, y posiblemente Lomelí —que ha vivido y estudiado y trabajado en otros países— se ceñía a los mexicanos que llegan a Estados Unidos. Aunque el libro daba cobijo en especial a emigrantes del amor y sus fugitivos y a quienes lo esperan.
En internet hacen fila numerosos comentarios sobre “El emigrante”. Como los viajeros sin suerte, piensan de todo. Te encuentras desde quienes lo idolatran, hasta quienes no son capaces de imaginar ninguna situación coherente. Alguno confiesa que la pregunta le hace pensar en lo que sería conveniente recordar y todo cuanto sería mejor olvidar de la ciudad —la población, la divisoria fronteriza, la época— que dejaba, y otro ha perdido de la memoria algo que ni siquiera echa todavía en falta. “Se canta lo que se pierde”. Se merece más canciones lo que va a nacer, creo yo. Lo que encontraremos.
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El emigrante
—¿Olvida usted algo?
—¡Ojalá!
Luis Felipe Lomelí
Ella sigue de viaje, Barcelona,
Tusquets, 2005, pág. 9