El periscopio
El hundimiento del Titanic
Cuarenta años de El Padrino, diez del euro, treinta de las Malvinas, otros tantos de la muerte de Grace Kelly, el nacimiento de Juana de Arco, de Rousseau. Las efemérides nos inundan. No sé si por casualidad o porque las épocas de declive y escasez avivan el deseo y la necesidad de sumergirse para buscar en los pecios de la memoria el baúl, la caja fuerte que guarda enmohecidos recuerdos y acontecimientos con los que soñar, aprender o escarmentar. La nostalgia no tiene hueco en épocas de bonanza.
Algunos aniversarios pueden llegar a convertirse en auténticas metáforas didácticas –valgan las esdrújulas–, como el centenario del hundimiento del Titanic. Es inevitable enfrentarse a las poderosas imágenes en 3D incorporadas a la película con la que Cameron triunfó en 1997 sin sentirse interpelado y arrastrado a la tragedia. No sólo por la fuerza centrípeta de la tecnología sino por la realidad que evoca: la de un artificio descomunal construido por mano humana con la voluntad de desafiar las leyes de la naturaleza, forzado al límite de sus posibilidades, y con escasa capacidad de reacción ante una amenaza real y sorpresiva. Y sobre ese buque que se dirige sin remedio y sin posibilidades de viraje al desastre –ahí radica la esencia del drama–, tan seguros y ciegos como el barco de los sueños o el palacio flotante que los porta, pululamos ricos y pobres, ajenos y confiados, unidos en el sueño común de un futuro prometedor. ¿Es o no una imagen viva de la crisis económica que se nos avecinaba?
Hace pocos años cualquier mandatario europeo o americano podría haber firmado esta frase que el capitán del Titanic, Edward John Smith, dijo cuatro días antes de que se fuera a pique en apenas dos horas: “No puedo imaginar ninguna condición por la cual un barco actual pueda hundirse. No puedo concebir que algo vital pueda ocurrirle a este buque”. Sentencia que, hasta donde he podido saber, se acuñó en el imaginario común –con tono blasfemo– como: “A este barco no lo hunde ni Dios”, con las evocaciones babelianas que tiene y la injusticia que supone con Dios que aparece como justiciero y vengativo. En la línea de las palabras del capitán, el día antes del hundimiento el creador del gigantesco buque, Thomas Andrews, dijo a un amigo que el Titanic era “casi perfecto para lo que el cerebro humano puede hacer”. Y lo era, pero la factura humana debe ser manejada con prudencia y humildad por la mente de su creador.
Atrapada por la fuerza de las imágenes del Titanic de Cameron, traduzco sin remedio, pero también sin ánimo economicista ni historicista, que no es mi materia: el choque con el iceberg de la desconfianza de los mercados ha abierto una brecha en los fondos de la economía y todos los muebles y vajillas de nuestra sociedad de bienestar de primera clase, se han ido al traste en un pispás. Nuestro mundo flotante se ha partido en dos y todos pequeños y grandes, ricos y pobres, vamos cayendo a las aguas negras y frías de la crisis, del paro y de la miseria. Suerte tendremos si acabamos desafiando las leyes de la gravedad de esta situación, colgados de la barandilla de popa, como Jack Dawson y Rose Dewitt Bukater –personajes ficticios de la película– sin más posesión que el cuerpo serrano, la osadía, la sagacidad y la fuerza del amor.
No se le puede negar a Cameron que ha sido muy hábil al volver a llevar a los cines la misma película que ya hizo con la novedad del 3D. La reposición está resultando bien en taquilla, curioso teniendo en cuenta el elevado precio de las entradas. El aniversario, la crisis mundial, los quince años de una gran producción que sigue siendo la segunda más taquillera de la historia del cine después de Avatar –suya también por cierto– animan a la gente al cine. Como los fabricantes de municiones, como los estraperlistas en guerra, Cameron ha sabido vencer a la crisis con sus propias armas. A nosotros nos queda aprender de los errores del pasado, valorar lo auténtico y avivar el ingenio.